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Todos los niños

No hay comienzo más conmovedor en la literatura, al menos para mí (excepto el principio de Historia de dos ciudades, de Dickens), que aquel que marca el inicio de Peter Pan: "Todos los niños del mundo, menos uno, crecen. Y no sólo crecen, sino que enseguida saben que hay que crecer", en la traducción de Leopoldo María Panero para Ediciones Libertarias.

Saber que hay que crecer es el equivalente de la maldición bíblica que condena al adulto a trabajar con el sudor de su frente, y a la hembra, a parir con dolor; es el primer vislumbre de la tragedia humana a que nos enfrentamos, mucho más...

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No hay comienzo más conmovedor en la literatura, al menos para mí (excepto el principio de Historia de dos ciudades, de Dickens), que aquel que marca el inicio de Peter Pan: "Todos los niños del mundo, menos uno, crecen. Y no sólo crecen, sino que enseguida saben que hay que crecer", en la traducción de Leopoldo María Panero para Ediciones Libertarias.

Saber que hay que crecer es el equivalente de la maldición bíblica que condena al adulto a trabajar con el sudor de su frente, y a la hembra, a parir con dolor; es el primer vislumbre de la tragedia humana a que nos enfrentamos, mucho más penosa que los avatares infantiles de los que hemos sido víctimas antes de ese momento decisivo: ser hijos de unos gitanos que pasaban por allí (hay padres y madres a quienes les gusta aventurar semejante hipótesis cuando están hartos de que sus niños enreden), poder perderse en medio de una multitud, que los padres se separen, que los padres prefieran al hermano mayor o menor… Todos ellos mera calderilla, comparados con esa espera angustiada a que la catapulta que va a enviarte al otro lado del abismo no carezca del impulso necesario. Comparados con el miedo a caer antes de alcanzar la margen opuesta, comparados con el terror que esos nuevos bosques cuajados de amenazas y de brujos inspiran a los niños que han comido la fruta del árbol del bien y del mal y saben que ha llegado la hora de crecer.

Conozco poca gente que, en su madurez, añore enteramente su infancia o que siga considerándola, sin reparos, la mejor etapa de su vida; en general, incluso cuando fue tan hermosa como para recordarla con entusiasmo, y se convierte en un refugio para los días de lluvia, volver atrás sería como confesar que crecer no sirvió para gran cosa, y que no se han aprovechado mínimamente las lecciones del camino. Pero incluso cuando son más abundantes los recuerdos agridulces de aquellos tiempos, e incluso cuando los tiempos fueron verdaderamente amargos y desafortunados, ni entonces sus protagonistas dejan de sentir pena por una ineludible etapa de tránsito desde el País de Nunca Jamás hacia el País donde Todo es Posible, y por tanto incontrolable. Esa estación entre dos edades durante la cual todos permanecimos, estuvimos, fuimos irremediablemente solos y perdidos; a merced no ya de los demás, sino de nosotros mismos, de nuestro insondable futuro.

Así como Wendy, en Peter Pan, supo que crecería el día en que su madre le dijo: "¡Oh! ¿Por qué no habrías de quedarte así para siempre?" (y me pregunto a quién no le habrá dicho su madre esta misma frase, y si las madres no seguirán diciéndoselo a sus hijos), cada uno de nosotros siente el clic interior que le transforma para siempre. Y esa memoria sí que nadie puede borrarla de nosotros. Escribe el gran poeta Joan Margarit en su último poemario, Càlcul d'estructures: "Dorm dintre meu, perduda criatura: dorm dintre meu en una nit de reis…". "Duerme dentro de mí, criatura perdida: duerme dentro de mí, en una noche de reyes…", traduzco, creo que innecesariamente (los versos de Margarit son tan sencillos como profundos; su catalán es transparente).

Esa infancia que evoca es, justamente, la anterior al instante vertiginoso del conocimiento del cambio. La expulsión del paraíso e infierno infantiles, del que siempre conservaremos la nostalgia. Porque en la vida de las personas, como en la de los pueblos, se dan diversas edades de la inocencia, así como de su desaparición, pero ninguna tan inexorable, tan fuera de nuestro alcance, tan impregnada de terror como aquella que abre la puerta al yo desconocido en que nos convertiremos.

Con la edad y sus fracasos, sus logros pequeños pero irrenunciables, con la apreciación del bien que tenemos y del que nunca podremos alcanzar, uno regresa, sabiéndolo o no, al instante en que supo que iba a crecer. Y quieres volver a manosear aquel cuento recortable que hablaba de una extraña princesa china que tenía miles de pretendientes y unos ojos de cristal en los que vivían peces de colores. Volver al no saber, lo cual es imposible.

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