Reportaje:

Amores iguales

Viven juntos desde hace tres años. Se casan este verano. José Vicente Gracia, de 27 años, y Fernando García, de 26, una de las primeras parejas homosexuales que contraerán matrimonio civil en España, nos cuentan lo suyo. Una historia de amor de hombre a hombre.

Medianoche en el bar Urano, un clásico del ambiente gay en Zaragoza. Últimos de agosto de 2001. Un chico muy joven y muy flaco, blanco como la pared a finales de verano, está tomando un zumo en la barra. Solo. No pasa inadvertido. Ojos azules, rasgos finos, aire melancólico, un bombón para la concurrencia. Enseguida, alguien le aborda. El efebo se deja querer. Viendo el panorama, los amigos del lanzado deciden irse. Pero el Urano es estrecho y tienen que pasar en fila india delante de la pareja. El último en salir, un tirillas con gafas, pantalón de pinzas y camisa almidonada, aprovecha la coy...

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Medianoche en el bar Urano, un clásico del ambiente gay en Zaragoza. Últimos de agosto de 2001. Un chico muy joven y muy flaco, blanco como la pared a finales de verano, está tomando un zumo en la barra. Solo. No pasa inadvertido. Ojos azules, rasgos finos, aire melancólico, un bombón para la concurrencia. Enseguida, alguien le aborda. El efebo se deja querer. Viendo el panorama, los amigos del lanzado deciden irse. Pero el Urano es estrecho y tienen que pasar en fila india delante de la pareja. El último en salir, un tirillas con gafas, pantalón de pinzas y camisa almidonada, aprovecha la coyuntura: "Hola, soy Fernando, encantado de conocerte", y le planta dos besos al desconocido. "Yo soy José, lo mismo digo".

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Así, como tantas otras, comenzó esta historia de amor. No consta si la ofensiva del primer pretendiente del Urano pasó a mayores: el abordado ni confirma ni desmiente. Lo seguro es que hoy, cuatro años después, son José y Fernando los que preparan su boda. La del uno con el otro. Será en verano, en cuanto los juzgados acepten las solicitudes de matrimonio entre personas del mismo sexo que aprobó el Congreso de los Diputados el pasado 21 de abril. Hasta entonces, Fernando García Pallás, de 26 años, y José Vicente Gracia González, de 27, son novios y residentes en Madrid. Una de las 10.474 parejas de hecho homosexuales censadas en España, según el Instituto Nacional de Estadística. El doble, según las estimaciones de las organizaciones de gays y lesbianas. Pero estábamos en Zaragoza, en 2001, la noche de autos.

Fernando y José no miran el horóscopo -"esa superchería"- y por eso ignoran las connotaciones atribuidas al planeta Urano en astrología: "Simboliza la independencia, la ruptura con la tradición y el desarrollo de algo nuevo. Ir más allá de las normas de la familia y de la sociedad para llegar a ser verdaderos individuos". El nombre del bar que les unió no era en absoluto gratuito -uranistas es, también, uno de los apelativos con que la sociedad biempensante designaba a los varones homosexuales en el siglo XIX-, pero es que todo lo que sucedió aquella noche parece fruto de una conjunción astral.

José no estaba tan pálido por casualidad. Fernando no iba vestido como un notario de provincias porque sí. Ambos acababan de salir de sus respectivos armarios con lo puesto. La llave con la que cada cual logró abrir sus cerraduras tenía una I mayúscula en el llavero. La de José por Irlanda. La de Fernando, por Internet. Demasiadas coincidencias. Cualquier vidente hubiera vaticinado que estaban condenados a encontrarse en ese momento, en ese lugar. "Si nos hubiésemos conocido un año antes, ni nos hubiésemos mirado a la cara. Éramos de mundos opuestos".

JOSÉ

Andorra es el tercer municipio más populoso de Teruel, lo cual, en la provincia más despoblada de España, se concreta en un censo de 7.874 habitantes. José Vicente Gracia fue uno de los chicos más gamberros del pueblo en el que nació hace 27 años, hijo de un minero y un ama de casa.

"Fui un niño feliz hasta la adolescencia, cuando me di cuenta de que me gustaban los chicos. Entonces comencé a llevar dos vidas paralelas. Por una parte, estaba obsesionado por ser heterosexual, el más machito del lugar. Me juntaba con los más golfos del instituto y me echaba una novia tras otra. Pero sentía la necesidad de estar con hombres y algunos fines de semana me iba a Lérida, a 150 kilómetros, a ligar y a follar con tíos. Ni siquiera me atrevía a ir a Zaragoza, que está más cerca y es mucho más grande, por si me encontraba a algún conocido de la familia".

Entre su vida teórica de picaflor heterosexual y sus prácticas gay clandestinas, a José le dieron los 20 años antes de aprobar selectividad. Aun entonces tiró por la vía teórica. "Me fui a estudiar a Zaragoza. Elegí derecho porque de mayor quería ser un señor respetable, con su despacho, su esposa, sus niños, su perro y su monovolumen". Pero en la capital seguía teniendo las mismas urgencias que en el pueblo. Así que, interno en el colegio mayor Lasalle, continuó con el rosario de novias ocasionales -"todas me dejaban. Sí, lo hacíamos, pero yo sólo quería ser su amigo, y supongo que no les daba todo lo que necesitaban"-, sus escapadas leridanas y su creciente depresión existencial: "No sabía qué hacer con mi vida".

En la residencia universitaria hizo piña con un par de chicos -"los dos gays también, pero sin asumirlo, como yo. Supongo que Dios los cría y ellos se juntan"- a los que ni se le ocurrió contarles su dilema. Aguantó hasta tercero de carrera. Ese verano, con la excusa de practicar el inglés, resolvió quitarse de en medio y marcharse cinco semanas a Irlanda.

"Decidí que allí, lejos de casa, iba a arrancarme la careta. Fue la revelación. Me lo pasé en grande, tuve varias relaciones con hombres, me sentí a gusto conmigo por primera vez en mi vida. Me di cuenta de que yo era gay y de que podía ser feliz. En el avión de vuelta decidí contárselo a mis amigos y empezar a vivir de una vez". Tenía 23 años. Ni siquiera aguantó en Andorra hasta empezar el nuevo curso. A finales de agosto volvió a Zaragoza y, literalmente, se echó a la calle.

Una noche, "la segunda o tercera vez" que salía, solo, por el ambiente maño recaló en el Urano. Pidió un zumo y se acodó en la barra. Estaba blanco como el papel. No le había dado el sol en todo el verano.

FERNANDO

"Nunca tuve novia. Ni siquiera una amiga. Yo soy maricón de nacimiento". Fernando Gracia tardó 22 años en salir del armario, pero cuando lo hizo le dio una patada a la puerta y se lanzó en estampida. La corrección política no va con él. "Demasiados años reprimido para andarme ahora con eufemismos". Fernando fue un niño modelo en el colegio Montearagón, un centro escolar masculino del Opus Dei en Zaragoza. "Era el más panoli, beato y remilgado de la clase", recuerda. Hasta que empezó la desbandada.

"Al llegar a la adolescencia, casi todos mis compañeros empezaron a rondar el colegio de las chicas. Otros tenían clara su vocación religiosa y hablaban de meterse en el seminario. Incluso yo llegué a plantearme el sacerdocio porque, desde luego, las chicas no eran lo mío. Pero ni siquiera podía proponerme probar con ellas, como hacen muchos chicos gay, porque eso era pecado, a no ser que fuera con la futura madre de tus hijos. Me quedé absolutamente solo". Empezaba a germinar la debacle.

La salida natural de los niños bien del Montearagón es la Universidad de Navarra. Allí mandaron a Fernando sus padres, propietarios de una reputada gestoría en la capital maña. Aprobó el primer curso de biológicas a trancas y barrancas. Segundo y tercero fueron un infierno. "Sospechaba que era gay, pero no podía ni planteármelo. Si era pecado desear a las chicas, imagínate a los chicos". Fue la comezón de sentirse en pecado la que le llevó a un confesionario anónimo. "Me fui a una iglesia en la otra punta de Pamplona y se lo conté al cura. El hombre me llevó a su casa para orientarme y me metió mano. No le culpo, a saber la vida de mierda que llevaba".

Tuvo que pasar meses hundido en su piso de estudiante, sin salir "ni a misa, tan meapilas como era, todo el día en pijama", antes de decidirse a hablar con su director espiritual. "Fue comprensivo. Le interesaba sobre todo si había fornicado con hombres. Al responderle yo horrorizado que no, me dijo que lo mío tenía arreglo y me mandó a un psicólogo de la universidad". Tras una primera visita, a finales de curso, el profesional confirmó el diagnóstico y le diseñó "un programa de rehabilitación" para empezar en septiembre. No hubo ocasión.

"Volví a Zaragoza medio muerto, con ideas suicidas y una depresión de caballo. Me aparté de la iglesia, de mis amigos, de todo y de todos. Mis padres me vieron tan mal que me pusieron Internet en mi cuarto, para distraerme. Ése fue su error y mi salvación". En la penumbra de su habitación, Fernando vio claro su futuro en la pantalla de su PC. "Me lancé a los chats y a las páginas de contactos homosexuales como un loco. Follé muchísimo, a salto de mata. Yo era gay y me gustaba. Entonces comencé a vivir". Tenía 22 años.

De tanto chatear, había generado una panda de amigos gays con los que empezó a frecuentar el ambiente de Zaragoza. Para entonces, Fernando ya había salido del armario, pero no había cambiado su vestuario de pupilo de internado: raya a tiralíneas, pantalones de tergal, camisa planchada. La segunda o tercera noche de parranda, sería a finales de agosto, acabaron en el Urano. Al pasar habían visto a un chaval muy pálido sentado en la barra.

JOSÉ Y FERNANDO

"Somos novios. Lo de 'pareja' es una fórmula políticamente correcta, por no decir homófoba, para dejar en la ambigüedad el sexo de tu compañero. Vivo con un tío hace tres años, ¿qué pasa? Es mi novio, mi amigo, mi amante, mi familia, y dentro de poco será mi marido".

Fernando sigue sin hacer concesiones a la galería. Está sentado con José en el salón de su ático madrileño. Hace casi cuatro años de aquella noche uranita. Después de aquel "primer flash", ambos recorrieron el camino inverso al de muchos de sus conocidos gays. Primero fueron amigos, luego se enamoraron, y sólo después de una declaración mutua en toda regla -"el 6 de febrero de 2002, por la tarde, en el Café Moderno de Zaragoza"- vino el sexo. Desde entonces no se han despegado.

"Fue un periodo de arrobamiento y pasión absoluta. Aprovechamos la estrechez de miras de mi colegio mayor. Estaba prohibido subir chicas a la habitación, pero podías invitar a amigos. Nuestro único trauma era no poder dormir juntos", dice José. Eso se acabó en septiembre, cuando decidieron romper sus puentes. Se fueron a vivir juntos. Los estudios, la familia, su mundo hasta entonces, pasaban a segundo plano. Su pasado clandestino era historia. Faltaba poco para que se fueran a Madrid con lo puesto a empezar una nueva vida.

Fernando ya había dado la campanada en su confortable piso de familia bien provinciana. "Soy homosexual", le espetó a su madre, sin más rodeos, cuando cogió fuerzas para dar la patada al ropero. "Me dijo que ya lo sabía. Yo creo que todas las madres lo saben, pero no quieren saberlo; igual que tú, que lo sabes, pero no quieres asumirlo. No hubo grandes dramas. Me dijeron eso de que lo importante es que fuera feliz. De hecho, mi madre se disgustó más cuando me teñí el pelo con mechas platino. No le importaba tanto que yo fuera homosexual como que pareciera una locaza".

José se tomó su tiempo. Con sus padres a cien kilómetros, tenía coartada. "Hasta que Fernando tiró de mí. ¿Por qué él podía llevarme a su casa y yo no? Cogí el coche y fui a casa de mis padres, mis hermanos y mis amigos con la noticia. Fue un fin de semana entero saliendo del armario". En su caso hubo división de opiniones. "Supongo que a mis padres no les hizo ilusión, pero me quieren demasiado para herirme. Fue peor lo de mis cuñados", relata, "algunos incluso les ocultan a sus hijos que su tío es gay. Estamos hablando de un pueblo. Una cosa es que les haga gracia Mauri, de Aquí no hay quien viva. Allí se ve al homosexual como una extravagancia urbana. Pero si está entre ellos, hay que tirarlo al pilón".

Les da igual. Desde que asumieron su orientación sexual y decidieron ejercerla en libertad, José y Fernando siguen una política de hechos consumados. Sobre todo Fernando. No le ha dado la vuelta a su vida en vano. Un cartel de "Apostasía" preside el salón de su casa. De preseminarista a apóstata en cuatro años. ¿Esquizofrenia? "En el fondo, siempre he sido un integrista", se ríe él, "antes de la religión, ahora del anticlericalismo y de la causa gay. Puedo parecer arrogante o exhibicionista, pero es que si te ven con miedo, te comen".

Así que cuando falleció su madre, hace año y medio, Fernando se colocó en primera fila del funeral, la de los dolientes, de la mano de José. "Toda la familia y todos los amigos tuvieron que darnos el pésame a los dos, exactamente igual que a mi hermana y su novio. Porque eso es lo que somos: novios hasta que podamos ser cónyuges".

Marido y marido, que nadie se confunda. "Somos dos tíos. En la calle, en la casa y en la cama. No nos repartimos ningún rol. No es que uno haga de hombre y otro de mujer. Ésa es la teoría de los homófobos, que no conciben que dos varones puedan ser una pareja completa. Somos dos hombres y los dos hacemos de todo en todas partes", aclara José. Fernando es, como siempre, más gráfico. "Se dice que los gays somos más activos sexualmente. Puede. ¿No dicen que a los machos de todas las especies les apetece el sexo más veces que a las hembras? Pues eso. No es que tengamos más contactos por ser homosexuales, sino porque los dos somos hombres. Si uno tiene ganas seis veces al día y el otro cuatro, igual coincidimos en tres ocasiones. Y las aprovechamos".

Juntos o por separado. Más o menos al año de vivir juntos, José y Fernando se plantearon abrir su pareja a la posibilidad de otras relaciones. "La sexualidad es parte de mi libertad, algo que nunca cedería en el consenso previo que implica la pareja", arguye José. Para ambos, la fidelidad sexual no sólo no es imprescindible, sino que constituye "un obstáculo" para el éxito y la longevidad de una pareja porque "se basa en la mentira". La coherencia de la tesis es impecable, pero ¿y los celos?

"Confieso que me rayé un poco al principio. Tenía miedo de perderle. Pero es inútil preocuparse por eso. No hace falta irte a la cama con nadie para ser infiel, José y yo nos enamoramos sin habernos tocado", dice Fernando. "Los celos no sirven de nada. Lo que tiene que ser, será", concluye José.

El pragmatismo juega un papel importante en su relación. Al principio tenían cuentas separadas, hasta que el continuo ir y venir de ingresos y gastos acabó con su paciencia. Ahora tienen un particular régimen de gananciales.

Viven por encima de sus posibilidades -una habitación-suite en un amplio ático en el centro de Madrid- a costa de compartir su casa con otras tres personas -dos varones gays y una chica heterosexual- en una especie de Aquí no hay quien viva cotidiano.

Fernando mantiene a José - que ha vuelto a estudiar después de aparcar derecho en Zaragoza- a base de empleos temporales, los últimos como portero de noche en un hostal y camarero de fin de semana en Cogam, el emblemático colectivo de gays y lesbianas de Madrid. "José es mi inversión de futuro", sostiene; "cuando acabe la carrera, será él quien trabaje en un empleo fijo y bien pagado, y yo podré dedicarme a trabajos más personales y creativos. Somos una pareja: hoy por ti y mañana por mí".

Puede que José tenga el despacho y el monovolumen con el que fantaseaba de adolescente. O no. Marido ya tiene. El suyo será un matrimonio por interés: "Para mí es como cualquier otro contrato. Con él, simplemente, busco el beneficio que pueda reportarle a mi familia, y mi familia es Fernando". Pero también, y sobre todo, será una boda por amor. Amor de hombre a hombre.

"Si tener ganas de estar con él, de tocarle, de mirarle, de hablar con él, si eso es estar enamorado, pues lo estamos. Pero sin ñoñeces, ¿vale?". Vale.

La pareja bailando en un local gay.ALBERTO PAREDES

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