Editorial:

La última estatua

Ayer, de madrugada, fue retirada la última estatua de Franco que quedaba en un espacio público de Madrid. La decisión ha sido tomada por el Ministerio de Fomento, en cumplimiento de una moción aprobada en noviembre pasado en el Parlamento, por la que se instaba a retirar de edificios y otros lugares públicos todos los símbolos franquistas. La estatua ha permanecido frente al complejo llamado Nuevos Ministerios durante 49 años. Iniciativas anteriores para retirarla no prosperaron por divergencias respecto a qué organismo debía asumir, como propietario, la responsabilidad de hacerlo. La oposició...

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Ayer, de madrugada, fue retirada la última estatua de Franco que quedaba en un espacio público de Madrid. La decisión ha sido tomada por el Ministerio de Fomento, en cumplimiento de una moción aprobada en noviembre pasado en el Parlamento, por la que se instaba a retirar de edificios y otros lugares públicos todos los símbolos franquistas. La estatua ha permanecido frente al complejo llamado Nuevos Ministerios durante 49 años. Iniciativas anteriores para retirarla no prosperaron por divergencias respecto a qué organismo debía asumir, como propietario, la responsabilidad de hacerlo. La oposición criticó la iniciativa por considerar que abría sin necesidad heridas históricas ya cerradas.

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Que los episodios históricos sean interpretables de distinta manera no permite ignorar o relativizar hechos como que Franco fue un general golpista que provocó una cruenta guerra civil y, tras su victoria, un gobernante dictatorial de extraordinaria crueldad. En Francia hubo unas 800 ejecuciones de colaboracionistas después de la victoria aliada. Tras la suya, Franco fusiló a no menos de 50.000 compatriotas. Cientos de miles de españoles emprendieron el camino del exilio o sufrieron prisión, o fueron depurados de sus empleos. La Ley de Responsabilidades Políticas, aprobada en 1939, podía aplicarse retroactivamente a todos los que habían apoyado a la República a partir de octubre de 1934. Franco es, sin duda, una figura histórica, como lo es Mussolini, por ejemplo, o Stalin, pero no es imaginable ver en un país democrático una estatua que recuerde y glorifique a éstos.

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En noviembre de 2002 el Congreso aprobó por unanimidad una declaración en la que se condenaba la represión de la dictadura. Se trataba de una iniciativa de la izquierda que asumió también el PP, partido entonces gobernante. Ese reconocimiento fue necesario: con independencia de la interpretación que cada cual tenga de la guerra, de la política de la República, de la revolución de Asturias, cientos de miles de españoles fueron asesinados, encarcelados o perseguidos injustamente a causa de sus ideas por el régimen fundado por Franco. El consenso entonces logrado en el Parlamento es un bien a preservar. No el olvido, sino la memoria compartida al menos en ese aspecto esencial. Pero quitar estatuas (o cambiar de nombre las calles y plazas que aún conservan el del dictador) es menos importante que saber quién fue y qué hizo.

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