Columna

Trucos y pesadumbres del artista

Tengo un amigo argentino que se llama Jorge Viera y vive en Londres. Debe de tener cuarenta y tantos años y hace por lo menos diez que le conozco. Escribe narrativa desde siempre, unas novelas que a mí me gustan mucho y que nadie le publica, por más que las mande a las editoriales y las presente a premios literarios. No lo entiendo, porque yo le considero un buen escritor, original y con un mundo propio, de manera que, a medida que va pasando el tiempo y nada ocurre, me voy desalentando. Pero, claro, si yo me desaliento, ¿cómo se sentirá él? A veces pienso que debe de haber por ahí centenares,...

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Tengo un amigo argentino que se llama Jorge Viera y vive en Londres. Debe de tener cuarenta y tantos años y hace por lo menos diez que le conozco. Escribe narrativa desde siempre, unas novelas que a mí me gustan mucho y que nadie le publica, por más que las mande a las editoriales y las presente a premios literarios. No lo entiendo, porque yo le considero un buen escritor, original y con un mundo propio, de manera que, a medida que va pasando el tiempo y nada ocurre, me voy desalentando. Pero, claro, si yo me desaliento, ¿cómo se sentirá él? A veces pienso que debe de haber por ahí centenares, miles de escritores y artistas semejantes, pintores, escultores, músicos, actores, gente que no consigue que el mundo exterior conecte con su mundo interior y que su creatividad tenga un reflejo público. Supongo que es una situación amarga y dura, porque además en esta vida todo parece estar orientado hacia el triunfo, es decir, hacia un paroxismo convencional del éxito y del fracaso, como si fuera de ese éxito estereotipado sólo existiera el llanto y el crujir de dientes. Y, así, hoy, para ser considerado un vencedor en la batalla de la vida, tienes que vender, tienes que salir en los papeles, tienes que ser famoso, cuando en realidad la fama es lo opuesto de la gloria y no es más que una pura basurilla mediática que te come las entrañas y te envilece el alma.

Pero volvamos a mi amigo. Que, para más pesadumbre, ya está dicho, es cuarentón. Y resalto esto porque, en torno a esa edad, todos los humanos solemos hacer balance y recuento de lo logrado. Es decir, solemos comparar lo que somos con aquello que soñamos ser en nuestra adolescencia, y en ese cómputo interior nos jugamos nuestra posibilidad real de ser felices, o al menos de no ser unos amargados. Ahora bien, el resultado depende más de cómo hacemos las cuentas que de las cuentas en sí. Es decir, depende de no dejarnos atrapar por esa dicotomía tirana del éxito y del fracaso. Nadie triunfa en todo en la vida, de la misma manera que nadie fracasa en todo. Mi amigo no ha conseguido publicar todavía, pero ha viajado, ha vivido, tiene gente que le quiere, le apasiona escribir. La mayor sabiduría a la que se puede aspirar en este mundo es la de saber vivir: perdonarse a uno mismo, disfrutar de lo que se tiene, ser consciente de la maravilla de estar vivo y perseverar en el propio camino, al margen de la presión y del ruido exterior. Todo esto suena muy bien, pero no es nada fácil de lograr, porque la existencia no es un maldito tratado de autoayuda, sino una vertiginosa y contradictoria confusión, un caos que escuece y duele.

Creo que ese balance de la madurez puede ser duro para todos, porque todos tenemos cosas que nos faltan: hijos, dinero, premios, cargos, amores, salud, lo que sea. Pero me da la sensación de que las personas con afanes artísticos aún lo pasan peor si no logran cierto reconocimiento exterior, porque su impulso creativo ya indica una necesidad especialmente aguda de ser vistos y escuchados por los demás. De hecho, hay tipos que hacen cosas increíbles para ser leídos, como ese ingeniero informático norteamericano llamado Michael Stadther, que ha vendido su empresa de software y, con el dinero obtenido, se ha dedicado a esconder por todo Estados Unidos doce alhajas auténticas con un valor total de un millón de dólares. Y esto lo ha hecho porque ha escrito un libro, una novela de hadas y aventuras, en donde se dan las claves para encontrar las joyas. El libro, que ninguna editorial le quiso publicar y que terminó editando él mismo el pasado mes de noviembre, se ha convertido, como es natural, en un best-seller, y sus lectores, en frenéticos cazadores del tesoro. Y hace un par de años también conocí a otro escritor norteamericano que, tras autoeditar su libro (un manual de superación psicológica), se compró él mismo toda la edición en tres días, de manera que colocó el título en las listas de superventas y así se las apañó para vender de verdad la segunda edición. Ya digo, la gente hace las cosas más alucinantes con tal de que la lean.

No sé si sugerirle a mi amigo alguna de estas medidas extremas. Aunque creo que prefiero aconsejarle coraje, serenidad y perseverancia para seguir siendo él mismo. Sé bien que es muy difícil, pero si, pese a todo, consigue seguir escribiendo y disfrutando de lo que escribe, logrará, además de unos libros hermosos, hacer también de su vida una obra de arte.

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