Entrevista:

Resplandor de Kubrick

"Poseía el láser de la cólera", dice Christiane Kubrick sobre su marido, Stanley, y habla aquí de la injusta fama de excéntrico que acompañó siempre al que fuera uno de los grandes directores del siglo XX. Un libro rescata imágenes inéditas de su inmenso archivo personal.

Señora Kubrick, su marido no sólo era venerado en calidad de genio, sino también por su fama legendaria de tipo raro, casi equiparable a la de Howard Hughes. La prensa británica lo ha descrito como un auténtico 'freak' que se liaba a tiros con la gente que hacía excursiones cerca de su casa y que paseaba en automóvil tocado con un casco de rugby como si tal cosa. ¿Realmente era una persona tan extraña?

No, eso no son más que disparates. Así es como algunos periodistas se vengaban de que no les concediera entrevistas. No quería hacerlas porque no se fiaba de ellos. Tenía miedo de ...

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Nadie conoció mejor al director Stanley Kubrick que su esposa, Christiane. Se conocieron en 1957, en el rodaje de Senderos de gloria. No se separaron hasta la muerte de Kubrick, en 1999. Ella recuerda así la vida junto a uno de los grandes maestros del cine del siglo XX.

Señora Kubrick, su marido no sólo era venerado en calidad de genio, sino también por su fama legendaria de tipo raro, casi equiparable a la de Howard Hughes. La prensa británica lo ha descrito como un auténtico 'freak' que se liaba a tiros con la gente que hacía excursiones cerca de su casa y que paseaba en automóvil tocado con un casco de rugby como si tal cosa. ¿Realmente era una persona tan extraña?

No, eso no son más que disparates. Así es como algunos periodistas se vengaban de que no les concediera entrevistas. No quería hacerlas porque no se fiaba de ellos. Tenía miedo de acabar quedando como un completo idiota. Perseveró demasiado en su aislamiento y al final le salió el tiro por la culata.

¿Era capaz de reírse de la fama que tenía?

Cuando estaba de buen humor se reía de las invenciones de la prensa. Pero en los días malos todo eso le irritaba sobremanera. Sobre todo le acabó dando muchos quebraderos de cabeza aquel sosia que a principios de los años noventa se hacía pasar por Stanley Kubrick y seducía a muchachos. Aquel tipo se salía con la suya sólo porque nadie sabía qué aspecto tenía Stanley. Al final de su vida mi marido quiso rectificar la imagen que la gente tenía de él y acabar con todas esas chorradas que circulaban por ahí. Le pidió a su amigo, el escritor Michael Herr, que escribiera un libro sobre él [se publicó en 2000]. Desgraciadamente, Stanley no vivió lo suficiente para ver cumplidos sus deseos.

Pero ahora es posible hacerse una idea más precisa de cómo era Kubrick gracias a una exposición que se inauguró hace unas semanas en Berlín y a la edición de un volumen de lujo, de la editorial Taschen, dedicado a su persona. Michael Herr escribió, entre otras cosas, que la formación escolar de su marido fue más bien modesta.

Fue penosa. No soportaba la escuela. Creo que se debía a que no se sentía nada a gusto siendo un niño. Le parecía algo molesto e indigno. Ése es el motivo por el que se marchó muy pronto de casa, se casó a los 19 años y comenzó a representar el papel de adulto. Cuando le conocí tenía 28 años y todavía odiaba ser el benjamín dondequiera que estuviese, como, por ejemplo, en el set de Espartaco. Empleaba la ropa para desmarcarse de la gente de su edad; siempre llevaba camisa blanca, corbata y chaqueta. Peter Ustinov comentó muy certeramente en una ocasión: "Stanley es un hombre que jamás ha sido joven y que jamás parecerá viejo".

Dicen que su marido rara vez se compraba ropa nueva, y, en caso de hacerlo, eran siempre prendas muy baratas, como ocurrió con ocasión de la boda de su hija mayor, a la que acudió con un traje de 85 libras de la cadena Marks & Spencer, que combinó con unos zapatos de pésima calidad.

No se daba cuenta del aspecto que tenía, de que llevaba la ropa sucia y arrugada. Pero mi hija se echó a llorar cuando le dijo que pensaba ir a la boda con sus trapos de siempre. Por eso se compró el traje. Bueno, es un decir, en realidad mandó a Emilio, el chófer, a Marks & Spencer. Stanley se sentía ridículo enfundado en su nueva adquisición y exclamó: "¡No quiero oír el menor comentario!". A mí el traje me parecía muy bonito. Sólo que él era incapaz de moverse como es debido vestido así.

A lo largo de su quehacer cinematográfico su marido hizo gala de una verdadera fiebre coleccionista, llegando a crear archivos inmensos. Unas veces se rumoreaba que eran 10 y otras veces 100 las habitaciones de Childwickbury Manor, su finca próxima a Londres, destinadas a almacenar textos y ficheros. ¿Qué hay de cierto en todo ello?

No se lo puedo decir. Cuando nos mudamos aquí nos olvidamos de contar las habitaciones, despensas y cobertizos. El problema de Stanley era que lo guardaba todo. Se pasó la vida haciendo propósito de acabar con aquel caos. Llenó establos y sótanos enteros con sus cosas. Guardaba el correo en sacos con intención de leerlo más adelante. Pero lo que hacía más adelante era colocar otras cosas sobre esos sacos, con lo que terminaban convirtiéndose en muebles. En una palabra: en nuestro caso, el problema no era la aguja, sino los muchos pajares.

Pero llegó a idear sistemas realmente ingeniosos para ordenar sus cosas. ¿No sirvieron de nada?

Digámoslo así: el orden era su gran anhelo, igual que a muchas personas les hubiera gustado tener alas. Para las cuestiones financieras y artísticas era muy claro y esmerado. Pero cuando se trataba de saber dónde demonios estaba su otro zapato: ¡era absolutamente incapaz!

¿Cómo se explica usted esa fiebre coleccionista y la minuciosidad con que se enfrascaba en cada tema cinematográfico?

Su pasión era sacar el máximo de cada tema. Su lema era: "Si no estás enamorado del asunto, déjalo. Ya hay demasiadas películas mediocres". No sabía lo que era aburrirse. Por eso se encolerizaba en cuanto notaba que alguien no se concentraba al cien por cien en lo que estaba haciendo, y, por ejemplo, se ponía a mirar por la ventana. "Either you care or you don't" [o te importa o no], les decía.

¿Y levantaba la voz?

No, pero tenía una mirada terrible. Era cuestión de segundos: se limitaba a alzar brevemente la vista. Poseía el láser de la cólera. A muchos les daba miedo. Pero, y eso es lo que me gustaba de él, esa desaprobación duraba sólo unos instantes.

¿Por qué su marido llegó a entusiasmarse con la figura de Napoleón hasta el extremo de encargar 18.000 ilustraciones y organizar ficheros con objeto de recopilar información sobre todos y cada uno de los días de la vida del emperador francés como material para una película que nunca se rodó?

Le fascinaban las hábiles dotes organizativas de Napoleón, sus inteligentes preparativos, la elección de los generales y oficiales, las jugadas de ajedrez del emperador. Para él, la vida de aquel hombre reflejaba a la perfección las cuestiones fundamentales de nuestra existencia. El hecho de que incluso una persona que había llegado a alcanzar éxitos tan inconcebibles y que tenía un talento tan inmenso se fuera a pique arrastrada por su propia vanidad: Napoleón fracasó porque en un par de ocasiones sus emociones fueron más fuertes que su razón. Quizá ése sea el denominador común de todas las películas de Kubrick: hablan de que, como seres humanos que somos, estamos determinados por nuestros sentimientos, y no por nuestra formación, nuestro talento o inteligencia. Cuando nos enfrentamos a cosas realmente importantes, la emoción nos arrastra y entonces todo se va al garete.

¿Qué era lo que le ponía furioso?

Sentía una gran aversión a la vanidad. Le sacaba de quicio escuchar frases pomposas y estúpidas.

Sin embargo, se dedicaba al negocio más vano del mundo. ¿No le parece paradójico?

En realidad siempre se mantuvo todo lo alejado que pudo de este negocio y de este mundillo. No le gustaban las fiestas. De pequeño tampoco tuvo ocasión de acostumbrarse a la vida social. Sus padres nunca invitaban a nadie ni daban fiestas. Así que, más adelante, cuando se veía obligado a acudir a una celebración se convertía en un niño que no quiere ir a una fiesta de cumpleaños de otro niño porque le da miedo. Mientras se dejaba meter en el coche exclamaba: "¿Por qué lo hago? ¡Si en realidad lo odio!". Una vez allí, casi siempre acababa refugiándose en la cocina. Pero no le servía de nada: a menudo la mayoría de los invitados acababan también en la cocina. Y para su sorpresa, normalmente se lo pasaba la mar de bien.

En una foto famosa tomada durante el rodaje de 'Barry Lyndon' se ve a su marido furioso, sentado junto a Ryan O'Neal, que, tras una noche bastante movidita, está inhalando oxígeno con una mascarilla. ¿Detestaba los excesos de los actores?

Le parecía algo espantoso. Por eso tiene esa cara en la foto. O'Neal no se sentía bien, tenía una resaca terrible, y eso con un equipo de 40 o 50 personas. El propio Stanley no bebía alcohol y no le gustaba que los actores llegaran al plató sin haber preparado nada y con el texto sin aprender, pero en el fondo los admiraba mucho y se tomaba más tiempo para trabajar con ellos que cualquier otro director. Disfrutó trabajando con gente profesional como Nicole Kidman, Jack Nicholson o Tom Cruise. Y ellos tampoco se han quejado nunca del trato que él les dispensó.

Quizá cuando más lejos llegó la cosa fue con Kirk Douglas durante el rodaje de 'Espartaco'. Douglas dijo que su marido era "un trozo de mierda con mucho talento".

En realidad, el asunto no fue tan grave. Eran explosiones temperamentales. En cierto modo, los dos eran parecidos, por eso se estuvieron peleando sin cesar por cualquier cosa y el enfrentamiento subió rápidamente de tono. Intenso, pero breve. Lo que ocurre es que después se hizo un mundo de todo aquello.

¿Llegaron a reconciliarse?

No hubo oportunidad. Nunca volvieron a verse. Pero después de la muerte de Stanley me encontré a Kirk Douglas en un hotel berlinés y mantuvimos una conversación muy agradable sobre los viejos tiempos, sobre su trabajo en Senderos de gloria, cuando los dos estábamos de rodaje en Múnich y yo conocí a Stanley.

En una bella fotografía de la época del rodaje de 'Lolita', su marido parece comerse con los ojos a Sue Lyon, la intérprete del personaje protagonista. ¿Llegó usted a sentir celos en alguna ocasión?

Nunca me dio motivos para ello. Me habría entristecido mucho si hubiese ocurrido lo contrario. Por lo demás, fui yo quien hizo esa foto de Lolita y quien les pidió que posaran así.

Su marido se planteó muy pronto rodar la versión cinematográfica de 'Traumnovelle', de Schnitzler, sobre las fantasías sexuales de un matrimonio. ¿Por qué le desaconsejó por aquel entonces que acometiera este tema que quedó postergado hasta la realización de la que sería su última película, 'Eyes wide shut'?

Fue debido a mi propia inmadurez. El tema me parecía inapropiado. Mi madre era una alemana de Hamburgo y me había enseñado a no hablar de esas cosas. Y mucho menos en detalle. Así que cuando llegué a Estados Unidos hacia finales de los cincuenta, me quedé escandalizada al ver la desenvoltura con la que la gente hablaba de sus conversaciones con el psiquiatra. Eso era algo absolutamente inconcebible en la Alemania de aquel entonces. Me resultaba terriblemente embarazoso.

Las películas de su marido son famosas por la imagen pesimista que ofrece del género humano. Él mismo dijo una vez que probablemente la persona más capacitada para percibir el verdadero estado en que se encuentra sumido el mundo sea un esquizofrénico paranoide. ¿Alguna vez sus películas le han hecho sentir miedo?

Vivíamos formas de espiritualidad muy diferentes. Aunque él no era religioso y 2001 supone en realidad un grito agnóstico ante un dios enojado que ha dejado al ser humano abandonado a su suerte, lo cierto es que se notaba que había recibido una educación judía: por ejemplo, siempre miraba con reproche al cielo cuando se enojaba por algo. Y además era supersticioso: no quería a nadie vestido de negro a su alrededor y nadie podía abrir un paraguas dentro de su habitación. Pero, a pesar de su rechazo a toda forma de religión, en una ocasión encendió una vela en Notre Dame por su equipo de béisbol, los Cincinnati Reds. Sonrió irónicamente y dijo: "¡Nunca se sabe!".

¿Es cierto que su marido sentía antipatía por los médicos y creía incluso que no había nadie más capacitado que él para curar sus dolencias cardiacas?

Era un típico hijo de médico. Creía que sabía mucho, pero también era muy miedoso y tenía terror a los especialistas. Mantenía conversaciones telefónicas sobre aspectos técnicos médicos, sobre todo con su amigo John Calley, el antiguo jefe de Sony Pictures Entertainment. A menudo terminaban con un intercambio recíproco de pastillas: ¡era espantoso! Pero no se limitaba a desconfiar de su médico, sino de todos los médicos, también de los de sus hijos. En realidad tenía unos conocimientos superficiales en la materia, que podían llegar a ser realmente mortíferos.

¿Cuáles eran las diversiones de Kubrick en su vida privada?

Le gustaba estar con su familia. Con nuestros animales. Y ver retransmisiones deportivas en televisión. Pedía que le enviaran los partidos de la liga de rugby desde Estados Unidos, y durante los torneos de Wimbledon en casa no se hacía otra cosa que seguir la competición. En una ocasión, tras contemplar un partido de Boris Becker contra John McEnroe, comentó: "Ninguna película logrará jamás ponerme en semejante estado de excitación".

¿Le interesaban los acontecimientos de la política internacional, de los que se burló a mediados de los sesenta con la película 'El doctor Strangelove o cómo aprendí a dejar de preocuparme y a amar la bomba'?

Sí, echo mucho de menos sus constantes comentarios mientras veíamos los informativos de la noche. Había acontecimientos que le parecían horribles, como la primera guerra del Golfo, pero al tiempo se sentía fascinado. Se sentaba entusiasmado delante del televisor provisto de un mapa y a la vez se sentía avergonzado de lo que estaba haciendo. Ese hombre que sacaba de la bañera a un escarabajo a punto de ahogarse y que daba de comer a sus gatitos con la cuchara, se frotaba las manos antes de que comenzara la batalla y exclamaba: "¡Qué fantástica sesión de tele!".

¿Qué opinión cree que le merecería la actual política norteamericana?

La estupidez y la crueldad con que se ha recurrido a la invención de la existencia de armas de destrucción masiva para invadir Irak le habría hecho subirse por las paredes y además habría confirmado una de sus sentencias favoritas sobre su trabajo: el cine sólo puede subestimar la realidad, exagerarla es imposible. En una ocasión definió la testarudez del puritanismo estadounidense en los siguientes términos: es "el temor corrosivo a que alguien en algún sitio pueda estar siendo feliz".

¿Cómo reaccionó él cuando se enteró de que usted es sobrina del realizador de películas de propaganda nazi Veit Harlan?

Sentía curiosidad. Desde el principio hablamos mucho sobre la época nazi. No hay que olvidar que mi familia era un fiel reflejo a pequeña escala del entramado que en aquel entonces componía la sociedad alemana: la hermanastra de mi madre era judía, mi tío era el director de El judío Süss. Hablábamos de cómo se había podido llegar a semejante catástrofe. Realmente es el máximo sufrimiento que el ser humano ha infligido nunca a sus congéneres, y, naturalmente, el hecho de que precisamente mi tío hubiera colaborado como bufón en todo eso era espantoso. De niña, Veit Harlan me caía bien, era un tío estupendo. En mis tiempos de estudiante vi todos los documentos fílmicos sobre campos de concentración que existían, entonces se podían ver en el cine, era una auténtica prueba de valor. Después uno se pasaba una semana sin dormir de puro espanto.

¿Por qué su marido nunca hizo realidad sus proyectos de rodar una película sobre la época del nazismo?

Por un lado, quería hacer una sobre la vida cotidiana dentro del mundo del espectáculo tomando como referencia una familia como la mía. Mantuvo largas conversaciones con Kristina Söderbaum, la mujer de mi tío, pero al final sacó poco en claro. Tampoco se le ocurría una historia de ficción. Más tarde quiso llevar al cine la novela de Louis Begley, Mentiras en tiempos de guerra, pero se cruzó en su camino La lista de Schindler, de Steven Spielberg.

Dicen que su marido comentó que 'La lista de Schindler' le parecía una película demasiado optimista.

La película le impresionó mucho. Pero a él personalmente no le interesaba hablar de los pocos judíos que lograron salvarse, sino de los muchos que fueron asesinados bestialmente. De aquellos que fueron eliminados sistemáticamente o torturados literalmente con las propias manos hasta la muerte. A uno le entran temblores cuando lee estos relatos. Stanley quería hacer una película que mostrara la verdad. Pero es probable que la verdad no se pueda mostrar nunca. Porque no se puede pedir a los actores que se sumerjan en una realidad semejante, ni tampoco a los espectadores.

Su marido murió hace ya casi seis años. ¿Con qué frecuencia visita su tumba?

No a diario, pero sí a menudo. Está enterrado aquí, en nuestra propiedad, en un lugar que le gustaba mucho y en el que se sentaba a menudo. No pertenecía a ninguna iglesia ni a ningún templo, y le horrorizaban los cementerios. La tumba está decorada con una gran piedra.

¿No está prohibido en Gran Bretaña enterrar a una persona en el jardín de casa?

En principio, sí. Por eso nos sentimos muy afortunados por haber obtenido el permiso de las autoridades. La última persona para la que hicieron una excepción semejante en la zona fue George Bernard Shaw.

Su marido amuebló las dependencias de su finca con piezas de atrezo de sus propias películas. ¿Ha tirado algunas de estas piezas después de su muerte?

He reorganizado mi dormitorio y me he comprado una cama nueva. Pero todavía conservamos el resto. Por ejemplo, en la cocina está la gran mesa de madera de El resplandor sobre la que Jack Nicholson escribía a máquina una y otra vez: "No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy".

¿Y emplea el hacha asesina de esa película de terror como utensilio de cocina?

No, está colgada en la pared de uno de nuestros antiguos establos, junto a las hachas para los bomberos. Es una pequeña broma.

Es evidente que está usted muy interesada en que se tenga una imagen de su marido más acorde con la realidad. Pero, ¿no es cierto que el ejemplo de Howard Hughes, el otro artista misterioso del siglo XX, demuestra que hasta hoy las leyendas de personajes grandiosos y misteriosos han sido siempre las que han fascinado al público?

Sólo lucho contra las historias falsas que tratan de mostrar a mi marido como un monstruo. Y le diré que él, el gran hombre misterioso, no era capaz de guardar ni un solo secreto. Ni durante un segundo. Lo contaba todo y al final siempre suplicaba: "Pero, por favor, ¡no se lo digas a nadie!".

'Los archivos de Stanley Kubrick', de Alison Castle, editorial Taschen; un libro en dos partes: su obra e imágenes inéditas de su archivo personal. Con estos fondos, la nueva FNAC de Parquesur (Leganés, Madrid) organiza una muestra del 10 de mayo al 30 de junio. Además, 'Stanley Kubrick, Retrospektive' se puede visitar hasta el 11 de abril en Berlín (Martin-Gropius Bau).

Kubrick da indicaciones sobre el personaje de Humbert (interpretado por James Mason) en el rodaje de 'Lolita', en 1962.

El director exquisito Por Vicente Molina Foix

Stanley Kubrick controlaba cada mínimo detalle de sus películas. También los doblajes en cada país donde éstas se proyectaban. El autor de estas líneas se encargó del de algunas de ellas en España y así conoció, trabajó, intimó y entrevistó al famoso y genial director norteamericano.

Mi trato personal y profesional de más de veinte años con Stanley Kubrick lo debo a Carlos Saura, quien en 1976 se puso en contacto conmigo, residente en Inglaterra desde comienzos de la década, preguntándome si estaría dispuesto a traducir los diálogos de La naranja mecánica para su diferido estreno en condiciones normales en España. Esta película de 1971 había sido antes semiprohibida por la censura franquista, relegándola a los entonces llamados cines de arte y ensayo (pocos y sólo en grandes capitales), donde se exhibió en una versión original con subtítulos confeccionados por la productora, sin supervisión alguna del director.

Ahora bien, entre 1971 y 1975, fecha de producción de su siguiente obra, Barry Lyndon, Kubrick había conseguido uno de los muchos privilegios que marcan de manera incomparable su trayectoria de perfeccionista exigente tolerado -en función de su inmenso tirón en las taquillas del mundo- por los magnates de Hollywood. El privilegio que aquí nos concierne fue la imposición a la Warner Brothers de que sus películas fueran traducidas en cada lengua de exhibición mundial por escritores o traductores literarios, y, en los países donde el doblaje era indispensable, la dirección del mismo se encomendase a un cineasta de prestigio que el propio Kubrick elegiría.

Kubrick era un admirador de Saura, de quien un día había descubierto en televisión, ya empezada, Peppermint frappé; la vio hasta el final, consiguió después las cintas de otras obras del cineasta español (su predilecta era Cría cuervos), y en 1975 le pidió dirigir el doblaje de Barry Lyndon. Pero así como Saura aceptó en ese caso el texto traducido que le facilitaron, al llegar el momento de trabajar en el doblaje de La naranja mecánica, él, siguiendo principalmente el criterio de su entonces mujer Geraldine Chaplin, rechazó por deficiente la traducción de los diálogos, realizada, según parece, en alguna oficina de los estudios norteamericanos. Como es sabido, La naranja mecánica es una fiel adaptación de la novela homónima de Anthony Burgess, en la que el escritor inglés creó para el protagonista Alex y sus tres drugos (amigos) una lengua o jerga peculiar, el nadsat, compuesta a partir de ciertas raíces del idioma ruso y muy rica en palabras de sonante onomatopeya.

Acepté naturalmente el ofrecimiento vía Saura, y, viviendo yo en Londres, la conexión quedó inmediatamente establecida con la oficina de Kubrick, desde la que, una vez enviado el guión de la película, se me propuso ir cotejando los diálogos con los fotogramas respectivos en una moviola. Lo que no esperaba, al acabar mi primera jornada de trabajo en la pequeña sala de una mansión situada en las afueras de Londres, era ver al propio Kubrick deambulando por allí, abierto a la conversación y curioso de saber cómo traduciría yo, por ejemplo, el gulliver (la cabeza) del nadsat original al español ("quijotera" fue mi solución). En los días siguientes volví a ver, casi siempre de pasada, al director norteamericano, hasta que uno de sus ayudantes me explicó que era lo más normal, puesto que la mansión donde estaban las oficinas, las salas de montaje y proyección, el taller y algo que parecía un almacén -más que museo- de fotos, latas de película y restos de antiguos decorados cinematográficos, era la casa donde Stanley vivía con su familia y varios perros tan ladradores como zalameros.

Seguí traduciendo los diálogos, tanto para el doblaje como para el subtitulado, de todas las películas posteriores de Kubrick, incluyendo los de la anterior Senderos de gloria (1957), que, prohibida hasta la década de los ochenta por su feroz antimilitarismo (y no sólo en España, sino también, largo tiempo, en Francia, donde sucede la acción durante la Primera Guerra Mundial), Kubrick rescató e hizo suya, aplicándole así el ya habitual tratamiento de mimo en calidad de copia, doblaje antirrutinario y escrupulosa fidelidad a los diálogos, abundantísimos por cierto en esa excelente película. Senderos de gloria y La chaqueta metálica (1987) tuvieron como directores de doblaje a Mario Camus y Jaime de Armiñán, volviendo Saura a ese cometido en El resplandor y Eyes wide shut; pero todas ellas contaron con la supervisión directa y constante de Kubrick en los más nimios detalles lingüísticos o vocales (el director se hacía enviar previamente pruebas de voz de diferentes actores para cada uno de los papeles del filme, y sobre ellas elegía él mismo; así, la voz de Verónica Forqué, que a muchos espectadores españoles les desconcierta en El resplandor, fue decidida sin ninguna duda por Kubrick, sabiendo que ella era una actriz muy conocida y en función, naturalmente, del peculiarísimo timbre de Shelley Duvall, a quien Forqué dobla muy bien).

En el interesante libro Kubrick, que escribió en el año 2000, Michael Herr, periodista americano autor de unas legendarias crónicas sobre la guerra de Vietnam, recopiladas después bajo el título de Despachos de guerra, y, en función de ese libro (editado en castellano por Anagrama), narrador de Coppola en Apocalypse now y coguionista de Kubrick en La chaqueta metálica, se lee lo siguiente: "Dicen que [Kubrick] no tenía vida personal, pero eso es ridículo. Sería más correcto decir que no tenía vida profesional, pues todo lo que hacía lo hacía personalmente; cada movimiento y cada llamada que hacía, cada impulso que expresaba, era totalmente personal, dedicado a la elaboración de sus películas, que eran todas personales" (cito por la traducción de Damián Alou, publicada también por Anagrama).

Aunque algunos de esos trabajos de traducción posteriores a La naranja mecánica los hice desde España, una vez reinstalado en Madrid, tuve la fortuna de vivir una semana en la casa de Kubrick en Childwickbury Manor, al norte de Londres, durante el verano de 1980, y de poder comprobar qué acertada habría de ser la afirmación de Herr respecto a la indistinguible mezcla kubrickiana de lo personal y lo profesional.

Acababa de terminar El resplandor, y, por alguna razón que desconozco, la versión española fue la primera en empezar a prepararse minuciosamente; en el aeropuerto de Heathrow me recogió un coche que, sin pasar por el hotel cercano, me llevó directamente a la mansión de Kubrick, donde, dejando la maleta en un rincón, me senté a ver en pantalla una copia de la película sin títulos de crédito y a falta, me advirtieron, de los últimos retoques en la banda sonora. Al acabar, y una vez encendidas las luces de la sala, Kubrick estaba de pie junto a la puerta, solo y callado. Me acerqué hasta él, le di la mano, farfullé palabras de elogio al filme (para mí, una absoluta obra maestra), pero me di cuenta de que eso no bastaba.

Kubrick me preguntó si no me importaría bajar a almorzar con él en la cocina, y una vez sentados allí, entre la expectación pronto disipada de los perros, reyes de la planta baja, me fue sometiendo de manera educada pero acuciante a un interrogatorio sobre la película. Sólo esa noche, cuando su ayudante Leon Vitali me acompañó hasta el hotel, al final de la primera jornada de trabajo, entendí que el delicado apremio de Kubrick no tenía que ver con el supuesto valor de mi opinión; era, sencillamente, la muy comprensible curiosidad que todo artista, por grande y reconocido que sea, siente por saber cómo se recibe de entrada su obra. Y yo había sido, fuera de su equipo de realización, el primer espectador absoluto de El resplandor.

En esa semana del verano de 1980 tuve numerosas oportunidades de conversar de política con Kubrick (le interesaba la cambiante situación española, y seguía pensando en la buena película sobre la Guerra Civil que se podría sacar del Homenaje a Cataluña, de Orwell), de cotillear un poco sobre algunos directores españoles que le intrigaban, de jugar con la maqueta del laberinto de El resplandor que Kubrick conservaba en su despacho, llegando incluso a ganarme la confianza del perro más arisco de la casa. Conocí también a dos de las hijas del director y a su mujer, Christiane, actriz alemana que había interpretado el único papel femenino de Senderos de gloria y se casó con Kubrick poco después del rodaje. Reacio a las entrevistas, tuvo la gentileza de concederme una extensa, que se publicó en su día entre el suplemento Artes de este periódico (una parte) y la revista Fotogramas (la otra), apareciendo también en revistas de Francia, Italia e Inglaterra, hasta ser recogida ahora en el libro antológico de la editorial Taschen.

También hubo trato cordial con su cuñado Jan Harlan (hermano de Christiane), quien trabajó siempre junto al cineasta y a su muerte ha seguido ocupándose de su legado cinematográfico; Harlan es autor del excelente documental póstumo Stanley Kubrick, una vida en imágenes, donde se mezclan testimonios de colaboradores y actores de sus películas y muchas deliciosas filmaciones caseras de la infancia y la última madurez del director de 2001.

En abril de 1999, pocas semanas después de su muerte, un grupo de personas entre las que estaban Patrice Chéreau (que dirigiría el doblaje francés), los traductores italiano y alemán y yo mismo, vimos en una estupenda pantalla casera instalada en la cocina de la mansión de Childwickbury Manor el definitivamente último kubrick, Eyes wide shut, también en este caso sin la música completa ni los títulos de crédito. Nuestra anfitriona fue Christiane, entristecida pero entera a lo largo del medio día que pasamos allí tras la proyección, almorzando todos y visitando con ella el jardín donde, por una concesión muy especial del Ayuntamiento local, Stanley había sido enterrado junto a una pequeña arboleda. El ambiente de la jornada volvió a recordarme la absoluta falta de pretensión que caracterizaba la personalidad de Kubrick y su mundo, íntimo, artesanal y obsesivamente detallista, pese a moverse él en un contexto de grandes millonadas, grandes estrellas difíciles (las borracheras de Nicholson en el rodaje de El resplandor llegaron a soliviantar en una ocasión la suavidad paciente del director) y grandes estudios interesados en ventas al por mayor.

Viendo meses más tarde Eyes wide shut ya del todo finalizada y doblada al español, recordé lo que el director Gianni Amelio contó en el número de homenaje póstumo de Cahiers du Cinéma a Kubrick; hablando un día en los años ochenta con Fellini, éste le manifestó que sentía una gran envidia por el director americano, y, ante la extrañeza de Amelio, dijo el autor de 8 y medio: "Kubrick puede contar todas las historias que quiera sin por ello dejar de contarse a sí mismo. Yo, por el contrario, estoy condenado a una suerte de eterna autobiografía". Al cumplirse seis años de la muerte de Stanley Kubrick, la posibilidad de revisitar las ficciones de su extraordinaria obra fílmica ofrece también la oportunidad de vislumbrar algo que es más privado y revelador: la indoblegable voluntad del poeta que supo hacer un exquisito y elocuente verso libre sin salirse nunca de la prosa del cine.

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