Columna

Sexo de colegio

Una vez al mes tengo la costumbre de ver la televisión durante un par de horas, repartidas entre los horarios matinal, vespertino y nocturno, con el fin de asomarme a ver cómo va el mundo, o ese mundo, quizá hoy más indicativo del resto que ningún otro. No es que no la vea además en otras ocasiones, incluso algún programa que otro entero (sin contar esas maravillas tituladas Los Soprano y -ridícula e infielmente, cuando se puso- Hermanos de sangre, que hay que mirar con atención plena, como cuando se iba al cine en pasados tiempos): a diferencia de muchos escritores, no tengo nada en contra, s...

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Una vez al mes tengo la costumbre de ver la televisión durante un par de horas, repartidas entre los horarios matinal, vespertino y nocturno, con el fin de asomarme a ver cómo va el mundo, o ese mundo, quizá hoy más indicativo del resto que ningún otro. No es que no la vea además en otras ocasiones, incluso algún programa que otro entero (sin contar esas maravillas tituladas Los Soprano y -ridícula e infielmente, cuando se puso- Hermanos de sangre, que hay que mirar con atención plena, como cuando se iba al cine en pasados tiempos): a diferencia de muchos escritores, no tengo nada en contra, sino mucho a favor de ella. Pero esas dos horas mensuales equivalen a hacer los deberes. Mi método es el siguiente: efectúo un recorrido por las principales seis cadenas, y, pongan lo que pongan en ellas, me quedo unos diez minutos en cada una, obligándome a ver lo que el azar me depare en ese rato. De modo que no tengo una idea cabal de casi nada, pero sí una aproximada y lateral del conjunto.

La mayoría de los programas parecen malos o muy malos e increíblemente repetitivos, como lo son esas series españolas de descomunal éxito que no se diferencian en nada -pero es que en nada, salvo en la moda que los personajes visten- de las antiguas películas chabacanas de Pedro Lazaga y sentimentalonas de Pedro Masó, de las palurdas de Paco Martínez Soria y de las "salidas" del peor Alfredo Landa, un buen actor que perdió en ellas media carrera, como López Vázquez, Pajares y tantos otros, y hoy Antonio Resines. Pero lo que más me llama la atención, desde hace ya bastantes meses si no años, es lo mucho que en la televisión nacional se habla de sexo, y de la manera más zafia, con frecuentes incursiones escatológicas si el programa viene de Cataluña o Levante (lo siento, pero por algo será que en los belenes de ambas zonas haya una figura imprescindible llamada el caganer, nada menos). De sexo y prácticas sexuales se habla, abierta o alusivamente, a cualquier hora del día y en todo tipo de emisiones, desde las susodichas españoladas de enorme éxito hasta las elefantiásicas sesiones de Rosa Teresa Campo de Quintana, Senovilla de Siñeriz y demás supuestas "grandes damas" del medio, como las suele llamar la prensa más rancia. No hace falta decir cuán obsesiva se hace la charla en los espacios tardíos.

No es que me escandalice eso, y es más, casi nada de lo que hace las delicias de las presentadoras -y es de suponer que de los espectadores- me acaba de pillar muy de sorpresa. Pero no acabo de entender el fenómeno, porque hablar de sexo es una de las cosas más tediosas y menos variadas que puedan imaginarse … excepto si uno está por estrenarse. Y en mi último repaso caí en la cuenta. ¿De qué me suena a mí esto?, anduve pensando un rato. Porque lo cierto es que me sonaba algo. ¿A qué me suenan a mí esta clase de conversaciones? Me quedaba mis diez minutos en una cadena y en ella había una señora francesa con permanente cara de asco y cuello como de gargantilla negra perpetua (no la llevaba), soltando chorradas y banalidades de patio de colegio con aire de suficiencia. En otra salía un "sexólogo" engolado y feísimo con pose de estar de vuelta de todo y pinta de haber carecido de billete de ida, siempre, hacia sexo alguno. O una de esas "grandes damas" del rijo ponía cara de picardía y disertaba un rato, con medias pero transparentes palabras, sobre el tamaño de unos cuantos miembros viriles televisivos. O una jauría de periodistas de exploración preguntaba detalles de confesor a alguna moza que presumía de haberse pasado por la piedra a la mitad de la población taurina, qué sé yo, o futbolística. O una "sexóloga" pizpireta respondía con artificial sans-façon a las soeces preguntas de cabestros, normalmente. ¿A qué me suena a mí esto?, pensaba. En realidad ya lo he dicho: al patio del colegio, exactamente.

Es la única época de mi vida y de la de mis conocidos en la que, en vez de practicar el sexo, que es lo que tiene gracia, se hablaba de él monotemáticamente. Esto es, cuando los chicos aún no lo conocíamos, más o menos entre los doce y los quince años. Corrían variadas leyendas, y me vienen a la memoria frases sueltas de entonces: "Con una mujer da siete veces más gusto que una paja", aseguraba con extravagante precisión el que presumía de haber ya probado, en el veraneo promiscuo o con una puta. "Si le lames la oreja a la tía, no es capaz de resistirse", aventuraba otro. "Lo mejor, por lo visto, es que en el culmen te pasen por la espina dorsal una uña", apuntaba un tercero. "Y aún mejor en el agua". Ese era el vocabulario. Que ahora se mencionen en las pantallas vibradores, sodomizaciones, bolas chinas y fustazos no cambia lo esencial del asunto: sólo hablan interminablemente de sexo quienes lo conocen poco o nada. No sé si es un síntoma más de la puerilización general o si, en contra de lo que se cree, gran parte de la población española todavía es virgen o casi. De ser lo segundo, la Iglesia Católica y su asustadizo Rouco, de los que hablé hace una semana, deberían dormir más tranquilos y ahorrarse su berrinche diario.

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