Columna

La amiga de Junior

No es tan gorda como él, pero lleva gafas, hierros en los dientes, tiene el pelo muy rizado y se muerde las uñas. Se mudó al edificio hace poco, y desde entonces, Junior se la encuentra casi todas las mañanas a las nueve menos cuarto, aunque ella tarda más en volver, porque va a un colegio concertado, de monjas, y por eso lleva ese uniforme tan feo, con una falda a cuadros marrón y azul marino y la blusa saliéndose por debajo de un jersey que hace bolitas. No parece muy simpática, o a lo mejor es que está siempre cansada. Eso pensaba Junior cada tarde, mientras la veía arrastrar las suelas de ...

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No es tan gorda como él, pero lleva gafas, hierros en los dientes, tiene el pelo muy rizado y se muerde las uñas. Se mudó al edificio hace poco, y desde entonces, Junior se la encuentra casi todas las mañanas a las nueve menos cuarto, aunque ella tarda más en volver, porque va a un colegio concertado, de monjas, y por eso lleva ese uniforme tan feo, con una falda a cuadros marrón y azul marino y la blusa saliéndose por debajo de un jersey que hace bolitas. No parece muy simpática, o a lo mejor es que está siempre cansada. Eso pensaba Junior cada tarde, mientras la veía arrastrar las suelas de los zapatos, los brazos y la mochila, desde la mesa donde se sienta a merendar, en el bar de su padre. Él, que se llama Pascual Martín Martínez y piensa mucho, porque a los niños de trece años que se llaman Pascual y son los más gordos de su clase no les queda más remedio que pensar, admitió enseguida que no era una chica guapa ni divertida, y sin embargo, la encontró interesante, quizá por su cansancio, esa expresión impávida, como de absoluta neutralidad frente a todo, que lograba el prodigio de hacerla invisible, gorda como era, con gafas, y hierros en los dientes, y el pelo tan rizado. Junior lee mucho, y ha aprendido muchas cosas en los libros, por ejemplo, que los únicos que se pueden permitir el lujo de parecer sospechosos son los inocentes, que una muchacha rubia y flexible con cuerpo de nadadora puede ser el asesino, y que los verdaderos misterios caben a veces en lugares tan pequeños como un carné de identidad o una caja de hojalata. Por eso, porque la gente pasa a su lado y no la ve, porque arrastra los pies como si siempre estuviera cansada, porque anda sola por el mundo, como él, le parece interesante su vecina.

-Hola -se atrevió a decir una mañana, y ella gruñó.

-Hola -repitió al día siguiente, y le respondio moviendo apenas la cabeza.

-Hola -insistió una vez más, y por fin contestó.

-Hola -le devolvió el saludo mirando al suelo y se fue corriendo.

De ahí no pasaron. Otro cualquiera se habría rendido, él no. Él le estuvo dando vueltas a la situación varios días, valoró la posibilidad de un ataque frontal -"Oye, perdona, pero es que tengo curiosidad, ¿por qué eres tan borde conmigo?"-, consideró la eficacia de una sinceridad agresiva -"Mira, tú y yo nos parecemos, los dos somos gordos, los dos somos feos, ninguno de los dos tiene amigos y yo me llamo Pascual, encima, ¿qué te parece?, yo diría que nos conviene asociarnos"-, elaboró una estrategia fofa y sacarinosa, como de serie juvenil norteamericana -"¿En qué curso estás?, te lo digo porque a lo mejor, no sé, podríamos estudiar juntos, yo soy muy bueno en matemáticas, ¿sabes?"-, y las descartó todas, una por una. Ella también era lista, parecía lista, demasiado como para no dejarle en ridículo. Cuando todavía no había encontrado la manera de abordarla, se la encontró una tarde en el portal, hablando con un hombre que llevaba un chaleco amarillo, de esos reflectantes, con el mismo letrero que había leído en la ambulancia aparcada en la puerta. Esperó a que aquel hombre se marchara, la miró y no dijo nada.

-Pensarás que soy una borde -le dijo ella de pronto-, que siendo tan fea y tan gorda, no debería ser tan antipática contigo. Y, bueno, ya sé que estamos en el mismo curso, que podríamos estudiar juntos, yo soy muy buena en matemáticas, te podría echar una mano si lo necesitas, pero es que… Es que, de momento, no puedo moverme de mi casa, y tampoco te gustaría ir allí, porque… -se le quedó mirando con una expresión de desamparo tan desnuda como Junior no había visto en nadie todavía, pero se recuperó deprisa-. Bueno, que me tengo que ir.

-No, espera… -Junior la cogió de un brazo, la obligó a girarse, la miró-. Me encantaría ir a tu casa.

-¿Sí? -le sonrió, y él no fue capaz de discernir si aquella sonrisa era más triste que terrorífica, o al revés-. Vivo con mi abuela y con mi madre. Mi abuela no se levanta de la cama desde hace veintidós años. La timaron en una cooperativa donde había metido todos sus ahorros y nunca vio el piso, ni le devolvieron un céntimo. Lo de la cama nos viene de familia. Su padre se acostó después de la guerra y no se levantó más. Mi madre lleva acostada once meses, desde que mi padre se largó de casa. Me hizo la faena más grande de mi vida, pero no creas que no le entiendo. Así que, hala, tú también puedes salir corriendo.

-No -Junior sonrió -. Es que, verás… Todavía no te he contado que yo también soy muy bueno en matemáticas.

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