Columna

El estómago del comisario Pita

Y señor de Ivima dice que nosotros tienen razón, pero la dueña… ¡Uf! No nos deja en paz. Ya no sabemos cómo hacer…

Al comisario Pita le conmovió tanto el relato de esa mujer que se quedó a escucharlo hasta el final. Había bajado de su despacho a media mañana para hacerle una visita a su ahijado, un novato que estaba haciendo prácticas en su comisaría, pero no le esperaba para desayunar. Acaba de salir a tomar café con una de las secretarias, le dijo el policía que estaba atendiendo a la mujer con los ojos más azules que Mariano Pita había visto en su vida. No era guapa, ni siquiera atra...

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Y señor de Ivima dice que nosotros tienen razón, pero la dueña… ¡Uf! No nos deja en paz. Ya no sabemos cómo hacer…

Al comisario Pita le conmovió tanto el relato de esa mujer que se quedó a escucharlo hasta el final. Había bajado de su despacho a media mañana para hacerle una visita a su ahijado, un novato que estaba haciendo prácticas en su comisaría, pero no le esperaba para desayunar. Acaba de salir a tomar café con una de las secretarias, le dijo el policía que estaba atendiendo a la mujer con los ojos más azules que Mariano Pita había visto en su vida. No era guapa, ni siquiera atractiva. De edad indefinida entre unos treinta desastrosos y unos cincuenta bien conservados, estaba muy gorda, despeinada, cansada. Pero había algo en ella que llamaba la atención más que sus ojos. Era su desesperación.

Habían pasado muchos años desde que el comisario Pita rellenó su último informe. Hacía muchos años que no se sentaba a escuchar las miserias de la gente, sus quejas, sus dolores, sus rencores, su indignación, pero pensó que nunca había escuchado una historia tan triste en todos los sentidos como la de esta familia de inmigrantes rumanos, a los que una española despreciable había alquilado por seiscientos euros al mes una vivienda que ni siquiera era suya. El piso era de propiedad pública municipal, y su inquilina lo sabía, y sabía que subarrendarlo era ilegal, pero, total, como sus víctimas eran rumanos, y no tenían papeles, y estaban dispuestos a cualquier cosa con tal de encontrar un sitio donde vivir… Y luego, cuando el presidente de la comunidad de vecinos del edificio denunció el caso, y la institución propietaria autorizó a los inmigrantes a quedarse allí sin pagar alquiler hasta que amortizaran los tres meses de fianza que habían pagado por adelantado, aquella delincuente había dado de baja la luz, y el gas, y el agua, había inutilizado el timbre de la puerta y les había puesto una denuncia por amenazas, encima. Por lo visto, ahora quería que se marcharan como fuera. Para no perder tiempo en engañar a los siguientes, seguro.

Qué horror, se dijo Mariano Pita, qué horror, y lo que estará pasando todos los días por ahí sin que nos enteremos. La desesperación iluminaba los ojos de aquella mujer con un azul tan puro que hacía daño mirarlo, y el comisario, que hacía muchos años que no rellenaba un informe, que ya no se forraba el estómago cada mañana con la coraza imaginaria que lo había protegido en aquella época de las miserias de la pobre gente, que era una buena persona y un buen policía, sintió que aquel azul se le indigestaba, como si la mirada de aquella mujer pudiera atravesar la barrera de sus dientes apretados, colonizar su boca y bajar por su garganta igual que una papilla amarga, nauseabunda. Cuando volvió a sentarse delante de una mesa llena de informes, los delitos de papel por los que navegaba con más soltura, se sintió mejor, pero no olvidó los ojos de aquella mujer en todo el día. Al volver a su casa los recordaba todavía.

-¡Mariano! -por la forma de pronunciar su nombre, se dio cuenta de que Auxi estaba enfadada antes de verla con los brazos en jarras y la cara colorada-. ¡Ven, anda, corre! A ver qué te parece esto, a ver si empiezas a comportarte como el presidente de esta comunidad de una maldita vez…

Él respiró profundamente, una, dos, tres veces, y siguió a su mujer sin decir nada hasta la cocina, donde ella le esperaba con la ventana abierta.

-Bueno -le interpeló, con acento triunfal-. ¿Qué me dices ahora?

-¿Qué te digo de qué? -preguntó él al rato.

-¡Los del quinto! Que han puesto un aparato de aire acondicionado, ¿es que no lo ves? ¿Y no está prohibido por los estatutos poner aparatos de aire en este patio? ¿Te han pedido permiso, acaso? No, claro que no, porque eres un blando y todo el mundo te toma por el pito del sereno. Anda, que si viviera mi padre… ¡Eso sí que era un comisario! Y todo sin contar con el olor a pisto, que sigue siendo insoportable, ya lo estás oliendo, porque parece que la mujer de Saturnino no sabe guisar otra cosa… Mira, Mariano, te voy a hablar en serio. Como no nos mudemos pronto, me voy a ir yo sola, porque no aguanto más…

Entonces, su marido, muy tranquilo, giró sobre sus talones y se alejó de ella, andando muy despacio.

-No, Auxi -dijo desde la puerta, los ojos de la mujer rumana reflejándose en los suyos-. El que ya no aguanta más soy yo. Yo me voy. Ahora mismo.

-Pero… ¿Adónde? Dime por lo menos a qué hora vas a venir… a cenar, dijo para sí misma después de oír el portazo.

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