Columna

Poquitas ideas y además repetidas

Aturullados por el egocentrismo, solemos creer que todos somos distintos. Que cada individuo sobre la Tierra es totalmente singular e irrepetible. Que uno mismo, sin ir más lejos, posee una fórmula personal única en la historia. De ahí, también, la sensación de soledad metafísica que el ser humano padece. Esa soledad absoluta ante el dolor y la muerte. Y la dificultad esencial para comunicarnos, porque nos parece que nunca habrá nadie que nos entienda del todo. Nos creemos la bomba, en fin, criaturas originales y complejas.

Sin embargo hay otro pensamiento que cada día adquiere más peso...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Aturullados por el egocentrismo, solemos creer que todos somos distintos. Que cada individuo sobre la Tierra es totalmente singular e irrepetible. Que uno mismo, sin ir más lejos, posee una fórmula personal única en la historia. De ahí, también, la sensación de soledad metafísica que el ser humano padece. Esa soledad absoluta ante el dolor y la muerte. Y la dificultad esencial para comunicarnos, porque nos parece que nunca habrá nadie que nos entienda del todo. Nos creemos la bomba, en fin, criaturas originales y complejas.

Sin embargo hay otro pensamiento que cada día adquiere más peso en mi cabeza y que viene a decir justo lo contrario: todos somos iguales. Y, a medida que envejezco, más igual me parece esa igualdad. Ya me lo decía, hace años, el periodista Pablo Lizcano: "Yo lo aprendí haciendo la mili", explicaba él: "Me di cuenta de que en cada compañía había un muestrario perfecto de la sociedad, tanto en oficios como en carácter. En cada compañía había sus carpinteros, sus pintores, sus cocineros, sus administrativos… Y luego estaba el gracioso, el tímido, el chulo, el tonto, el envidioso, el cobarde, el huraño, el generoso… Y todo eso estaba proporcionalmente repartido en cada grupo de 200 personas, reunidas azarosamente por la letra del apellido". Y es que no sólo no somos únicos, sino que los modelos de humanos son bastante limitados y tendemos a repetirnos de modo estrepitoso.

Tomemos, por ejemplo, a ese Fidel Castro que, en las viruelas de su vejez, acaba de descubrir petróleo en Cuba. No sé, a lo mejor luego resulta que la isla está sobre una bolsa de crudo del tamaño de Australia, pero, la verdad, el trompeteante anuncio se parece tanto, pero tanto, tanto, al descubrimiento de petróleo en España por parte de Franco en los últimos años de su dictadura, que el asunto produce estupor y risa. También los tiranos son iguales.

Incluso las rarezas aparentemente más raras luego resulta que no lo son tanto. Ya conté una vez lo mucho que me obsesionaron, en mi niñez, unas angustiosas pesadillas geométricas que padecía de cuando en cuando. Eran unos sueños sin argumento, simples bailes tridimensionales de figuras poliédricas, de pirámides y triángulos superpuestos, de prismas y rectángulos girando lentamente en mi cabeza, algo parecido a ciertos programas salvapantallas de los ordenadores, máquinas que en mi infancia, por supuesto, no existían.

Como pesadilla, no suena demasiado amenazadora, pero para mí fueron unos sueños terribles en los que me sentía atrapada y asfixiada. Dejé de tenerlos en cuanto que crecí, pero siempre los recordé con disgusto y miedo. Me parecían muy raros, tanto en su contenido como en la opresión que me producían, y durante mucho tiempo creí que esas pesadillas eran una incómoda prueba de mi propia rareza. Que había que estar un poco chiflada, en fin, para soñar así. Hasta que, hará unos quince años, leí que los científicos habían descubierto que las fiebres muy altas, sobre todo las elevadas fiebres de los niños, producen unas curiosas pesadillas geométricas. De modo que mi supuesta rareza no era sino una respuesta fisiológica banal, un recalentamiento de neuronas, y si las imágenes me resultaban opresivas era porque indicaban la existencia de una temperatura elevada. Mencioné todo esto en EL PAÍS hace bastantes años, y recibí media docena de cartas de otros soñadores febriles y geométricos a los que les había pasado lo mismo. Nombrad la manía más extravagante que creáis tener, vuestro secreto más excéntrico: si lo publicamos en el periódico, seguro que aparecen de inmediato un montón de seres semejantes.

En el delicioso libro de divulgación científica ¿Con qué sueñan las moscas?, de Javier Sampedro (Aguilar), el autor dice que un investigador neozelandés ha propuesto un proyecto para cartografíar todas las ideas humanas posibles, y que el hombre calcula que debe de haber unas 10.000 en total. Cielo santo, ya me lo sospechaba yo. Es más, me lo temía. Ya notaba yo que se me iban acabando las ideas. Cada vez que tengo que escribir un artículo o dar una conferencia, cada vez que desearía decir algo original e inteligente en una entrevista o en un debate, tengo que lanzarme a la caza de una idea como quien va a la caza del casi extinto urogallo. En fin, por lo menos parece que también es algo propio de la especie, como las fiebres geométricas. Nos caben pocos pensamientos en el cráneo, y por lo general están repetidos.

Archivado En