Columna

La vida de Marisa

La última fue una conocida de doña Raquel, a la que Marisa había ayudado a hacer el disfraz de mula que su nieta necesitaba para el Belén viviente del colegio. Había llegado a la mercería desesperada y se había ido tan contenta, con unos leotardos grises sobre los que la dueña de la tienda había cosido una trenza muy gorda de lana negra con dos lazos rojos, uno arriba y otro abajo, para hacer la cola, y un pañuelo de tela de forro también de color gris con las aberturas necesarias para encajarle encima una diadema a la que irían pegadas las orejas. Muchísimas gracias, le dijo al despedirse, de...

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La última fue una conocida de doña Raquel, a la que Marisa había ayudado a hacer el disfraz de mula que su nieta necesitaba para el Belén viviente del colegio. Había llegado a la mercería desesperada y se había ido tan contenta, con unos leotardos grises sobre los que la dueña de la tienda había cosido una trenza muy gorda de lana negra con dos lazos rojos, uno arriba y otro abajo, para hacer la cola, y un pañuelo de tela de forro también de color gris con las aberturas necesarias para encajarle encima una diadema a la que irían pegadas las orejas. Muchísimas gracias, le dijo al despedirse, de verdad que no sé cómo voy a poder agradecerle esto. Cuando volvió a aparecer por la tienda, justo después de Reyes, ya había encontrado la manera.

-Le traigo un regalito -dijo, depositando sobre el mostrador un paquete envuelto con un papel que Marisa conocía demasiado bien-. Es muy poca cosa, pero, en fin, quería tener un detalle con usted. A ver si le gusta…

-Muchas gracias, pero no era necesario. No tendría que haberse molestado…

Lo palpó un momento antes de abrirlo y se dijo a sí misma que no era posible. Aquella tienda del papel plateado y las moñas doradas era muy grande, ella la conocía bien, iba bastante por allí y veía muchas cosas que la gustaban. Pero no debe verlas nadie más, meditó, forzando la curva de su sonrisa al descubrir cuatro vasitos de cristal de colores, uno rojo, otro morado, otro verde y otro amarillo, encajados en una estructura metálica de la que colgaban abalorios a juego.

-¡Qué monos! -exclamó, pensando que desde luego parecía mentira que alguien se hubiera tomado el trabajo de inventar la luz eléctrica hacía tantísimos años ya.

-¿A que sí? -la señora no sospechó nada-. Son para poner…

-Velas -se adelantó Marisa-, ¿verdad?

-Claro. Cuando lo vi, me parecieron ideales para usted, no sé por qué, pero me dije: qué te apuestas a que a Marisa le gustan las velas…

-Me encantan -mintió con aplomo-. Muchísimas gracias.

Pero, bueno, ¿de qué tengo cara yo?, le protestó entre dientes al destino cuando volvió a quedarse sola, ¿de Isabel la Católica? Su hermano mayor le había regalado una pareja de copas de metal, muy bonitas, que no servían para beber, sino para poner velas. Su hermana pequeña, un farol de forja, también muy bonito, por ese lado no tenía nada qué objetar, que carecía de casquillo y de cable. ¿Y esto?, preguntó ella, ¿cómo se enciende? No, le había contestado, es que es para poner una vela, ¿a que he tenido una buena idea? En tu terraza, en verano, va a quedar ideal… Lo malo es que mis hijos te han comprado algo parecido, unos vasos bajos de colores con unas piedras incrustadas, preciosos, que también son para poner velas; pero, bueno, ésas las colocas dentro y el farol fuera, cuando te los den tú hazte de nuevas, no le digas nada a los niños, no se vayan a llevar un disgusto, descuida, aseguró Marisa, que no diré nada… Y no lo dijo. Pero los vasos de sus sobrinos, al menos, tenían la ventaja de servir para otra cosa. Los había aprovechado como maceteros de los cactus más pequeños que encontró. Con las palmatorias de diseño que le regaló su cuñada Pura no pudo hacer nada, sin embargo. El velón cuadrado de medio metro de alto y todos los colores del arco iris que había escogido especialmente para ella su prima Pilar, le dio ganas de llorar. Pero, bueno, ¿de qué tengo cara yo?, se preguntó entonces por primera vez. Y no quiso contestarse.

Aquella tarde, cuando cerró la tienda, Marisa pensó en tirar esos cuatro vasos tan monos, uno rojo, otro morado, otro verde y otro amarillo, en cuatro papeleras distintas, pero se arrepintió a tiempo. Pobre mujer, pensó, ella no puede saber… Cuando llegó a casa, guardó el último regalo de aquella Navidad en un altillo, entre otras muchas velas y portavelas de todos los tamaños, colores y naturalezas posibles, velas que flotaban, que olían, que se iluminaban en la oscuridad, con forma de flores, de objetos, de animales, vasos, copas, fuentes, candelabros y soportes de todas clases para colocar velas, de acero, de bronce, de plata, de cristal. No había encendido ninguna jamás, y no quería ni verlas. Sabía que era una moda, sólo eso, pero los botes de colonia de antes los gastaba, y al llegar la primavera ya había eliminado con provecho hasta el último indicio de lo que significaba importarle un poco a muchas personas y mucho a ninguna, hasta el útimo indicio de lo que era su vida.

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