Columna

No se pierdan a Ortega

En el otoño de 1994, Rafael Sánchez Ferlosio viajó a Roma. Ferlosio visitó el monasterio de Santa Sabina y compró una reproducción del rostro de su admirado Tomás de Aquino, que había residido allí, pero al volver a casa e ir a enmarcar la reproducción notó en ella "cierto remoto parecido con don José Ortega y Gasset", con lo que la reproducción fue a parar directamente a la basura. Cabe sospechar que ése fue el momento más bajo de la estimación que este país ha sentido por Ortega. Ferlosio no ha sido el único en abominar de Ortega; sin ir más lejos, algunos escritores de su generación, de Mar...

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En el otoño de 1994, Rafael Sánchez Ferlosio viajó a Roma. Ferlosio visitó el monasterio de Santa Sabina y compró una reproducción del rostro de su admirado Tomás de Aquino, que había residido allí, pero al volver a casa e ir a enmarcar la reproducción notó en ella "cierto remoto parecido con don José Ortega y Gasset", con lo que la reproducción fue a parar directamente a la basura. Cabe sospechar que ése fue el momento más bajo de la estimación que este país ha sentido por Ortega. Ferlosio no ha sido el único en abominar de Ortega; sin ir más lejos, algunos escritores de su generación, de Martín-Santos a Juan Goytisolo, lo parodiaron con saña, si bien es cierto que, psiquiatra al fin, Martín-Santos no hizo otra cosa que matar al padre cuando el padre ya era un abuelo achacoso y un poco despistado, igual que Goytisolo sólo parodió la parodia que el franquismo (o el falangismo) hizo de Ortega. No digo que no se pueda -que no se deba- parodiar a Ortega: a veces es cursi, no siempre elude la retórica ni la chulería, como todo el mundo se equivoca; lo que digo es que no sé cómo se puede vivir, ni escribir, ni pensar en castellano sin Ortega. No me refiero al hecho evidente de que buena parte de lo mejor que ha dado la cultura española del último siglo no se entienda en absoluto sin él, desde los poetas del 27 hasta el periódico que ahora tienen en las manos, pasando por la generación de Ferlosio; me refiero al hecho no menos evidente de que la obra descomunal de Ortega constituye un yacimiento descomunal de ideas, estímulos y felicidad. Un yacimiento en gran parte virgen, porque a Ortega, me temo, se le lee poco. O se le lee fosilizado en cuatro tópicos sobre la razón vital y el yo y su circunstancia. O sólo lo leen cuatro señoritos que confunden el viejo y noble liberalismo de Ortega con su neoconservadurismo de sacristía y Leo Strauss. La izquierda tampoco lo lee; la razón es que, siempre tan indulgentes con sus propios errores, los cancerberos de la ortodoxia -que no entienden que hay una legítima lectura de izquierdas de Ortega, ni que sus maestros aprendieron mucho de él- nunca perdonarán la actitud pusilánime, ingenua y equivocada, pero en modo alguno indecente, que aquel hombre ya viejo y desarbolado por la tormenta de la guerra adoptó frente al franquismo… O sea, que estamos más o menos como hace 40 años, cuando, recién fallecido Ortega, un orteguiano impenitente como Juan Ferraté denunció la desactivación efectiva de su obra: "Ortega es bien común", escribió. "Y su pensamiento, res nullius".

Ferraté atribuía parte de la responsabilidad en la esterilización de Ortega a los orteguianos. Puede que tuviera razón y puede que no; puede que los orteguianos hayan cambiado. Lo cierto es que la Fundación Ortega acaba de publicar en una edición solvente los dos primeros tomos de su obra completa, y anuncia otros ocho. Es el mejor favor que podían hacerle al filósofo. Bueno, yo no sé si Ortega fue un filósofo, porque escribió con una claridad cristalina y eso está mal visto por los filósofos; pero si, como sostiene Alejandro Rossi, "la gloria de la filosofía es que no tiene tema, que se entromete en todo", entonces Ortega fue un filósofo glorioso, porque escribió absolutamente de todo y magistralmente de muchas cosas, desde lo más nimio hasta lo más trascendente, siempre de forma agilísima, saltando de una idea a otra sin las transiciones analíticas a que por lo común se obliga el discurso filosófico. Salvo a pensar, Ortega no enseña nada, aunque tantas cosas se aprendan leyéndolo. Además, es un provocador, y no un dócil propagandista de obviedades, lo que significa que apenas incurre en páginas anodinas o carentes de interés. Abro un tomo al azar: "Democracia morbosa". El título es sospechoso, pero el contenido del artículo es inapelable: la igualdad jurídica es condición necesaria de la democracia, pero la extensión de la igualdad a todos los ámbitos -moral, intelectual, estético- es una mutilación aberrante de la democracia. Paso página; a ver quién supera esta distinción entre cultura y barbarie: "Cultura consiste en la resolución de contradicciones. Barbarie, en cambio, es aquella ceguera para la contradicción que nos permite quedarnos con uno solo de los términos".

Como muchos escritores, Ortega aspiraba a tener lectores jóvenes, entusiastas e incautos. No me avergüenza confesar que fui uno de ellos, porque increíblemente fui joven; increíblemente, también fui sargento del ejército español; casi tan increíblemente, la biblioteca del cuartel en que servía estaba llena de libros de Ortega. Así que, gracias a un capitán compasivo y consciente del peligro que yo representaba para la integridad del ejército, me pasé muchos meses lejos del cuartel, tumbado en un jeep, en teoría vigilando a unos reclutas que ganduleaban sin rebozo y en la práctica leyendo sin parar a Ortega. Leía la expresión vida noble y saltaba, leía la palabra alegría y pegaba un grito, leía la palabra ascesis y me daba un barrigazo, leía la palabra rigoroso y me reía, leía la palabra egregio y me reía más, leía la expresión gémula iridiscente y me desmayaba de risa. Nunca me he curado de la felicidad de aquellos días que nunca le agradeceré lo suficiente al ejército.

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