Editorial:

Genes de etiqueta

Los productores de la Unión Europea deben empezar esta semana a especificar en las etiquetas si sus alimentos contienen algún ingrediente transgénico, o modificado genéticamente. La nueva normativa pretende mejorar la información al consumidor en un asunto que, con razón o sin ella, ha causado una notable preocupación entre los ciudadanos, y también dar una salida a una moratoria de facto que durante seis años ha bloqueado el mercado europeo a las nuevas variedades de semillas, alimentos y piensos transgénicos, procedentes sobre todo de las grandes compañías de la biotecnología norteame...

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Los productores de la Unión Europea deben empezar esta semana a especificar en las etiquetas si sus alimentos contienen algún ingrediente transgénico, o modificado genéticamente. La nueva normativa pretende mejorar la información al consumidor en un asunto que, con razón o sin ella, ha causado una notable preocupación entre los ciudadanos, y también dar una salida a una moratoria de facto que durante seis años ha bloqueado el mercado europeo a las nuevas variedades de semillas, alimentos y piensos transgénicos, procedentes sobre todo de las grandes compañías de la biotecnología norteamericana.

La normativa europea es el fruto de complejas negociaciones con el sector alimentario, y adolece de cierta indefinición en algunos puntos. La obligación de figurar en la etiqueta, por ejemplo, se suprime cuando el ingrediente lleva un porcentaje de transgénicos inferior al 0,9%. Y falta precisar si productos como los yogures deben etiquetarse cuando se han elaborado con bacterias modificadas genéticamente. Pero, en su conjunto, la norma garantiza una información clara y veraz. Baste citar que las etiquetas no se restringen a los alimentos de consumo humano, sino que abarcan también a los piensos, y que un ingrediente se considera transgénico incluso cuando la alteración genética no ha dejado la menor traza analizable en el producto final.

La herramienta fundamental de control no es el análisis del producto que se vende al público, sino su trazabilidad: cada eslabón de la cadena alimentaria -desde el fabricante de piensos hasta el envasador- está ahora obligado a saber lo que le compra a su proveedor, y a comunicárselo a su cliente. Es un precedente importante, porque en el futuro podrá servir para informar al consumidor de otros procesos que no tienen nada que ver con los transgénicos, pero que, a diferencia de éstos, sí constituyen una amenaza para la salud, como la discutible práctica de alimentar al ganado con antibióticos. O, hablando de etiquetas, llamar "aceite vegetal" a un tipo de grasas que en efecto proceden de una planta, pero que tienen unas cualidades nutricionales tan perjudiciales como las grasas animales.

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Las autoridades sanitarias coinciden con los mejores científicos en que los transgénicos autorizados actualmente no suponen ningún riesgo para la salud, ni por debajo del 0,9% ni en ninguna otra dosis. Entonces, ¿hacía falta esta normativa? Desde un punto de vista estrictamente científico, la respuesta es no. Pero las multinacionales de la biotecnología deben extraer una lección: su intento de colar los alimentos transgénicos en Europa por la puerta de atrás, a base de hacer pasillo en Bruselas y ocultar la información a los consumidores, no ha sido una buena estrategia, y seguirá sin serlo en el futuro.

La preocupación ciudadana sobre los transgénicos puede estar infundada científicamente, pero es la consecuencia directa de la opacidad de una parte del sector. No hay mejor defensa contra la alarma que una información veraz y transparente.

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