Columna

La mar y la sociedad civil

No nos van las cosas bien con la naturaleza. El petrolero Prestige, la mar y Galicia nos lo vienen a confirmar en estos días. Lo cierto es que nunca nos fue bien, dígase lo que se diga por parte del ecologismo de hoy. ¡Ah, el mar!, decía un conocido articulista y navegante, "mundo hostil, de una maldad despiadada". Tuvimos que aprender a vestirnos con pieles para protegernos del frío, hasta crear las convenciones en el vestir, y, finalmente, la moda; a resguardarnos de la intemperie en las cuevas, nuestras primeras ciudades); a hacer fuego, a domesticar animales, bosques y plantas, a en...

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No nos van las cosas bien con la naturaleza. El petrolero Prestige, la mar y Galicia nos lo vienen a confirmar en estos días. Lo cierto es que nunca nos fue bien, dígase lo que se diga por parte del ecologismo de hoy. ¡Ah, el mar!, decía un conocido articulista y navegante, "mundo hostil, de una maldad despiadada". Tuvimos que aprender a vestirnos con pieles para protegernos del frío, hasta crear las convenciones en el vestir, y, finalmente, la moda; a resguardarnos de la intemperie en las cuevas, nuestras primeras ciudades); a hacer fuego, a domesticar animales, bosques y plantas, a encauzar ríos, y a vivir apartados del mar. (Hasta que llegó, con el XIX, la moda del turismo de playa; pero esa es otra historia).

Lo propio del ser humano no es la naturaleza bruta, ha sido y es la ciudad (ley y demos, con sus variantes perversas), ciudad que se crea contra la selva o el desierto. Contra la naturaleza, en definitiva. Cierto que ha habido fases bucólicas -idílicas o silvestres- en la cultura del hombre. También, que hoy ese sentimiento de amenaza mezclado con cierto espíritu milenarista ha dado lugar a los movimientos ecologistas (con mucha razón, pero no siempre razonables). Las cosas son y están así, y así nos hemos venido organizando desde el principio de los tiempos hasta hoy. Pero la modernidad ha traído cambios que no todos hemos sabido encajar.

La marea de fuel que se abate sobre Galicia y todo el Cantábrico nos advierte de las múltiples deficiencias que esta sociedad nuestra (española o vasca) tiene en relación con las amenazas y las catástrofes naturales en general. No hace tanto, Alemania padeció aquellas crecidas en la vega del río Elba. Fue una catástrofe que, a pesar de ser anunciada, no pudo evitarse. Crecía el Danubio, crecía el Elba. La catástrofe fue inevitable, el palacio de la ópera de Dresde, recién renovado, se llenó de fango; los mejores instrumentos se perdieron en el sótano. Y, sin embargo, allí se vio cierto grado de organización (murallas de sacos de tierra e hileras de gente trabajando en perfecto orden). ¿Añoranza de cierta disciplina germana? No exactamente. Pero sí de una incardinación entre sociedad y Estado más elaborada.

Al preverse la riada, se puso inmediatamente en marcha el ejército alemán (esa Wehrmacht que se vio obligada a asumir su culpa en el Holocausto). Lo mismo ocurrió con los grupos de reserva local. Incluso la Bundesgrenzschutz, una especie de policía civil de fronteras durante la guerra fría, se movilizó en esta situación. Además, claro, llegaron los voluntarios. De esa combinación surgió la mejor defensa posible ante la catástrofe. El Estado funcionó con la sociedad civil organizada y los ciudadanos voluntarios. Entre todos, evitaron males mayores.

Pasa con las riadas del otoño o la primavera, con los incendios o los despoblados forestales. Hace unos años, no tantos, cuando los pueblos eran Pueblos, éstos organizaban sus veredas o auzalan, trabajos de comunidad para mantener domesticada la naturaleza. Limpiar de vegetación y riachos los caminos, limpiar el bajo bosque para evitar la difusión de incendios, garantizar el suministro de agua a la población o drenar el río de fango para dar cauce franco a las riadas. Eso se acabó. Ya los Pueblos han dejado de serlo. No son prolongaciones de la urbe sino meras referencias en el mapa. A Alemania le ocurrió otro tanto, es evidente. Pero lo suplió con el aumento del cuerpo de guardas forestales de los länder o la organización de la circulación fluvial; y, en caso de catástrofe, cuerpos de servicio civil o grupos de reserva que sean la avanzada de la sociedad civil y la organizadora del voluntariado (siempre indispensable en estos casos).

Si tuviéramos esa concepción y esa organización, nos ahorraríamos más de un daño por inundación (tras aguaceros como el de este otoño) y por incendios imprevistos. Y, cuando el fuel llegara, le estaríamos esperando (sin necesidad de "iniciativas para la convivencia", "pactos de libre asociación" o "decida usted", marca Ibarretxe). Estaríamos preparados. Es lo que cuenta.

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