SEIS MESES DESPUÉS DEL 11-S

Pakistán, en proceso de rehabilitación

Las manifestaciones islamistas han quedado atrás. La amenaza de desintegración del régimen, casi también. Pese a los agoreros, Pakistán ha logrado en estos seis meses utilizar la crisis internacional para iniciar un proceso de renovación interior que, aunque todavía frágil, aspira a llevar el país a la modernidad. Al frente del mismo, el general Pervez Musharraf, un hombre que no ha sido elegido en las urnas pero que ha prometido regresar a ellas. En el camino ha conquistado el reconocimiento no sólo exterior, sino también de muchos de sus detractores internos, que, sin embargo, ven con preocu...

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Las manifestaciones islamistas han quedado atrás. La amenaza de desintegración del régimen, casi también. Pese a los agoreros, Pakistán ha logrado en estos seis meses utilizar la crisis internacional para iniciar un proceso de renovación interior que, aunque todavía frágil, aspira a llevar el país a la modernidad. Al frente del mismo, el general Pervez Musharraf, un hombre que no ha sido elegido en las urnas pero que ha prometido regresar a ellas. En el camino ha conquistado el reconocimiento no sólo exterior, sino también de muchos de sus detractores internos, que, sin embargo, ven con preocupación sus planes de democracia vigilada.

Antes del 11 de septiembre, Pakistán era el principal aliado del régimen talibán, su política exterior era rehén de esa decisión y su economía pagaba el precio (elevados déficit comerciales, acuciante deuda exterior, bajas reservas de divisas, nula capacidad para lograr créditos internacionales). Era la herencia del pacto no escrito entre militares y extremistas islámicos forjado en los tiempos del dictador Zia ul Haq y mantenido durante los Gobiernos subsiguientes por unos servicios secretos convertidos en un verdadero Estado dentro del Estado.

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Con ese trasfondo, una oposición generalizada a la operación militar en Afganistán y un puñado de exaltados gritando consignas de apoyo a Bin Laden y contra Estados Unidos, muchos observadores dudaron de la capacidad del general presidente para responder a su compromiso de apoyo a la coalición antiterrorista. Sin embargo, el artífice del golpe de Estado de 1999 supo ver que estaban en juego su supervivencia política e incluso la de su país. En seis meses, Musharraf ha sido capaz de transformar su imagen de usurpador del poder marginado por la comunidad internacional, en la de un hombre de Estado al que cortejan los dirigentes europeos y el presidente Bush recibe con alfombra roja en la Casa Blanca.

Para ello, el general no sólo ha abandonado a los talibanes, facilitado bases militares a las tropas estadounidenses o depuesto a varios de los generales que le ayudaron a dar el golpe de Estado, sino que finalmente se ha enfrentado a los militantes radicales islámicos. Pero el pulso aún no ha concluido. Más allá de su apoyo a los talibanes o sus simpatías hacia Al Qaeda, estos grupos islamistas han aprovechado el abandono del sistema educativo por parte del Estado y la cuestión de Cachemira para ganarse un espacio político muy superior al que les correspondería. Por eso, ahora no basta con que Musharraf ilegalice a los más extremistas y meta en la cárcel a dos mil de sus militantes. Es necesario que, junto a unas elecciones limpias (prometidas para octubre), se solucionen la penuria educativa y las relaciones con la vecina India, asuntos que requieren algo más de tiempo.

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