Tribuna:

El poder del dinero en la política estadounidense

Es posible el caso Enron se convierta en la primavera de 2002 en el sucesor del caso Mónica Lewinsky, pero hablar de él como escándalo es no hablar del verdadero problema del país, que es el poder que el dinero ejerce sobre la política.

El asunto Enron es otro escándalo político-empresarial del montón, más barroco de lo habitual por su alcance e ingeniosidad. Sin embargo, hasta el momento de escribir estas líneas no se ha encontrado nada que sea ilegal en la relación de Enron con la Administración de Bush ni con los legisladores del Gobierno.

Enron no es más que otr...

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Es posible el caso Enron se convierta en la primavera de 2002 en el sucesor del caso Mónica Lewinsky, pero hablar de él como escándalo es no hablar del verdadero problema del país, que es el poder que el dinero ejerce sobre la política.

El asunto Enron es otro escándalo político-empresarial del montón, más barroco de lo habitual por su alcance e ingeniosidad. Sin embargo, hasta el momento de escribir estas líneas no se ha encontrado nada que sea ilegal en la relación de Enron con la Administración de Bush ni con los legisladores del Gobierno.

Enron no es más que otra demostración del papel del dinero empresarial en el sistema estadounidense. Lo que está podrido es el sistema.

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La arena política estadounidense ha dejado de ser un espacio en el competían más o menos libremente unas opiniones e intereses opuestos, para convertirse en un sistema que garantiza la dominación de la empresa sobre la política económica y social de la nación, así como una notable influencia de la empresa en las decisiones de política exterior. El dinero ha ejercido el control sobre la política desde que el Tribunal Supremo interpretó que el gasto en las campañas y las donaciones a los candidatos políticos son formas de libertad de expresión protegidas por la Constitución. (Esta resolución, en el caso Buckley contra Valeo, se dictó en 1976, y se refería al gasto en unas elecciones al Congreso).

La consecuencia lógica de aquella resolución fue adjudicar la victoria a los que gastan más dinero en las campañas electorales y excluir a la mayoría de los candidatos, que no reciben apoyo de los intereses empresariales o sindicales. Y generalmente, los que han aportado dinero a las campañas rentabilizan su inversión porque los candidatos victoriosos quieren ser reelegidos. Parece que la mayoría del tribunal no opuso reparos a esta consecuencia.

La razón de ser de las empresas es ganar dinero para sus inversores y para los ejecutivos que las dirigen. La actual doctrina empresarial ha subordinado los otros fines -producir bienes y servicios y dar empleo a los trabajadores- a la búsqueda del máximo beneficio sobre el capital.

Por consiguiente, el caso Enron no tiene en sí nada de sorprendente. Es el mayor escándalo empresarial hasta la fecha, pero nada más; después habrá otros.

La estrecha relación de la empresa con el presidente Bush y con muchos otros miembros de su Gobierno añade emoción al caso. Y hay un hecho inaudito, que Enron no pagara impuestos en cuatro de los últimos cinco años, y que el penúltimo acto de la directiva fuera saquear el fondo de pensiones de sus empleados. Con todo, la única sorpresa es que el consejo de administración 'suspendiera' el código ético proclamado por la empresa a fin de posibilitar las maniobras necesarias para que la deuda no apareciera en las cuentas públicas de la empresa y para enmascarar la verdadera situación ante los inversores.

La conducta del consejo es un ejemplo deprimente de la actual sociedad estadounidense. El consejo estaba compuesto por un conjunto irreprochable de destacados miembros de la comunidad y del mundo empresarial, como la mayoría de los consejos de administración de las empresas. Entre sus miembros había un ex legislador del Gobierno, un ex decano de la Facultad de Empresariales de Stanford, el decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Tejas, el ex presidente y el presidente emérito del centro para la lucha contra el cáncer de la misma universidad (que se benefició de las actividades filantrópicas de Enron). Nueve de los 14 consejeros estaban relacionados con instituciones que habían recibido apoyo en el marco de las actividades filantrópicas de la empresa; eran asesores de Enron; o tenían vínculos con empresas propiedad de Enron, o tenían participaciones en Enron, o hacían negocios con Enron. La composición de este consejo debería haber inspirado dudas sobre su independencia, pero probablemente no se diferencie mucho de los consejos de otras empresas con buenas conexiones políticas.

Que un grupo tan convencional de personas eminentes estuviera dispuesto a renunciar al código ético de la empresa cuan do éste se convirtió en un obstáculo para las argucias empresariales a la hora de eludir el pago de impuestos dice mucho sobre los códigos éticos de las empresas (suponiendo que no lo hubiéramos adivinado ya).

Por otra parte, la conformidad -de hecho, parecía más bien prisa- de los contables y abogados de Arthur Andersen a la hora de borrar las pistas y destruir documentos no es, por desgracia, tan sorprendente. Desde que las grandes empresas de contabilidad entraron en el negocio de la asesoría, han surgido muchas dudas respecto a su objetividad.

Sólo ahora va tomando forma el escándalo, a medida que la prensa va estrechando el cerco en torno a las muchas conexiones de la Administración con Kenneth Lay y su empresa. Pero lo verdaderamente importante y escandaloso es que el propio sistema político estadounidense se encuentre ahora bajo la influencia dominante del mundo empresarial, sobre todo de las sociedades e intereses financieros más importantes, en detrimento de otros grupos de la sociedad con aspiraciones legítimas a gobernar.

Ya ha pasado antes. Pasó en el periodo posterior a la guerra civil, cuando el moderno capitalismo estadounidense empezaba a tomar forma y a provocar explotación y abusos que dieron lugar al periodismo reformista 'revelador de escándalos' y a la normativa empresarial establecida bajo las administraciones de Theodore Roosevelt.

Pasó después de la I Guerra Mundial, y desembocó en el crash del 1929. A continuación vino el control de los mercados de valores y de la banca con el New Deal, cuyo resultado fue el modelo empresarial del capitalismo 'de participación' tras la II Guerra Mundial, en el que se protegían los intereses de los trabajadores y de la comunidad.

Hoy es dudoso que sea posible una nueva reforma. Los políticos aborrecen el actual sistema de gasto ilimitado en las campañas políticas, pero al mundo empresarial le viene muy bien. Mientras las campañas políticas nacionales sigan exigiendo sumas faraónicas, no se elegirá una mayoría reformista. Mientras gastar dinero siga siendo una forma de libertad de expresión protegida, el sistema estadounidense permanecerá bloqueado.

William Pfaff es analista estadounidense. © 2002, Los Angeles Times Syndicate.

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