Columna

El rincón de los cómicos muertos

Hace unos días se murió de viejo Alfonso del Real, y radios, televisiones y periódicos hicieron sonar, con un deje de caritativa distancia, sin pesadumbre ni alarma, telegráficos ecos de sus inabarcables 70 años de frenéticas idas y venidas en escenarios y pantallas, donde dilapidó energía y alegría en medio millar de olvidadas películas, series televisivas, zarzuelas, números de cabaret, sainetes, comedias y, sobre todo, en algunos de los últimos destellos del ya casi despoblado -quedan vivos por ahí, dispersos en corrales ajenos, algunos geniales reveses de Luis Cuenca, Saza, Quique Camoiras...

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Hace unos días se murió de viejo Alfonso del Real, y radios, televisiones y periódicos hicieron sonar, con un deje de caritativa distancia, sin pesadumbre ni alarma, telegráficos ecos de sus inabarcables 70 años de frenéticas idas y venidas en escenarios y pantallas, donde dilapidó energía y alegría en medio millar de olvidadas películas, series televisivas, zarzuelas, números de cabaret, sainetes, comedias y, sobre todo, en algunos de los últimos destellos del ya casi despoblado -quedan vivos por ahí, dispersos en corrales ajenos, algunos geniales reveses de Luis Cuenca, Saza, Quique Camoiras, Juanito Navarro, Lina Morgan y pocos más- territorio de los bufos de la revista musical madrileña.

Fue Alfonso del Real uno de los hijos menores de la gran camada de cómicos errantes forjada en la primera mitad del siglo pasado, artistas sin más ciencia que la que mascaron mezclada con el polvo de las tarimas. Eran histriones escurridizos y dotados de un temible ingenio intuitivo, gente que al encaramarse a un escenario se armaban con un afilado instinto de supervivencia, que les hacía dueños de una veloz y exacta capacidad de réplica. Eran gente locuaz y elocuente, que usaba la brocha gorda con la precisión de un florete y, mediante no se sabe qué endiablados nudos corredizos de su aprendizaje profundo del habla, daban suelta al prodigio de la conversión de un tosco eructo del idioma en un astuto y a veces refinado regate de destreza y de inventiva verbal. Fueron estos inmensos bufos quienes inventaron las formas de decir y de actuar que alimentan a los rincones más ricos de la escuela interpretativa de las voces cascadas, única nuestra y sin equivalente fuera de aquí, una portentosa hazaña colectiva medio olvidada, menospreciada incluso, que dio lugar a la cumbre artística, la más alta alcanzada por la pantalla en este idioma, de los actores secundarios del cine español de los años cuarenta y cincuenta. Basta para orientarnos este destello de memoria: dentro de la cumbre de Viridiana hay otra cumbre, aquel festín de mendigos que trenzan con hilo negro doce anónimas furias arrastradas por los gestos, ya casi borrados por el olvido, de Heredia, Lola Gaos, Joaquín Roa y José Calvo.

Son incontables, su recuento reventaría los márgenes de esta columna, los artífices de esta elevación. Hay a nuestra espalda una pléyade de artistas sin apenas renombre que enuncian indirectamente el suicidio español, pues unos ya están olvidados, y otros, en el borde del olvido, aunque todavía, si se cierran, saltan detrás de los ojos chispas del ingenio de Félix Fernández, Manolo Morán, Antonio Casal, Laly Soldevila, Marco Davó, Julia Caba Alba, Irene Gutiérrez Caba, Juan Calvo, Rafael López Somoza, José Nieto, Raúl Cancio, Manuel Requena, José Orjas, Antonio Riquelme, Rafaela Aparicio, Manuel Gómez Bur, José Isbert, Aurora Redondo, María Luisa Ponte, Félix Dafauce, Lepe, Cassen, y ahora de María Carmen Prendes, que se añade a esta lista dorada y oscura. Se han ido y siguen yéndose en goteo, pero no hay llantos ni parodias de llantos nacionales cuando un cómico de esta genial camada se va de muerte. José Calvo, ese que fue la punta de la punta de Viridiana, murió en Canarias y su muerte no saltó hasta varios meses después a la tumba de un periódico de este lado de España. Lo enterraron allí y aquí no se le echó de menos. Ya lo habían matado cuando se murió.

Es otra gota de la historia de una luminosa gente que se agota en su presencia y que, desvanecida ésta, retrocede al impenetrable anonimato de donde emergió. Hace un par de días la televisión recuperó El viaje a ninguna parte, el negro canto de Fernán-Gómez a los abismos inferiores, limítrofes con el barro, del oficio del cómico primordial. Alfonso del Real, que ingresó hace unos días en el olvido, emergió de ese hondo y hermoso barro en 1930, a los 14 años y a la sombra de Antonio Vico, aquel diminuto inmenso actor que erizó con su genio la pantalla de Mi tío Jacinto. No se cruzaron más, pero la sombra de Vico siguió viva en él hasta su muerte.

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