Columna

Once de septiembre

Hay veces en las que los caprichos del azar nos juegan una mala pasada. Imagino que algo así debió de pensar Jordi Pujol al percatarse que la celebración de la Diada resultó coincidir con el ataque terrorista a Estados Unidos. Además, justo cuando celebraba su vigésimoquinto aniversario en libertad. Un acontecimiento que habitualmente tenía un importante impacto nacional desapareció casi por completo detrás de uno de los hechos de mayor dimensión global de los últimos tiempos. Aunque puede que ahí no estuviera el problema, sino en cómo todo eso contribuía a resaltar, de forma casi patét...

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Hay veces en las que los caprichos del azar nos juegan una mala pasada. Imagino que algo así debió de pensar Jordi Pujol al percatarse que la celebración de la Diada resultó coincidir con el ataque terrorista a Estados Unidos. Además, justo cuando celebraba su vigésimoquinto aniversario en libertad. Un acontecimiento que habitualmente tenía un importante impacto nacional desapareció casi por completo detrás de uno de los hechos de mayor dimensión global de los últimos tiempos. Aunque puede que ahí no estuviera el problema, sino en cómo todo eso contribuía a resaltar, de forma casi patética, la tremenda naturaleza local del Once de Septiembre. Y que no se entienda esto como una evaluación despectiva de una festividad que merece todo mi respeto. En realidad, las propias declaraciones iniciales de nuestro presidente del Gobierno dieron una impresión de oportunismo tanto o más 'provinciana'. Por no mencionar el caso Gescartera, que de haber monopolizado la atención nacional de las últimas semanas, y sin que eso suponga desvirtuar su importancia, ha pasado a parecernos un asunto descaradamente casero.

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Desde luego, la cuestión no reside en ver qué es o qué resulta más o menos 'local'. Para bien o para mal, la política no puede escaparse nunca de esta dimensión. Hasta el punto de que, como nos recuerdan los expertos en la globalización, no existe algo así como una dimensión global químicamente pura. Como dice Roland Robertson, más que de globalización en realidad deberíamos hablar de glocalización -contracción de local y global-. Global es así lo local mundializado con éxito, como la pizza, originariamente italiana, o las películas de Hollywood. Y el propio orden 'internacional' no es más que la sumatoria del particularismo de los diferentes Estados o el resultado de los compromisos a los que van llegando entre ellos. Los acontecimientos a los que está asistiendo absorta casi toda la humanidad son también, como es sabido, el efecto y la proyección hacia lo global de un conflicto puramente local como es el árabe-israelí. Llevan toda la razón, además, los movimientos 'antiglobalización' cuando denuncian la marcada desviación occidental de la globalización. Una de las 'partes' trata de disfrazar así sus intereses como si estos fueran los propios del 'todo', y es esta distorsión es la que está coloreando todo este proceso. Con el agravante ahora, que después de la barbarie del último atentado, se vea magnificada en su legitimidad la impronta y la presencia de los intereses de Occidente, los de Estados Unidos en particular.

Lo que estos últimos acontecimientos sí han contribuido a resaltar, sin embargo, es algo que implícitamente ya se puso de manifiesto con estas nuevas formas de rebeldía representadas por estos mal llamados movimientos 'antiglobalización'. Me refiero a la necesidad de contar con instituciones y posibilidades de acción global que sean capaces de encauzar nuestras más sentidas demandas normativas. Que haya un espacio que permita traducir nuestras inquietudes y valores en actos posibles. Para ello es preciso, sin embargo, que previamente podamos compartir un sentido de ciudadanía capaz de trascender los distintos localismos. En definitiva, aquello que sólo han sido capaces de hacer la mayoría de estos grupos a los que acabamos de aludir. Excluyendo a los violentos, estos nuevos movimientos sociales han sido los únicos guiados por un verdadero sentido de 'responsabilidad cosmopolita' y por una nueva y ya imprescindible concepción de ciudadanía global. Hoy observamos con horror cómo lo único que parece mundializarse con éxito es la violencia y la injusticia, y que frente a esto no pueden contraponerse mecanismos eficaces dirigidos a evitarlo. Está demostrado que ya no basta con 'pensar globalmente y actuar localmente'. Es preciso disponer también de esa capacidad para actuar globalmente desde una instancia más allá de lo local. Otra de las lecciones del once de septiembre fue descubrir lo tremendamente pequeña que resultaba la figura del secretario Ggneral de la ONU y su gran incapacidad para aliviar la tensión. Y si ni los líderes nacionales ni internacionales son capaces de hacerlo hay algo que chirría en el orden actual de la política. Urge buscarle un nuevo encaje.

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