Tribuna

El presidente invisible

De la Rúa es el líder más aislado de la historia argentinaDe la Rúa es el líder más aislado de la historia argentina

Seguramente es el político más solitario de Argentina y, a la vez, el primer presidente en la historia nacional que debe liderar un Gobierno de coalición. Resultado: nunca un presidente argentino pareció, como Fernando de la Rúa, tan débil, descontando, desde ya, a los muchos líderes civiles acosados por los generales golpistas. Formado en la experiencia de haber entablado un diálogo directo con la sociedad, por encima de las estructuras partidarias, creyó que la fórmula podía aplicarla con éxito desde la presidencia. Lo frenó el nivel de la crisis de recesión de la economía (la de un país con...

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Seguramente es el político más solitario de Argentina y, a la vez, el primer presidente en la historia nacional que debe liderar un Gobierno de coalición. Resultado: nunca un presidente argentino pareció, como Fernando de la Rúa, tan débil, descontando, desde ya, a los muchos líderes civiles acosados por los generales golpistas. Formado en la experiencia de haber entablado un diálogo directo con la sociedad, por encima de las estructuras partidarias, creyó que la fórmula podía aplicarla con éxito desde la presidencia. Lo frenó el nivel de la crisis de recesión de la economía (la de un país con una deuda enorme, que produce poco y exporta menos) cuando ya había hecho todo lo posible para romper los frágiles puentes que lo unían con los dirigentes políticos.

De la Rúa es un hombre desconfiado hasta un nivel que la desconfiada política no suele tolerar, si no es a cambio de su propia parálisis. El presidente argentino prefiere refugiarse en el consejo de sus hijos (más cercanos a los 20 que a los 30 años) y de un pequeño grupo de amigos personales, la mayoría sin experiencia política.

Distante y ensimismado, nunca intentó seducir a su propio partido, el radicalismo, y al líder histórico de esta organización, Raúl Alfonsín; a los socios progresistas de la coalición y a los prácticos y hábiles dirigentes peronistas, que controlan la mayoría de las provincias y un lote crucial del Parlamento.

Su primer Gabinete estuvo integrado por algunos ministros que expresaban cabalmente el radicalismo; el presidente resignó, no obstante, la misión de conquistarlos y eligió desprenderse de ellos en la primera oportunidad que tuvo. Sus cargos fueron cubiertos por amigos de De la Rúa o por políticos que le deben al presidente, desde entonces, su razón de ser en la política y en el poder. Su tendencia aislacionista se ocupó de fortalecer, al revés de sus intereses, el papel patriarcal de Alfonsín en la conducción del partido oficial.

De la Rúa cultiva un lenguaje vago, lleno de frases hechas, aun en los diálogos reservados con sus muchos adversarios políticos; éstos nunca saben si les está diciendo lo que piensa, si se trata sólo de la mitad de la verdad o si les está dando pistas equivocadas. Ese estilo no ha hecho, hasta ahora, más que profundizar su aislamiento.

Desde que el ex vicepresidente Carlos Álvarez, jefe del ala progresista de la Alianza gobernante, renunció en octubre, molesto por la falta de apoyo de De la Rúa a su política de denuncia de los presuntos sobornos pagados a senadores, el jefe del Estado nunca se reconcilió con la tranquilidad institucional ni con la racionalidad económica. El presidente dejó ir a Álvarez como si se hubiera tratado sólo de un ayudante travieso; su viejo compañero de fórmula era, en cambio, el jefe del Frepaso, el principal aliado del radicalismo en la coalición oficialista y el partido que le aseguraba al Gobierno una mínima mayoría de diputados. El Senado está en manos peronistas.

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Con todo, De la Rúa no está en condiciones de reclamarle nada a sus adversarios: tanto aliancistas como peronistas le aprobaron en el Parlamento casi todas las medidas económicas que reclamó desde que se hizo cargo del poder, hace año y medio. Siempre -y esto también es cierto- unos y otros le notificaron previamente que ellos no tienen nada que ver con sus políticas, que no confiaban en sus medidas y que sólo le estaban haciendo un favor. Los defectos políticos de De la Rúa y la porfía de sus adversarios fueron construyendo una imagen ya indestructible de debilidad política.

Pero un elemento concluyente para poner en duda la gobernabilidad de Argentina es el propio sistema de decisiones del presidente. Un país acostumbrado al sesgo aplastante de los caudillos políticos (y lo fueron los dos últimos presidentes democráticos, Raúl Alfonsín y Carlos Menem, cada uno a su manera) se topó con un líder enamorado del perfil bajo y de la palabra apenas murmurada, capaz de sopesar cada decisión -y cada detalle de cada decisión- durante semanas infinitas. Algo de ineptitud se cuela por todas partes en la gestión de De la Rúa. Dos ejemplos: ordenó una cruzada oficial contra los humoristas y no consiguió más que engordar la fama de los humoristas. Mandó vaciar su Administración de radicales alfonsinistas y no ha hecho más que abroquelar a su partido en torno a la figura consular de su rival histórico. El proceso de decisión y la soledad política lo llevan a De la Rúa a que cada vez que imagina un paraíso deba trasegar antes por todas las estaciones del infierno, ya sea que su fuego caliente la economía o la política. Para peor, luego del infierno está siempre un erial por donde el paraíso ya pasó.

Joaquín Morales Sola es columnista político del diario La Nación (Buenos Aires).

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