Columna

La píldora y el alma popular

Nada tiene de particular que, sanfermín tras sanfermín, el arzobispo de Pamplona procure por la salvación de nuestras almas y nos deleite con su filípica contra el pecado. Es su trabajo y su ejercicio de estío antes de vacar. Al cabo, el arzobispo practica un género que cultivó el apóstol descabalgado y que llegó a su paroxismo, allá por 1750, con la diatriba del arzobispo de Boston contra el pararrayos: el ingenio demoníaco con el que Benjamin Franklin osaba oponerse a la cólera divina.

Lo que tiene mucho de particular (y de particularista) es que en los ...

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Nada tiene de particular que, sanfermín tras sanfermín, el arzobispo de Pamplona procure por la salvación de nuestras almas y nos deleite con su filípica contra el pecado. Es su trabajo y su ejercicio de estío antes de vacar. Al cabo, el arzobispo practica un género que cultivó el apóstol descabalgado y que llegó a su paroxismo, allá por 1750, con la diatriba del arzobispo de Boston contra el pararrayos: el ingenio demoníaco con el que Benjamin Franklin osaba oponerse a la cólera divina.

Lo que tiene mucho de particular (y de particularista) es que en los sanfermines del año 2001, el consejero navarro de Salud, cuyo trabajo es la sanidad pública, adopte la posición del arzobispo de Boston en el asunto del pararrayos y arremeta contra la difusión de la píldora anticonceptiva del día siguiente. Hay serios indicios de que en la materia gris del consejero chispean relámpagos de vida inteligente (de hecho, es él mismo quien, como la OMS, discierne entre el carácter anticonceptivo de esta píldora y el abortivo de otras), pero su empeño en negar esa vida es desconcertante. Quizá la explicación esté en las particularidades y particularismos de su partido, UPN. No se me confundan en estas sanfermineras fechas de chateo intensivo: la UPN no es la Unión de Poteadores Navarros, sino la Unión del Pueblo Navarro. Obvio que para militar en una cosa así hay que olvidar el racionalismo y creer de corazón en la romántica superstición de un pueblo distinguido con su alma distintiva. La jota, a la que otros llaman el alma de Navarra, cree en eso y en la porfía.

La alcaldesa Barcina, a la que minúsculas entidades grises de dudosa vida inteligente cuestionan por su oriundez burgalesa, ha abrazado la jota sanferminera con furor y le acaba de rendir su más sentido homenaje. Mientras tanto, otras pamplonesas de no menos pro demandan lo que no volveré a nombrar. Mas el consejero dice que nanay. ¿Qué querrá salvar? ¿Sus almas pecadora o el alma pura de la jota?

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