Columna

La muchacha de la tele

La moza apareció en la pequeña pantalla y en uno de esos noticiarios que nos sirven las cadenas de televisión, oficiales u oficialistas poco después de las diez de la noche. Tenía en su rostro toda la gracia de la adolescencia y toda la ingenuidad de quien protesta a los quince o dieciseis años de ESO. El día había estado salpicado de protestas estudiantiles en algunas ciudades. Si los manifestantes jóvenes fueron pocos o miles, no viene al caso: las matemáticas de la ESO discrepan sobre el cálculo. Si al cálculo procede de los uniformados, que aporrean en exceso en Alicante, es uno y si proce...

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La moza apareció en la pequeña pantalla y en uno de esos noticiarios que nos sirven las cadenas de televisión, oficiales u oficialistas poco después de las diez de la noche. Tenía en su rostro toda la gracia de la adolescencia y toda la ingenuidad de quien protesta a los quince o dieciseis años de ESO. El día había estado salpicado de protestas estudiantiles en algunas ciudades. Si los manifestantes jóvenes fueron pocos o miles, no viene al caso: las matemáticas de la ESO discrepan sobre el cálculo. Si al cálculo procede de los uniformados, que aporrean en exceso en Alicante, es uno y si procede de los organizadores de la protesta, es otro. El número se difumina cuando nadie puede precisar la cantidad exacta de adolescentes que abandonan el aula para protestar cívicamente, y nadie puede precisar la cantidad de quienes abandonaron de forma festiva y pícara el aula para esquivar unas horas el martirio del bolígrafo. Todo normal y como siempre en el rostro de la muchacha, adornado con dos hermosos aros como zarcillos.

Lo novedoso en estos tiempos que corren, tan destartalados por otro lado para la escuela pública, es que la muchacha televisiva con la mayor franqueza y desparpajo del mundo indicara, ante cámara y micrófono, que su protesta se basaba en 'que nos quieren discriminar por el rendimiento académico'. Y a uno, asombrado, se le pegó la postrera y cancerígena colilla del día en la comisura de los labios. Cabía la posibilidad, según la moza, de que el Ministerio de Educación y sus equivalentes, los territorios hispanos autónomos, estuviesen pensando en marcar con un distintivo amarillo en la espalda a los estudiantes suspendidos con bajo o nulo rendimiento académico; quizás podía ser algo peor: el vicio inglés de los palos en el trasero a quienes no aprendieran debidamente la lista de los bíblicos profetas menores o el nombre de las dinastías imperiales chinas, el escarnio público o el destierro en las abruptas Alpujarras. Desde luego, una perversidad sin paliativos que se desvaneció en el diccionario de la Real Academia.

Porque en el diccionario de la RAE se leen dos acepciones del verbo discriminar. La primera de ellas habla de separar, distinguir, diferenciar una cosa de otra, un adolescente de otro según sus actitudes, conocimientos, procedimientos, y necesidades educativas, es decir el sentido común para preparar a uno y al contrario para la vida adulta y exitosa. Tratamiento a la diversidad en serio y sin papeleo burocrático; sentido común con itinerarios escolares diferenciados y socialmente prestigiados. La segunda acepción de discriminar repugna a cualquier ciudadano con una mínima sensibilidad democrática: hace alusión al trato de inferioridad que se le hace a determinadas personas por motivos raciales, políticos, de sexo, religiosos, de gustos que pasan por el arco de triunfo, de pasaporte o de recursos económicos, que de todo hay en la viña del señor. Y esa discriminación más que otro cantar es un graznido que hay que extirpar por malsonante en la escuela y en la calle. En fin, el simpático rostro de la muchacha no tuvo el tiempo suficiente para explicar a qué tipo de discriminación se refería, o es posible que sus profesores o maestros no hayan tenido el tiempo necesario para detallarle el significado de las dos acepciones.

Un problema más para José María Aznar que nos ha dicho en Valencia que quiere una escuela rigurosa, exigente y de calidad.

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