RAÍCES

Huir del campo

En los años setenta, lo que entonces se llamaba la progresía, a poco que se acomodara, quería vivir toda en el campo. Yo, que venía del campo y había visto cómo la gente que vivía allí quería huir de él, no daba crédito a mis ojos. ¿Qué buscaban aquellos universitarios en el campo? ¿El retorno a la naturaleza? ¿El contacto con lo auténtico? ¿El encuentro de aquella edad de oro cervantina en que los hombres se mantenían con el humilde fruto de la bellota?

El campo andaluz, pese al singular empeño progresista, siguió en aquella década despoblándose y remachando el desgarro migrator...

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En los años setenta, lo que entonces se llamaba la progresía, a poco que se acomodara, quería vivir toda en el campo. Yo, que venía del campo y había visto cómo la gente que vivía allí quería huir de él, no daba crédito a mis ojos. ¿Qué buscaban aquellos universitarios en el campo? ¿El retorno a la naturaleza? ¿El contacto con lo auténtico? ¿El encuentro de aquella edad de oro cervantina en que los hombres se mantenían con el humilde fruto de la bellota?

El campo andaluz, pese al singular empeño progresista, siguió en aquella década despoblándose y remachando el desgarro migratorio de la década anterior. Aquella tierna ilusión, casi adolescente, de la frescura de la yerba húmeda y las genistas amarillas de Serrat, no se compadecía con el trabajo de sol a sol, ni con la penosa incertidumbre de eso que ha venido a llamarse con el tiempo, agricultura ecológica. Pronto aprendimos que aquel deseo de 'vivir en el campo' no era precisamente lo mismo que 'vivir del campo'.

La Andalucía histórico-agrícola, granero de Roma, se había hartado con los siglos de dar fruto y su gente huía del campo como de la peste. De nada sirvió que nuestro campo estuviera lleno de verdaderas ciudades. Al fin y al cabo, aunque tuvieran más de 50.000 habitantes, eran ciudades agrícolas, ciudades-aldeas, como las llamó con tino el geógrafo Don Manuel de Terán.

El viejo mito del campo y la ciudad, reverdece cada poco como las puyas tiernas de la primavera. Pero siempre ha sido alimentado por gente de ciudad. 'El paraíso del campo' es una patente ciudadana donde las haya. Desde el baturro Gracián, que entre menosprecios de corte y alabanzas de aldea no llegó a ser más que mandamás en Tarazona, hasta nuestro Góngora cordobés, que entre pastores y pastorcillas, se acapellanó en Madrid con Felipe III, el campo circula por la historia andaluza como una apetitosa fábula para consumo de los que no tienen que vivir de él.

Los arados dentales de madera están ya entre el terciopelo de los museos. Los tractores y las cosechadoras no parece ahora que haya que quemarlos porque quiten jornales. La agreste progresía de antaño ha visto que no es fácil, sin ser rico, vivir bien en el campo. Vaya chasco, encontrarse al temible señorito en el fondo del espejo.

Compramos gran cantidad de ajos a los ingleses que, al parecer, no han producido nunca ajo alguno, y entre los chalaneos de las subvenciones comunitarias, de los cultivos coyunturales, de los pesticidas organofosforados y de los excedentes de producción, comienza a brotar, otra vez, como una inocente amapola, la delicia del campo en los hipermercados de la ciudad: lechugas como las de antes, tomates tiernos y jugosos sin la coraza del pellejo transgénico, coles criadas a pleno sol, abridores madurados en el árbol. Todo bien abonado con estiércol natural. Pero eso sí, todo mucho más caro. 'Haberlo dicho antes y no nos fuéramos ido del campo'.

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