Tribuna:

¿Por qué y cómo se llega a ser terrorista?

Era el 7 de mayo de este año, un domingo de primavera. José Luis López de Lacalle, fundador del Foro de Ermua y veterano militante izquierdista encarcelado durante el franquismo, caía muerto por las balas de ETA junto a su casa, cuando venía de comprar los periódicos. Horas después aparecían unas pintadas vejatorias en diversos muros de su pueblo, Andoáin, con el siguiente texto: "De Lacalle, jódete, asesino".Resulta difícil imaginar cómo se puede llegar a semejante extremo de crueldad y de indiferencia (cuando no de alegría) por el dolor ajeno. A la mayoría de las personas les repugna ...

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Era el 7 de mayo de este año, un domingo de primavera. José Luis López de Lacalle, fundador del Foro de Ermua y veterano militante izquierdista encarcelado durante el franquismo, caía muerto por las balas de ETA junto a su casa, cuando venía de comprar los periódicos. Horas después aparecían unas pintadas vejatorias en diversos muros de su pueblo, Andoáin, con el siguiente texto: "De Lacalle, jódete, asesino".Resulta difícil imaginar cómo se puede llegar a semejante extremo de crueldad y de indiferencia (cuando no de alegría) por el dolor ajeno. A la mayoría de las personas les repugna el ejercicio de la violencia. Ello tiene que ver con un compromiso ético consciente, pero también, de una forma más primitiva, con el desarrollo emocional del ser humano. Ya desde una fase temprana, en el transcurso del proceso de socialización, los niños adquieren la capacidad de empatía, es decir, la aptitud de ponerse en el lugar del otro para comprender mejor lo que piensa y siente y lo que puede originarle sufrimiento.

Más allá del Código Penal (circunscrito a un reducido número de conductas punibles), lo que regula realmente el comportamiento humano e impide la transgresión de las normas válidas de convivencia es la conciencia moral. La vulneración de un principio ético genera una sensación de malestar emocional profundo: el sentimiento de culpa o de vergüenza por lo realizado. De este modo, la función adaptativa de la culpa consiste en la evitación de las situaciones que la generan o en las conductas de reparación, cuando se reconoce haber hecho algo mal, para eludir el remordimiento experimentado.

Sin embargo, en algunas personas este proceso está alterado. En concreto, las personas fanáticas, que se adhieren de una forma acrítica a una idea política y la siguen dogmáticamente con exclusión de toda información incongruente con ella, se caracterizan por una falta de empatía para sensibilizarse con el sufrimiento ajeno y por una ausencia de remordimiento cuando son ellas quienes lo generan. En estos casos, la militancia política y la creencia ciega en unos ideales patrióticos, con una fe del carbonero, constituyen ideas sobrevaloradas, que ocupan un lugar muy importante en sus pensamientos, impregnan afectivamente su vida y ejercen una acción tiránica sobre su conductas.

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El fanatismo lleva en sí el germen de la violencia. Estar en la certeza de una idea supone intentar imponérsela a los demás. En cierto modo, los terroristas se sienten héroes, miembros escogidos de una vanguardia de élite, que tienen como tarea una misión trascendente que justifica la muerte de los enemigos. Sólo así se explica la importancia concedida a sus acciones por el propio sujeto, que le lleva a minusvalorar el dolor de los demás, a considerarlo, en todo caso, como un mal necesario para la consecución de un objetivo superior, a ser insensible al rechazo social mayoritario y, en último término, a sobrevivir sin sentirse atormentado por sentimientos de culpa.

Estas ideas sobrevaloradas, que son muy persistentes, suelen ser compartidas por el microgrupo de personas al que se incorpora o del que procede el fanático. Sólo un grado alto de obcecación puede mantener, sobre todo si coincide con un nivel cultural bajo, una percepción tan distorsionada de la realidad y la incapacidad de un juicio crítico. El fanatismo recluye a una persona en una prisión interior y es irreductible al razonamiento lógico, al que sólo se llega -y no siempre- cuando surgen circunstancias vitales dramáticas: la detención y el encarcelamiento; la muerte de un compañero en la lucha, etcétera.

Si, como es obvio, nadie nace fanático, ¿cómo se produce entonces el lavado de cerebro? Es decir, ¿dónde se fragua esa distorsión de la realidad que da lugar a un espejo deformante del mundo social y que lleva a generar victimismo y odio en personas que han nacido en un régimen democrático y no han conocido la dictadura? En primer lugar, hay ciertos factores psicológicos de riesgo: la inmadurez y la dependencia emocional, en unos casos; la impulsividad y la búsqueda de emociones fuertes, en otros; o, por último, la personalidad paranoica (caracterizada por la rigidez de pensamiento, la desconfianza patológica, el orgullo exagerado, la pobreza afectiva y la agresividad irascible). Es decir, el fanatismo encuentra un caldo de cultivo adecuado en la inmadurez emocional de muchos adolescentes, que pueden resultar fácilmente manipulables.

En segundo lugar, un factor importante son las frustraciones diversas acumuladas en la vida cotidiana, que generan una baja autoestima y de las que se responsabiliza a otros, junto con un vacío moral. Sentirse protagonista en un grupo terrorista o violento, estimulado por el riesgo y la clandestinidad y aupado por ciertos medios de comunicación, puede resultar muy atractivo cuando en la vida civil (familia, estudios, amigos...) una persona se siente mediocre. Las insatisfacciones personales de toda índole encuentran fácil acomodo en los ideales patrióticos exaltados, que dan cobertura al resentimiento y a la violencia. En cierto modo, lo que ETA y la kale borroka tienden a acoger en su seno son, en general, personas desplazadas (gente de poca edad, inestable emocionalmente, mal socializada, con carencias culturales graves, etcétera), que en otras sociedades tienden a formar parte de movimientos marginales, con la expectativa idealizada de que el ejercicio de la violencia y el logro de los objetivos revolucionarios van a traer consigo la solución a sus problemas personales.

En tercer lugar, hay que tener en cuenta el papel crucial de la familia y de la educación escolar, que en los años decisivos de formación del niño pueden fomentarle un nacionalismo exaltado, una visión deformada de la historia y una atribución externa de los males propios a los enemigos exteriores (léase, España). Todo ello se hace aún más presente si el adolescente cuenta con algún familiar, amigo o vecino preso, al que se califica como héroe en su entorno (sobre todo, si es un pueblo pequeño).

Y en cuarto lugar, puede resultar determinante la cuadrilla de amigos, que genera un contagio emocional y con quienes se comparten jornadas de lucha y de juerga: todo ello contribuye a crear unos lazos emocionales sólidos. La cuadrilla, fuertemente cohesionada, ofrece a cada miembro una vida organizada, unos planes de fin de semana y una lista de actividades estructuradas, que le hacen a cada persona sentirse responsable y motivada y que le deparan aprobación

continua del grupo por su contribución a la causa.

Lo que contribuye también a fomentar en el adolescente un nacionalismo radical, en el que se exalta el comportamiento emocional en detrimento del racional, es la presencia de unos símbolos de identificación: una determinada estética en la indumentaria; las banderas y pegatinas de distintos tipos; los himnos y la música adecuada en cada caso; los homenajes a los presos excarcelados o a los terroristas muertos; los días de la patria; las jornadas de lucha; las manifestaciones reivindicativas... Todo ello suele ir acompañado de una coreografía y puesta en escena muy cuidadas.

Pero esta visión deformada de la realidad -victimista y cargada de odio- necesita ser realimentada para contrarrestar el sentir mayoritario de la población. Lo que la mantiene es la presencia de una cuadrilla cerrada, impermeable a la influencia del exterior. El grupo se consolida cuando sus componentes acuden sólo a determinados lugares (los gaztetxes) o bares (las herriko tabernak), siguen las directrices políticas de la prensa sectaria (Gara), forman parte de las organizaciones extremistas (Jarrai, Ikasle Abertzaleak), participan en las mismas jornadas reivindicativas y se divierten e incluso emparejan entre ellos mismos para que no haya contaminaciones ideológicas. Esta exaltación nacionalista propicia el paso a la acción en forma de conductas de vandalismo, que contribuyen a fortalecer el fanatismo de los sujetos: consiguen una intensa excitación emocional; obtienen la aprobación y el reconocimiento de los miembros del grupo en función de la heroicidad desplegada; logran una atención destacada en los medios de comunicación, con el valor añadido de que los partidos democráticos andan a la greña, y se quedan con una sensación de impunidad porque, en general, sus acciones les salen gratis. Todo ello fomenta un tono de arrogancia y de estar en posesión de la verdad. De este modo, no es de extrañar que las proezas sean cada vez más frecuentes, denoten mayor arrojo y sean más destructivas.

¿Cómo se puede prevenir esta espiral endiablada de violencia y fanatismo que supone una grave enfermedad moral y un envilecimiento de la vida cotidiana? Los problemas complejos no responden a soluciones simples. Pero, en cualquier caso, la familia y la escuela desempeñan un papel de primer orden, porque es ahí, en la infancia y en la adolescencia, en donde arraigan las actitudes de intolerancia que luego van a ser muy difíciles de erradicar. La educación debe inculcar activamente en los niños una convivencia basada en el cariño, en el ejercicio de la racionalidad, en la tolerancia y en los valores democráticos, de los que deben dar ejemplo, en primer lugar, los propios padres y educadores en la vida diaria y en la resolución de los conflictos cotidianos. Asimismo se debe ser combativo intelectual y moralmente contra la violencia. No es de recibo, por ejemplo, que la oleada actual de atentados, con su reguero de muertes y familias destrozadas, no sea objeto de comentario y de reflexión directa por parte de muchos educadores, que optan, en el mejor de los casos, por un prudente silencio cuando educan a los niños y adolescentes en los colegios del País Vasco.

No es menor la responsabilidad de los líderes y gobernantes. Los problemas políticos hay que plantearlos de forma resoluble en términos democráticos, no de un modo confuso, como cuando se apela a una cuestión de carácter para justificar la violencia de los vascos o a la esencia del pueblo vasco (el Rh negativo, en su versión étnica) para plantear reivindicaciones sin fin. Asimismo hay que evitar las declaraciones incendiarias, la mistificación de la historia y el cultivo habitual del victimismo, que, al generar sistemáticamente frustración, pueden tener una influencia nefasta en las personalidades infantiles de mayor riesgo. Porque de árboles sacudidos con saña caen nueces..., pero podridas.

Enrique Echeburúa es catedrático de Psicología Clínica en la Universidad del País Vasco.

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