Tribuna:

La 'reconquista' educativa JOAN B. CULLA I CLARÀ

¡Qué gran año, el de 1970! En plena vigencia del Segundo Plan de Desarrollo (1968-1971), la economía española había dejado definitivamente atrás las estrecheces de la larga posguerra, los rasgos de un atraso secular, y sus principales indicadores estadísticos exhibían una lozanía pletórica: un índice de paro del 1,12% (143.500 desempleados en todo el país), una renta per cápita superior a los 800 dólares (dólares a 70 pesetas, conviene precisarlo), la tasa de crecimiento anual en el 11,7%, una balanza de pagos positiva en más de 200 millones de dólares y las cámaras del Banco de España ...

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¡Qué gran año, el de 1970! En plena vigencia del Segundo Plan de Desarrollo (1968-1971), la economía española había dejado definitivamente atrás las estrecheces de la larga posguerra, los rasgos de un atraso secular, y sus principales indicadores estadísticos exhibían una lozanía pletórica: un índice de paro del 1,12% (143.500 desempleados en todo el país), una renta per cápita superior a los 800 dólares (dólares a 70 pesetas, conviene precisarlo), la tasa de crecimiento anual en el 11,7%, una balanza de pagos positiva en más de 200 millones de dólares y las cámaras del Banco de España rebosantes de oro y divisas convertibles, en gran parte, gracias a los más de 24 millones de turistas que nos visitaron a lo largo del ejercicio. Para los tecnócratas más o menos opusdeístas que manejaban la gestión del régimen (los López-Bravo, Monreal Luque, Villar Palasí, Fernández de la Mora, López Rodó, etcétera), ése fue seguramente el momento cenital: aquel en que estaban a punto de convertir una tenebrosa dictadura engendrada en los años treinta, amamantada y mecida por Mussolini y Hitler, en la "décima potencia industrial del mundo".Con todo, bajo los afeites del crecimiento económico y del consumismo, la dictadura persistía. Basten, para recordarlo, los tres obreros de la construcción abatidos a balazos por la policía en Granada, aquel verano, la militarización de los trabajadores del Metro madrileño para acabar con su huelga, la oleada de protestas y represiones que rodeó el desarrollo del proceso de Burgos o la convocatoria, el 17 de diciembre, de una nueva manifestación fascista en la plaza de Oriente -la penúltima en su género- para aclamar al Caudillo y rechazar la injerencia extranjera.

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Tal era, expuesto de modo muy sucinto, el contexto en el que entró en vigor, el 3 de agosto de 1970, la Ley General de Educación; una ley presuntamente reformista en lo social y modernizadora en lo técnico, pero que, desde el punto de vista ideológico, destilaba la más estricta ortodoxia franquista. Dos indicios: además del ministro Villar Palasí, quien la defendió ante el pleno de las Cortes fue el procurador falangista don Jaime Campmany (¿les suena?); mucho antes de eso, en el trámite de comisión, la solicitud de que la nueva ley incluyese la enseñanza del catalán, el vasco y el gallego -una demanda que hacía suya incluso Porcioles- había sido rechazada por otro de los ponentes, Adolfo Muñoz Alonso, con el argumento de que "la lengua no es sólo vehículo a través del cual los hombres se comunican, porque también a través de ella se filtra el alma y, a veces, los virus para el alma"; por tanto -concluía el procurador- "no empecemos concediendo favores a aquellos que los piensen utilizar justamente en contra de la propia unidad de la patria que se los concedió".

En este marco del pensamiento, es evidente que el temario de Historia de España que la ley de 1970 establecía para 3º de BUP no era fortuito ni arbitrario, sino intencionado y coherente: un planteamiento cronológico y memorístico, mucho más narrativo que analítico; una concepción biologista, casi inmanente de España, cuyas raíces ya estaban claras antes de la romanización, que cristalizó plenamente en la Hispania romana y en la monarquía visigoda y que, tras el descarrío fragmentador de la Edad Media, recuperó su unidad natural bajo el reinado decisivo de los Reyes Católicos.

Pues bien, ésos son los enunciados y ésa la filosofía de fondo que el Gobierno del PP acaba de recuperar para su inminente reforma de la enseñanza secundaria. Se trata, corto y claro, de una regresión historiográfica y didáctica de neto relente franquista, del intento de imponer de nuevo en los colegios e institutos de todo el Estado una visión uniforme y homogénea de la Historia de España que reduzca los rasgos históricos propios de cada comunidad a meras "particularidades locales", de una verdadera Reconquista educativa. Días atrás, un redactor de EL PAÍS recogía el diagnóstico coincidente de socialistas y nacionalistas periféricos al juzgar que la política del Gabinete de Aznar "está llevando a España a una nueva loapización", pero la realidad es todavía peor; en las aulas, al menos, el propósito parece el de corregir las flaquezas de la transición y restaurar concepciones preconstitucionales. Es bien significativo, a este respecto, que se quiera suprimir la educación en valores como, por ejemplo, "la tolerancia ante la diversidad de opiniones" o "la valoración de la variedad lingüística de España".

En cualquier caso, y desde una perspectiva profesional, las revelaciones que este diario ha hecho a lo largo de la semana acerca de los planes de reforma educativa del Gobierno no constituyen una sorpresa, sino una confirmación. De los augurios contenidos en el famoso Informe de la Real Academia de la Historia del pasado mes de junio; o de los presagios que encerraba el último Premio Nacional de Historia, fallado hace 15 días.

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Supongamos que el Departamento de Cultura de la Generalitat concediese el máximo galardón historiográfico del año y 2,5 millones de pesetas a un suntuoso estudio oficialista sobre el escudo, la bandera y el himno de Cataluña. ¿Se imaginan la que se organizaría, las descalificaciones y los sarcasmos acerca del fetichismo simbólico, del ensimismamiento autocomplaciente, del oportunismo de los premiados? Pues el Ministerio de Educación y Cultura, que regenta doña Pilar del Castillo acaba de otorgar el premio antes citado a la obra Símbolos de España, en la que cuatro ilustres exponentes del establishment profesional se recrean en los orígenes de la bandera, el escudo y el himno de España. Ante esta noticia, aguardo impaciente el alud de críticas de cuantos gustan hacer ascos de cualquier nacionalismo, de todos aquellos que abominan del patriotismo y maldicen cualquier invocación identitaria. Espero esas críticas; pero, por si acaso, las espero sentado.

Joan B. Culla es profesor de Historia Contemporánea de la UB.

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