45ª SEMANA DE CINE DE VALLADOLID

Guédiguian y Daldry traen películas maravillosas

Dos películas muy distintas entre sí, casi opuestas en trama argumental y estilo, enriquecieron ayer con exquisita variedad la la pantalla del teatro Calderón. El pueblo está tranquilo es un paso más hacia arriba en la escalada en busca de la maestría del cineasta marsellés Robert Guédiguian, que aquí aborda un radical y vigoroso cruce de tragedias cotidianas de la vida en su ciudad, pero con ambición de metáfora de este tiempo. Contrastó este amargo puñetazo de pesimismo con el suave optimismo y la ensoñadora elegancia de Quiero bailar, un precioso relato dirigido por el británico Stephen Dal...

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Dos películas muy distintas entre sí, casi opuestas en trama argumental y estilo, enriquecieron ayer con exquisita variedad la la pantalla del teatro Calderón. El pueblo está tranquilo es un paso más hacia arriba en la escalada en busca de la maestría del cineasta marsellés Robert Guédiguian, que aquí aborda un radical y vigoroso cruce de tragedias cotidianas de la vida en su ciudad, pero con ambición de metáfora de este tiempo. Contrastó este amargo puñetazo de pesimismo con el suave optimismo y la ensoñadora elegancia de Quiero bailar, un precioso relato dirigido por el británico Stephen Daldry.

Vuelve Guédiguian, como ya hizo en Marius y Jeannette y De todo corazón, a sumergirnos en la encerrona, unas veces cordial y otras inhóspita, de Marsella, en el hervidero de acentos y de fisonomías de su barrio natal de L'Estaque, especie de resumen de idiomas, de rostros y de culturas mediterráneas que revienta de vida. Pero aquí el universo multicolor de ese fraternal paisaje urbano se ha uniformizado, ha perdido choque y contraste, se ha ennegrecido de pronto, inesperadamente y con intensidad perturbadora.El estallido de color de la cámara de Guédiguian se acopla ahora a la condición oscura del relato que enfoca. O, más exactamente, de los relatos, porque El pueblo está tranquilo nos enreda en un intrincado juego de vidas cruzadas que poco a poco nos va atrapando el alma, y en la zona de desenlace, acaba cortándonos literalmente el aliento con la súbita conversión de esos negros hilos en hilos rojos, con la brutal transformación del escenario de la vida cotidiana de la clase obrera marsellesa en una metáfora de vasto alcance, la imagen de la Europa como pudridero humano y como estafa histórica. Hay amargura, dolor y riesgo en esta honda aventura imaginaria.

Dijo ayer aquí Guédiguian: "El pueblo está tranquilo es una película indisociablemente ligada a otra, Al ataque, que fue concebida, construida y rodada casi paralelamente a ella. Esta última película, Al ataque, está hecha de realidad tal como podría ser, y aquélla, El pueblo está tranquilo, con la realidad tal como es. Aquélla se hizo con la voluntad y ésta se ha hecho con la inteligencia. Al ataque es una comedia, un sueño convertido en ficción; El pueblo está tranquilo es, en cambio, una constatación, un hecho convertido en ficción".

Ahora nos trae el cineasta marsellés un mazazo de inteligencia y constatación, que son los componentes formales de la tragedia cotidiana que arrastra el brutal resurgimiento del fascismo en Europa, visto a través de la espeluznante agonía de una muchacha heroinómana y de los negros, rojos, cruzados y los del horror que se mueven alrededor de su pasión y de su muerte. Esta estremecedora obra mayor, de enorme ambición y dificultad, contrastó con una preciosa y magistral obra menor, Quiero bailar, una delicia tan primorosamente realizada que se convierte también, en su pequeñez, en cine mayor, de gran ambición y alcance. La dirige el británico Stephen Daldry, recién llegado al cine desde una prolongada -y, por lo que se entrevé, muy rica- experiencia en los teatros de su país y del Broadway neoyorquino. Cuenta la conmovedora historia y el proceso de formación íntima, sentimental y profesional de un niño que lleva dentro un genial bailarín, hijo de un tosco y mísero minero sublevado del condado de Durham, durante los días de la salvaje represión de 1984, en que la maquinaria policial de Margaret Thatcher trituró al movimiento sindical, social y resistencial de la minería británica. El relato, en bellísimo crescendo lírico, del despegue del talento del niño, desde el polvo negro de una remota mina inglesa al polvo blanco de un gran escenario de Londres, cautiva y emociona. Es un magistral, un adorable caramelo, que se devora. Ya no se hace apenas cine tan puro como el que ayer trajeron Daldry y Guédiguian. Pero reconforta comprobar que, aunque con cuentagotas, existe.

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