Tribuna:

El Papa, en la ruta del rabino Jesús AMOS OZ

Los miembros más ancianos de mi familia, refugiados judíos del este de Europa, miran hacia otro lado cada vez que pasan por delante de una iglesia. Algunos se ponen tensos cuando ven una cruz o si oyen el sonido lejano de campanas de iglesia. Cuando era niño solía hacer muchas preguntas sobre Jesús, pero no recibía más que respuestas reticentes. En presencia de algunas de mis tías, hablar de Jesús y hablar de sexo provocan la misma reacción: ¿Por qué no hablamos de algo agradable? Cuando tenía ocho o nueve años, un día, al volver del colegio, le dije a mi abuela que Jesús era judío. Pensé que ...

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Los miembros más ancianos de mi familia, refugiados judíos del este de Europa, miran hacia otro lado cada vez que pasan por delante de una iglesia. Algunos se ponen tensos cuando ven una cruz o si oyen el sonido lejano de campanas de iglesia. Cuando era niño solía hacer muchas preguntas sobre Jesús, pero no recibía más que respuestas reticentes. En presencia de algunas de mis tías, hablar de Jesús y hablar de sexo provocan la misma reacción: ¿Por qué no hablamos de algo agradable? Cuando tenía ocho o nueve años, un día, al volver del colegio, le dije a mi abuela que Jesús era judío. Pensé que se apresuraría a negarlo, pero se limitó a responder con tristeza: "Ojalá no lo fuera. Desde hace miles de años, todos los judíos cargamos con la culpa de los líos que él solo se buscó". Pasé mis años de crecimiento con una extraña mezcla de emociones sobre "ellos" y "nosotros", y descubrí que me sentía más cercano a Jesús y los judíos -los más desvalidos- que a la Iglesia y mis tías.Muchos años después, viajé en un compartimento de segunda clase de un tren nocturno francés con dos jóvenes monjas católicas. Charlamos para pasar el tiempo y salió a relucir que era de Jerusalén. En cuanto lo dije, se intercambiaron una mirada alarmada y una de ellas me preguntó, tímidamente: "¿No está Jerusalén lleno de judíos ahora?". Le respondí que, de hecho, yo era judío. Silencio. Entonces, la más joven dijo: "Era tan bueno; ¿cómo pudieron hacerle eso los judíos?". Había una tristeza y un dolor tan profundos en su voz que me dieron ganas de decirle que yo no había sido, que aquel viernes concreto precisamente tenía una cita con el dentista. De pronto, quizá por primera vez en mi vida, este judío nacido en Israel empezó a comprender de qué no hablaban mis tías y mi abuela.

Y, sin embargo, cuanto más leo sobre Jesús, más estoy de acuerdo con la monja, por lo menos en un aspecto: era verdaderamente bueno. El hecho de que su nombre evoque tanto resentimiento entre los miembros de mi familia, en millones de judíos, está relacionado con sus discípulos, no con él. En primer lugar, está relacionado con la Iglesia católica, que durante milenios se dedicó a calificar a los judíos de asesinos de Dios. Qué temibles y horripilantes debían de parecer a generaciones de sencillos creyentes cristianos: unas gentes capaces de haber matado a un Dios tenían que ser sobrehumanos y, al mismo tiempo, infrahumanos.

Pero mi Jesús no es ninguna de las dos cosas. Es completamente humano. Cuando el papa Juan Pablo II viaje a Nazaret y Belén, al mar de Galilea y a Jerusalén, seguirá los pasos de uno de los judíos más genuinos que jamás han existido. Yo le llamo, con frecuencia, el rabino Jesús. A algunos amigos míos, tanto judíos como cristianos, les incomoda este título, pero los seguidores originales de Jesús le llamaban muchas veces eso: "Rabino", una palabra hebrea que no significa "padre", ni "profeta", ni "santo", sino sencillamente "maestro". Y un maestro es lo que fue; un maestro judío no ortodoxo que quería devolver el judaísmo a lo que consideraba sus puros orígenes, o empujarlo hasta lo que le parecían sus consecuencias irrenunciables. Ni que decir tiene que no era cristiano: enseñó y debatió en muchas sinagogas, pero nunca pudo poner el pie en una iglesia, ni se santiguó, ni se arrodilló ante una cruz, icono o imagen; jamás en su vida. En términos modernos, tuvo una vida de judío reformista y una muerte de judío no conformista.

A menudo me pregunto cómo se habría sentido el rabino Jesús dentro de una catedral o en medio de las manifestaciones terrenales del poder católico. Me pregunto qué le habría parecido a aquel sincero e irónico joven poeta descalzo de Galilea el vicario de Cristo si se lo hubiera encontrado en sus viajes por la Galilea actual, con su séquito majestuoso y rodeado de miles de guardias armados judíos. ¿Se consideraría Jesús uno de los invitados? ¿O uno de los anfitriones? ¿Estaría entre las multitudes aclamadoras? ¿Se arrodillaría? La visita del pontífice a Galilea, ¿le haría sentirse como mis tías y mi abuela, o más bien como las monjas francesas?

Aunque todos los cristianos le llaman Salvador, para mí no es más que Yeshu -Jesús-, hijo de Miriam y Yosef, que tenía toda la razón, por ejemplo, sobre la rigidez y la hipocresía de la religión organizada y sobre la necesidad universal de compasión; pero seguramente estaba muy equivocado sobre la posible existencia de un amor universal y capaz de abarcarlo todo. El amor es un bien escaso y, cuando se extiende a toda la humanidad, pierde consistencia. Es posible amar a una docena de personas, tal vez dos docenas, pero si alguien asegura que ama a todo el Tercer Mundo, por ejemplo, o a los pobres, o a los ciegos, eso tiene poco significado. Además, un amor de ese tipo se deteriora con facilidad, hasta convertirse en odio y desprecio cuando no es correspondido. Otros sabios judíos fueron más modestos que Jesús, y predicaron justicia, igualdad y caridad en vez de ese amor omnipresente.

Durante miles de años, los judíos han sido el blanco del amor cristiano. Les han dicho sin cesar que debían cambiar. Que tenían que amar a Jesús tanto si lo amaban como si no. Como, en general, a los judíos les costaba mucho amar a Jesús, los inquisidores españoles, los cristianos responsables de los pogromos o los antisemitas de la casa de al lado estaban siempre dispuestos a ayudarles a encontrar el amor. En el vocabulario de la Iglesia, "la conversión de los judíos" llegó a ser sinónimo del segundo advenimiento y la salvación del mundo. Al rechazar tercamente a Jesús y negarse a la conversión, los judíos han sido los culpables de posponer la redención y, por consiguiente, han prolongado el sufrimiento del mundo. Por tanto, deben ser crucificados.

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Evidentemente, éste no es un resumen de toda la historia de las relaciones judeo-católicas. Ha habido épocas mejores y épocas peores. En el siglo XX se produjo el momento más negro en esta relación, por lo menos desde los tiempos de la Inquisición española, cuando el papa Pío XII no fue capaz de condenar sin ambigüedades el asesinato masivo de judíos en la Alemania nazi y no quiso pedir a sus fieles que dieran cobijo a los judíos perseguidos. El 15 de enero de 1964, el papa Pablo VI vino de visita a Tierra Santa. Desde Cisjordania, donde se encontraba, cruzó al día siguiente a Israel y permaneció aquí varias horas, visitando lugares sagrados, pero sin mencionar ni una sola vez la palabra "Israel". Tuvo cuidado de no decir tampoco "judíos", e insistió en el término "los hijos de la Alianza de Abraham". Dejó muy claro que había venido en peregrinación, no para hacer una visita. Concluyó su estancia con una misa en el monte Sión y evitó el Yad Va'Shem, el museo y memorial nacional israelí del holocausto y todos los demás lugares de significación religiosa o nacional judía. En su discurso de despedida, cuando se disponía a abandonar el país cuyo nombre se negaba a decir, Pablo VI elogió a su mentor, el papa Pío XII, y defendió su silencio durante la tragedia nazi.

Al regresar al Vaticano, envió un educado telegrama dirigido al "presidente Shazar. Tel Aviv", eludiendo tanto la palabra "Israel" como cualquier referencia a Jerusalén como capital, con lo que echó más leña al fuego: todavía en los años sesenta, el Vaticano trataba a Israel como si no fuera un país; a su pueblo, como si no fuera una nación, y a su Gobierno, como si no fuera una entidad. Igual que mis dos monjas francesas, era evidente que a Pablo VI le molestaba, en cierto modo, que "Jerusalén estuviera lleno de judíos ahora". Con su forma de tratar a los israelíes, aquel Papa de tantas otras facetas innovadoras reforzó en muchos judíos la amargura y el sentimiento doloroso de que les habían excluido de la familia de las naciones. Es posible que al rabino Jesús esa soberbia papal le hubiera parecido farisaica.

Mucho ha cambiado desde aquel desgraciado viaje pontifical a Tierra Santa. Ya antes de entonces, el papa Juan XXIII había dado un primer paso en las relaciones entre la Iglesia católica y el pueblo judío al absolver a este último de la responsabilidad colectiva por la muerte de Jesús; es decir, había bajado a los judíos de la cruz o, por lo menos, había arrancado un par de clavos. Después siguió un principio gradual y vacilante de diálogo judeo-católico, abogado por la Iglesia, cuya consecuencia fue que la Iglesia pidió perdón oficialmente por su papel en la tragedia histórica vivida por los judíos. El papa Juan Pablo II es el espíritu viviente tras las diversas medidas de reconciliación que culminaron en el reconocimiento oficial del Estado de Israel por parte del Vaticano y el establecimiento de plenas relaciones diplomáticas entre ambos.

No obstante, la única de mis tías que sigue viva (aunque ya muy anciana) no está satisfecha. Insiste en que la petición de perdón no basta, que la Iglesia católica -y el mundo cristiano en general- tiene que hacer todavía un serio examen de conciencia y una labor de autocrítica respecto a su tratamiento histórico de los judíos. En su opinión, lo mínimo que pueden hacer ahora los cristianos para expiar sus numerosos pecados contra los judíos es ponerse del lado de Israel en su disputa con los árabes. Mi tía cree que, aunque este conflicto no es más que una escaramuza pasajera a propósito de los derechos sobre el territorio, el conflicto judeo-cristiano tiene un aspecto oscuro y teológico que no puede resolverse mediante negociaciones diplomáticas: al fin y al cabo, los árabes sólo nos acusan de robarles sus tierras, no de traicionar a su Dios. Al hablar de la inminente visita del papa Juan Pablo, mi tía comentó, en parte para sí misma: "Quizá está bien que sea polaco. Yo también soy polaca. Los dos sabemos lo que de verdad les hicieron los católicos a los judíos. El Papa debería contárselo a Arafat".

Sospecho que lo que mi tía quiere del Papa, en realidad, es algo que ni siquiera Jesús podría darle: un río de amor incondicional que, en su opinión, los cristianos les deben al Estado de Israel y a todos y cada uno de los judíos. Quiere que el Papa y todos los cristianos deseen ver Jerusalén lleno de judíos. Después del daño que ha infligido la Iglesia a los judíos durante miles de años, mi tía no va a conformarse con nada que no sea un Papa sionista.

Los árabes, por su parte, quieren verle totalmente comprometido con su bando. Esperan que la Iglesia y toda la cristiandad vean las cosas a su manera. Más aún, algunas publicaciones árabes suelen retratar a los judíos como el enemigo común tanto de los cristianos como del islam: los judíos son el pueblo que rechazó tercamente al Salvador de los cristianos y al Profeta del islam. Indeseados en Europa y rechazados por las naciones cristianas, esos judíos imponen ahora su presencia a los pueblos musulmanes de Oriente Próximo. De hecho, con frecuencia, las peores manifestaciones islámicas en contra de los judíos toman prestadas sus palabras del vasto arsenal del antisemitismo secular de los cristianos.

La Europa cristiana ha hecho daño tanto a árabes como a judíos, aunque de diferentes formas. Los judíos hemos soportado la discriminación, la persecución e incluso el genocidio. Los árabes padecieron unas cruzadas sangrientas en la Edad Media y el imperialismo, el colonialismo y la explotación a manos de los europeos en la época moderna. Parte de la tragedia árabe-israelí, al menos, se debe a que árabes y judíos no logran mirarse realmente a los ojos; muchas veces ven en el otro la viva imagen de su opresor pasado común. Suele pensarse que las víctimas de un mismo opresor desarrollan una sensación de solidaridad entre ellas. En realidad, es muy frecuente que no se conviertan en hermanos, sino en enemigos mortales. Dos víctimas del mismo opresor, dos hijos del mismo padre cruel, cuando se miran mutuamente, muchas veces no ven el reflejo de ellos mismos, sino el de su enemigo común.

Para mis tías, los palestinos no eran más que una nueva encarnación de los viejos cosacos y nazis perseguidores de los judíos, que ahora llevaban kefiyes y bigotes, pero que, de todas formas, seguían dedicándose a degollar judíos para divertirse. Del mismo modo, muchos palestinos y otros árabes son incapaces de ver lo que en realidad somos los judíos de Israel: un puñado de refugiados y supervivientes traumatizados. Más bien, en nosotros ven una extensión de los europeos soberbios y opresivos que han vuelto -esta vez, disfrazados de israelíes- y siguen intentanto colonizar a los árabes, tiranizarlos y apoderarse de sus tierras y sus recursos.

Cuando el papa Juan Pablo II recorra Tierra Santa, esas zonas que constituyen el Estado de Israel y que pronto serán el Estado de Palestina, haría bien en convertir su viaje en algo más que otra peregrinación más a los santos lugares. Podría transformarlo en una visita cargada de emoción a dos naciones, los judíos de Israel y los árabes de Palestina, profundamente heridos, no sólo -y no principalmente- cada uno por el otro, sino, sobre todo, por la Europa cristiana. Tal vez el mensaje fundamental del Papa durante esta visita podría dirigirse no a los judíos ni a los musulmanes, sino a los cristianos: la Europa cristiana tiene una responsabilidad histórica por gran parte del sufrimiento de ambas partes en conflicto en Oriente Próximo. Por consiguiente, tiene el deber moral de fomentar la paz en la región y ofrecer su ayuda a todas las partes de todas las maneras posibles. En lugar de alinearse constantemente con unos u otros y mover el dedo como un maestro anticuado que castiga a un alumno indisciplinado, es hora de que los europeos ofrezcan a todas las partes involucradas todo el apoyo moral y material necesario para sacar adelante su intento actual de alcanzar un compromiso que, por fuerza, tendrá que ser doloroso y frustrante para todos. Ya no es preciso que nadie ajeno a la región escoja entre ser pro-israelí o pro-palestino; ahora es posible estar a favor de la paz e identificarse con ambos.

El conflicto árabe-israelí tiene un complejo elemento emocional, inflamado por las respectivas historias y empeorado por los enfrentamientos con los cristianos. En esta dimensión emocional del conflicto, el Papa podría desempeñar, tal vez, un papel curativo, no necesariamente otorgando o pidiendo perdón, sino ofreciendo su respaldo emocional a ambas partes.

La disputa a propósito de los santos lugares no es, desde luego, la causa del conflicto árabe-israelí, pero sí uno de sus campos de minas más peligrosos. En los casos donde judíos y musulmanes reclaman unos derechos sobre algunos de los lugares en una confrontación no resuelta, sería un error que el Papa se erigiera en tercera parte en disputa, ya fuera en nombre de la Iglesia o en nombre de toda la cristiandad. De hecho, creo que la única opción para disipar dicha tensión es hallar una modalidad provisional para su administración, que permita a los fieles de todas las confesiones practicar sus religiones respectivas y deje en suspenso las cuestiones de propiedad, de soberanía e incluso de la condición definitiva de dichos lugares.

Cuando era pequeño, mi sabia abuela me explicó en palabras sencillas cuál era la diferencia entre judíos y cristianos (pero sus palabras pueden muy bien aplicarse a cualquier diferencia religiosa). "Mira -me dijo-, los cristianos creen que el Mesías ha estado aquí una vez y regresará algún día; los judíos sostienen que el Mesías no ha venido todavía. Por esa diferencia ha habido odio y derramamiento de sangre sin fin". "¿Por qué? -continuó, perpleja- ¿Por qué no puede limitarse todo el mundo a esperar? Si el Mesías aparece y dice 'Hola, cuánto me alegro de veros otra vez', los judíos tendrán que darse por vencidos. Si, en cambio, viene y dice 'Me alegro de conoceros', todo el mundo cristiano tendrá que pedir perdón a los judíos. Hasta ese momento, ¿por qué no vivimos y dejamos vivir?"

"Perdónales -dijo el rabino Jesús-, porque no saben lo que hacen". Bueno, estoy dispuesto a asumir la tradición cristiana del perdón, pero no con el "no saben". Aunque debamos intentar perdonarnos unos a otros por las injusticias pasadas, no podemos hacerlo basándolos en el infantilismo moral o la imbecilidad ética. Todos sabemos lo que hacemos cuando infligimos dolor, causamos humillaciones o cometemos agravios, porque en alguna ocasión a todos nos ha tocado ser víctimas de ello.

Mi abuela lo sabía y, al menos por lo que respecta a los santos lugares que tanta ira despiertan, creo que su propuesta es la única realista. Pero ¿estaría dispuesto el Papa a apoyarla? ¿Pueden vivir con ella judíos y musulmanes? ¿Podemos sobrevivir todos sin ella?

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