Tribuna:

Oyendo solitario alrededor la vida

JAVIER MINA

Extraña imagen de la vida. El yonqui dormitando en un asiento de la biblioteca. Desdentado, flaco, casi ya más muerto que vivo, pero envolviendo los estigmas de lo que fue -ya ni sabría cómo llegar a la aguja- en un aura de apacibilidad, bajo un continente pulido, formal, limpio. Sin duda huyó del aguacero y el vendaval para acogerse al calorcillo de los radiadores, aunque, quién sabe, tal vez le atrajo el propio calor de los libros y en el sueño de la biblioteca se imagina soñar con un escritor que redacta la vida de un yonqui cansado que, por huir del aguacero al cabo de u...

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JAVIER MINA

Extraña imagen de la vida. El yonqui dormitando en un asiento de la biblioteca. Desdentado, flaco, casi ya más muerto que vivo, pero envolviendo los estigmas de lo que fue -ya ni sabría cómo llegar a la aguja- en un aura de apacibilidad, bajo un continente pulido, formal, limpio. Sin duda huyó del aguacero y el vendaval para acogerse al calorcillo de los radiadores, aunque, quién sabe, tal vez le atrajo el propio calor de los libros y en el sueño de la biblioteca se imagina soñar con un escritor que redacta la vida de un yonqui cansado que, por huir del aguacero al cabo de una vida que le sume en la perplejidad porque no le ha dejado más que el cansancio, se refugia en la biblioteca donde después de repasar unos días que se le antojan alfileretazos, chispas, desencuentros, tirones, golpes, comisarías, se deja ganar por el sueño con una sonrisa porque, aunque equivocada y tocante a su fin, su vida también ha sido vida.

Están los tiempos tan a muerte, con esas sombras alargadas de las pistolas correctoras de la discrepancia ideológica, están los tiempos tan a muerte con los huesos de quienes fueron suprimidos por una voluntad que saltando por encima del Estado de Derecho impuso la tierra quemada del asesinato; están los tiempos tan a muerte con esos huesos ateridos clamando justicia por lo que nunca debió ser; están los tiempos tan a muerte con la amenaza asesina que acaricia el gatillo, el tambor, la bala que romperá en dos a quien sólo por pensar distinto le planta cara; están los tiempos tan a muerte, que es preferible cualquier vida. Incluso la atemorizada o la frágil, la corta, la que ya no busca más que el arrimo de los libros para sacarles un poco de calor porque fuera llueve y la mañana de pura lluvia, de puro viento, de puro gris parece estar a bajo cero.

Y es que los humanos somos así, al menos muchos, los que pensamos que nada -y mucho menos las coartadas patrioteras- justifica la muerte. Hasta cuando nos dicen que la vida sólo consiste en un puñado de genes que puede ser común a todo lo vivo pegamos un bote y nos reímos. La vida, eso, 300 genes mal contados. Todo un hallazgo que se conoce como el genoma mínimo de Venter, por el científico que lo ha descubierto en un bichejo que además de elemental habita -para que luego nos acusen de antropocentris-mo- en los canales urinarios humanos. 300 paquetes de instrucciones destinados a dar forma y replicar cadenas de proteínas. 300 genes en los que también cabe el misterio, puesto que se desconoce para qué sirve un tercio de los mismos, aunque muy bien podrían servir para contener el reloj biológico, información redundante y características capaces de distinguir a un microrganismo dado de otro de su misma especie. ¿O es que no puede haberlos rubios, morenos, bajos, altos, disléxicos o patizambos?

La vida no sería sino forma, por mucho que el moralista, cediendo al chiste fácil, dijera que forma de vida. Bastaría con coger un puñado de proteínas y darles determinada forma para que aquello se pusiera a vivir haciendo realidad mitos como el de Dios y el puñado de barro. Un Dios que, como se sabe, escribe derecho con renglones torcidos. Dios o Frankenstein. Algún literato.

Cuentan que el mulá Nasrudín solía hacer de vez en cuando de barquero. Un buen día utilizó sus servicios un ilustre pedagogo. Al despegarse la barca de la orilla y como el río impusiera por su enorme caudal, el erudito le preguntó si el viaje sería movido, a lo que Nasrudín respondió que no le preguntara nada de eso. "¿Acaso nunca aprendió gramática?", insistió el pedagogo, y como Nasrudín le contestara por la negativa, el ilustre erudito se rasgó las vestiduras: "¡Cómo! ¡Entonces ha desperdiciado la mitad de su vida"! A poco y cuando se hallaban en medio de la corriente, se levantó una tormenta. Nasrudín preguntó al listillo si sabía nadar y como le dijera que no, Nasrudín le soltó: "Entonces ha perdido toda su vida, pues nos estamos hundiendo". Ríos de la muerte, ríos de la vida, libros de la vida -genomas-, libros de la biblioteca, calor humano envasado. Extraña imagen de la vida, la biblioteca. Extraña cosa, la vida.

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