Tribuna:

La culpa siempre es de Norteamérica

Los nuevos eurodiputados ocuparán sus escaños, la nueva Comisión apilará sus proyectos y los Quince mantendrán el forcejeo entre sus intereses nacionales, pero nada habrá cambiado respecto a uno de los puntos cruciales de la Unión Europea: vivimos en el Estado providencia más vasto y caro del planeta. Por otra parte, mister Pesc irá dando sus primeros pasos tras la experiencia crítica de Kosovo, pero tampoco habrá cambiado otra faceta frontal de la vivencia europea: el recelo permanente frente a los Estados Unidos, un estado de ánimo en el que vive contradictoriamente la socialdemocraci...

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Los nuevos eurodiputados ocuparán sus escaños, la nueva Comisión apilará sus proyectos y los Quince mantendrán el forcejeo entre sus intereses nacionales, pero nada habrá cambiado respecto a uno de los puntos cruciales de la Unión Europea: vivimos en el Estado providencia más vasto y caro del planeta. Por otra parte, mister Pesc irá dando sus primeros pasos tras la experiencia crítica de Kosovo, pero tampoco habrá cambiado otra faceta frontal de la vivencia europea: el recelo permanente frente a los Estados Unidos, un estado de ánimo en el que vive contradictoriamente la socialdemocracia europea y en el que se solazan indistintamente la extrema derecha y la extrema izquierda. Quizás ambas circunstancias tengan cierta relación y pueda aventurarse que la desconfianza de la Europa sobrecargada por el Estado de bienestar proviene del parangón con unos Estados Unidos cuya economía siempre será más dinámica precisamente porque no sufren el mismo lastre de prestaciones providentes. Son posos de la cultura adversaria al capitalismo democrático. De forma genérica, el antiamericanismo empapa lógicamente la resistencia de sectores de la opinión pública europea -y significativamente de la mayoría de intelectuales españoles- frente a la legitimidad democrática de la Alianza Atlántica, y fundamenta el posicionamiento numantino ante cualquiera de sus despliegues operativos. El antiamericanismo nutre de combustible ideológico el antiatlantismo, como habrán podido percibir personalidades como Javier Solana -actual secretario de la OTAN- o el ministro de Exteriores alemán, Joschka Fischer, ambos procedentes de una izquierda pacifista o reticente al atlantismo. Kosovo habrá significado para ellos una constatación lacerante equiparable al momento en que el apóstol Tomás puso el dedo en el costado de su maestro.

En 1999, ni la guerra de Cuba ni la visita del presidente Eisenhower a Franco parecen factores de suficiente densidad para dar una justificación histórica del antiamericanismo sistemático y generalmente desinformado que alimenta los aspavientos morales de la izquierda pleistocénica. Tuvimos que constatarlo cuando el PSOE convocó el referéndum sobre la OTAN en una de las escenificaciones más pintorescas que se hayan dado. El felipismo lo sufrió entonces en sus propias carnes, tal vez porque el socialismo español había sobrevivido sin poder catar los matices históricos que hace 50 años llevaron a socialistas europeos como el británico Ernest Bevin o el belga Spaak -gran enemigo del franquismo- a solicitar la ayuda de los Estados Unidos para preservar la libertad en la Europa occidental. Así nació la OTAN, frente a una amenaza soviética que levantaba el telón de acero y provocaba la guerra fría.

Con ocasión del medio siglo de la Alianza Atlántica, Helmut Schmidt recordaba que de no ser por los americanos, y su compromiso político y militar con Europa, Stalin y Jruschov podrían haber sometido a todo el continente europeo; de no haber sido por ellos, las naciones de Europa oriental no habrían tenido nunca la oportunidad de recuperar la libertad, como tampoco habrían tenido oportunidad los alemanes de alcanzar la reunificación.

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Ninguna alianza, por supuesto, se abastece del idilio. Hubo y habrá roces y suspicacias entre los Estados Unidos y Europa, pero la voluntad de garantizar la durabilidad de la Alianza Atlántica quizás sea la gran victoria -incruenta- de la posguerra. Incluso entonces -como ha escrito un analista- Europa temía simultáneamente verse abandonada y verse implicada. Es el voluminoso dilema que parece haber impedido que los Quince instrumentasen con rigor una política de seguridad. En otros momentos, los Estados Unidos criticaban la tortuosidad del pensamiento europeo y su propensión a hacer concesiones, mientras que Europa no osaba admitir su temor a la debilidad americana.

Existe, por lo demás, el antiamericanismo cultural, una curiosa forma de hipocresía frente al jazz, Internet, la coca-cola, Hollywood y los pantalones tejanos. Entre el apocalipsis y la veneración, alguien dijo que la única cultura verdadera paneuropea es la cultura americana. Son maneras de olvidar el gótico y la Ilustración. En el otro extremo, puesto que se puede llegar a la simplificación de que los Estados Unidos es el país de la pena de muerte y del conflicto racial, incluso los padres de la Constitución resultan ser unos facinerosos.

Estados Unidos y Europa no dejan de ser una extraña pareja, pero los beneficios de la costumbre impiden que el juez más permisivo pudiera sentenciar a favor del divorcio. Es un contrato inscrito en las páginas fundacionales de la Alianza Atlántica y avalado por las tumbas de los soldados americanos en las costas de Normandía. Aun así existe una patología del antiamericanismo fácilmente calificable como histeria. La efectividad del antídoto está más a mano cuando alguien como Václav Havel escribe que la OTAN no constituye una simple relación comercial o de mercado, "más bien es la manifestación de un cierto espíritu, del amor por la libertad, de la voluntad de proteger juntos nuestra riqueza cultural común, el espíritu de una alianza que no es oportunista, sino que, si puedo utilizar la expresión, es moral". Todo el vigor moral de una disidencia antitotalitaria puede ser orientativa para quienes todavía tienen dificultades a la hora de identificar a los verdaderos criminales de guerra.

Valentí Puig es escritor.

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