EL CAMINO HACIA LA PAZ

Pec, la ciudad fantasma

La segunda ciudad de Kosovo aparece destruida con saña no por causa de una catástrofe, sino de una fina crueldad.

ENVIADO ESPECIALPocas veces ojos humanos contemplaron tanta destrucción. Tanta saña. No fue una catástrofe ni una única bomba letal la que hundió estas ciudades, sino múltiples incendios, perpetrados uno a uno por los servidores públicos, militares y policías serbios, secundados por bandas paramilitares. La fría crueldad del aparato del Estado respaldándolos, a diferencia de una guerra civil a pecho descubierto como en Sudán, o en Ruanda. Nada de lo que se ha escrito ni fotografiado logra dar cuenta plena de la barbarie.

El camino a Pec, la segunda ciudad de Kosovo, está sembrado de mue...

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ENVIADO ESPECIALPocas veces ojos humanos contemplaron tanta destrucción. Tanta saña. No fue una catástrofe ni una única bomba letal la que hundió estas ciudades, sino múltiples incendios, perpetrados uno a uno por los servidores públicos, militares y policías serbios, secundados por bandas paramilitares. La fría crueldad del aparato del Estado respaldándolos, a diferencia de una guerra civil a pecho descubierto como en Sudán, o en Ruanda. Nada de lo que se ha escrito ni fotografiado logra dar cuenta plena de la barbarie.

El camino a Pec, la segunda ciudad de Kosovo, está sembrado de muerte. Sales del Sur, desde la mágica y bien conservada Prizren, hacia el Noroeste. El monumento a los niños Boro y Dramis anticipa buen augurio: los nazis ofrecieron a unos colaboracionistas albaneses salvar a Dramis. "Si matan a mi amigo, moriremos juntos", respondió el chaval. Metáfora histórica de una unidad, ya rota. Topas con Velika Krusa y empieza el espectáculo de las casas sin techo, carbonizadas. Ahí, una fosa común. 27 de sus huéspedes albanokosovares fueron quemados vivos en su propia casa-hoguera por las fuerzas serbias, el 26 de marzo, relatan. 52 cuerpos velados por tanque alemán. Acceso prohibido.

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La castigada Djakovac es un marasmo de hierros retorcidos. Apenas los del cuartel son producto de las bombas aliadas. El resto, abrumador como en todos los rincones, lo es de la insania cocida por la dictadura de Belgrado. Breves docenas de personas pululan, como ausentes. La tierra es fértil y perfumada, pero todo compone un erial humano. En Pemishte, junto a Junik, la familia Met Puka acaba de volver del éxodo interno a las montañas. "No necesitamos comida", te engañan, "con libertad nos apañamos". Al poco, sorpresa: docenas de casas en pie, prefabricadas, intactas, una pulcra aunque deshabitada urbanización. No la mellaron. Estaba destinada a la repoblación/colonización con ciudadanos serbios. Angustia. ¿Y qué es, sino, la "limpieza étnica"? ¿Y si todos los que pregonaron el inhibicionismo, la no intervención, las medias tintas, pudieran tocar estas heridas con las yemas de sus dedos?

Atraviesas Dacane, ese resto arqueológico de hoy mismo, sin el alivio del musgo sobre los ladrillos negros. Donde apacentaban 40.000 almas queda un grupo de chavales, un combatiente de la guerrilla del Ejército de Liberación de Kosovo (ELK), 317 vecinos... y la sombra de 3.900 uniformados, más de diez por cada paisano, huidos el pasado martes a Belgrado. Siete asesinados y 70.000 deportados a Montenegro. "Sólo Dios sabe cuándo volverán, quizá cuando esto esté seguro", musita el viejo. No da su nombre, tiembla aún, lleva tres meses escondido, salvado gracias a la reserva de macarrones. Emerge hoy al sol. Grillos y zogu i malit, los pájaros del bosque. Silencio de cementerio.

Y así en Barane, en todas las aldeas. Aparece al fin lo que fue Pec. La segunda ciudad del país, industriosa y próspera, cobijó un emporio. Parece imposible que en este paisaje lunar, alguien palpitara: aquí 100.000 personas -el doble en el distrito- vivieron, bebieron y amaron. Donde ahora agoniza este amasijo de casas sin techo. Desventradas. Descerrajadas. Decapitadas. Rotas. Incendiadas. Vencidas. Derrumbadas. Desarboladas para siempre. Ni siquiera una filmación puede explicarlas, porque la cámara se mueve, da vida, y ésto es únicamente un espeso vacío, que solo puede conocerse atravesándolo, la increíble estela de la maldad. Hasta sus propias viviendas destruyeron las fuerzas serbias antes de la retirada. El 60% de los incendios se produjo durante sus tres últimas pernoctas.

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La joya de la corona es Quarshia e Pejes, la antiquísima calle de las tiendas, atracción turística y artesanal abigarrada de talleres de joyería, como un call medieval judío. Al igual que en tantos lugares históricos, alimentos de la identidad nacional, los bárbaros han aplicado el máximo celo para arrasarla, esa manera de asesinar la memoria. De los hierros combados, de las mesas de orfebre ahora convexas, de los hornillos estallados, de los mostradores despedazados, amontonados en frenético desorden bajo las vigas, ni siquiera surge una rata. Pasa el tiempo, una condena. De pronto aparece, fantasmal, el anciano Giorg Giorgevic, tambaleante. "Tengo miedo de todo", silabea. "Soy serbio, pero albergué dos meses a un albanés en casa, salvó la vida", alega. "Si los americanos practican cien religiones distintas y viven juntos, también nosotros deberíamos poder hacerlo", sentencia.

De la famosa y luenga calle quedan tres edificios en pie. A la balaustrada del balcón de la extienda de fotografía, milagrosamente incólume, se acoda Gina, madre de una famosa cantante albana. Asoma su voz quebrada . "Lo quemaron todo, fueron el Ejército y la policía", relata. "Llevo tres meses sola. No tengo ni patatas. Quiero morir aquí", la declaración de principios de una viuda horrorizada. Si esas cosas afirman los vivos, ¿qué explicarán los muertos? En el centro moderno ostentan sus figuras altaneras un par de edificios oficiales y comerciales, y se recorta, algo sobrecogedora, la silueta del hotel Metohija, cuartel general de las tropas italianas. Entran y salen, los soldados. Deambulan en cierto desorden. A diferencia de los británicos de Prístina, se les percibe desbordados, no alcanzan a evitar incendios póstumos -ni siquiera a quinientos metros del Metohija-, provocados por enfurecidos serbios en sus últimas horas, que circulan a cien por hora entre las callejuelas, indiferentes cuando hacen saltar a un perro y éste estalla en pedazos ante tus narices.

Como los italianos son pocos para tan ingentes tareas de control, esperan los refuerzos. Pero de los españoles, que patrullarán en este lugar desde el 1 de julio, cuando ya lo peor haya pasado, nada saben. "A ver si llegan", ironiza el maresciallo, voluntariamente anónimo. Una fría vergüenza asoma a tus pómulos, porque has visto la eficacia de los portugueses en Prizren, y con qué frenesí los que retornan de los campos de refugiados macedonios enarbolan la bandera de Portugal en sus tractores. Desde aquí duele aún más el oportunismo de los tuyos, pues las apuestas no son de lujo, son de supervivencia. Y la tardanza se paga en desórdenes evitables, robos de última hora, hogueras fatales en la prórroga. Pero eso lo tapará después la propaganda sin remilgos y la visita de cualquier ministro chupando cámara oficialista, desvergonzado.

Subiendo un kilómetro por la ladera, se tropieza con el otro gran edificio indemne, la iglesia católica. Dos jóvenes curas atienden las necesidades perentorias de una feligresía diezmada, eran 2.000, son 50. Ellos se libraron, aún no saben cómo, de la deportación a Albania junto a 70.000 vecinos. Pero las pasaron moradas. "Era el Domingo de Ramos, quinientos fieles asistían a la misa, los militares irrumpieron dentro del recinto, expulsadlos, decídles que salgan, nos ordenaron, tendréis que pasar por encima de nuestros cadáveres, les respondimos, y entonces entraron ellos propinando golpes y les echaron", narra el vicepárroco, don Albert, 29 años.

Luego vino la venganza y el pillaje. Les robaron todo. Les exigieron tres millones de marcos alemanes, "porque la gente os trae dinero, sóis ricos". Les amenazaron con la navaja de afeitar rozando el cuello. "Nos podéis matar, si queréis", respondieron. Luego la presión se volvió más diabólica. Los mantuvieron dos horas en sendas habitaciones, separados. "Ahora eres el único que queda, al otro le hemos matado", le dijeron a don Albert. "El mismo cuento me endilgaron a mí", asiente don Lorenzo, el párroco. Hartos al fin, saquearon también la iglesia y se fueron.

"Ama hasta que te duela". Las cuatro monjas del lindante y modesto Hospital Madre Teresa cumplen a rajatabla ese lema de su fundadora. Cobijan y cuidan a dieciocho ancianos -llegaron a ser 45-, los desheredados de todos. Muchos sufren trastornos. Hanna quiere escaparse de la habitación para salvar a su hijo de entre las llamas: le quemaron vivo. Sabernas fue atracada, apaleada, y permaneció semiinconsciente durante dos días, sanguinolenta, agonizando en el patio de su casa, luego se la quemaron. Sabasha desconoce el paradero de su hija tras el incendio del piso... Para qué seguir.

Para explicar lo inexplicable. En la medianoche del día 9, las fuerzas serbias de Pec celebraron la firma del "acuerdo militar técnico" de Kumanovo, que concretó el plan del desalojo, con fuegos artificiales. Quemaron todas las casas adosadas al minihospital. "Por suerte, los curas hicieron de bomberos, pero rozamos la catástrofe, vea, justo en el borde del fuego tenemos el depósito de fuel", narra la monja, florentina, pidiendo preservar su nombre, reglas de la casa. "Sacamos fuera a los ancianos, pero era una noche ventosa y las llamas alcanzaron algunas de sus ropas y nuestros saris", recuerda. Salieron con bien. La monja rememora el carteo de una joven colega, desplazada a un escenario de guerra, con Teresa de Calcuta. "Madre, aquí hay guerra, se matan", escribió la joven. "Hija, cuanto te hayan matado, házmelo saber", respondió la enérgica anciana. Se aplica el cuento y sonríe.

Lo único que parece firme en Pec es la superficie de la piscina en la fábrica de níquel. El mineral está petrificado. Dicen que debajo de él yacen decenas de albanokosovares asesinados. Otra estación más -¿se abrirá algún día?- en el vía crucis de este pueblo perseguido, las cámaras de tortura medieval en Prístina, las fosas comunes de Suva Reka, de Prizren, de Mitrovica...

Saliendo de Pec, el camino de Klina está aún, mediada la semana, plagado de fuerzas serbias ultimando parsimoniosamente su retirada. A ellas se les da tiempo, no se las conmina a completar el hatillo en cinco minutos, como hicieron con sus víctimas. Y el paisaje está plagado de las mismas secuelas. Una casa llamea y los paramilitares acechan en su entorno. Han robado los transformadores y suprimido la energía eléctrica. Es la hora de la rabia que siembra nuevos odios. El "tiempo de las emociones" aflorando, como sentencia Augustin Palokaj, periodista albano-kosovar del Koha-Ditore, a la búsqueda de sus padres. Habrá que imponer la razón sobre las emociones, convenciendo.

Por esta misma carretera pasaron hace un mes largo, muchos con los pies desnudos, los 40.000 deportados procedentes de Mitrovica, al Norte, con destino a Macedonia. Llevaban ya cinco días caminando. Antes de salir les obligaron a contemplar las masacres, el diezmo de los cabezas de familia. "Los niños morían y sus cuerpos quedaban yaciendo en la carretera", testimonia don Franë Sopi, don Francesco, párroco de Klina. Había viejos comiendo hierba del arcén y gentes que pedían morirse ya. Los vecinos de los pueblos cercanos se volcaron. Rescataron y escondieron a unos, amasaron pan por la noche para todos, los niños compartieron su ropa y calzado con los deportados.

A cinco kilómetros, el pueblo de Djurakovac luce casi intacto. Quizá porque quisieron "respetar" a su mayoría católica y enfrentarla así con los vecinos musulmanes. Quizá porque no tuvieron bastante tiempo. Quizá porque necesitaban a su población para autoprotegerse de los ataques aéreos aliados. "Llenaron nuestro jardín con cinco camiones de explosivos, 25 toneladas, y el silo con municiones, no nos dejaban salir de casa, cuando se acercaban los bombardeos, ellos se apartaban y nosotros debíamos quedarnos encerrados, como escudos humanos", narra Mikel Palokaj, tío del periodista.

La granja es rica en fruta y pasean gallinas y polluelos por donde pacían los blinadados. Tropiezan a veces con balas o casquillos. "Muchas veces, cuando marchaban por la noche, nos amenazaban: si oímos un solo tiro en el pueblo, os pasaremos a todos por las armas", relata. Hoy, jueves, ha salido con la familia, por vez primera desde final de marzo, a tomar el denso café de pota en la terraza. Nadie se lo prohibía. Pero prefirió no mirar las municiones, dar la espalda al intruso. Sabe que figura entre los más afortunados, los suyos han salvado la piel. Pero cuánto han sufrido. Y cuántos fantasmas tendrán que despejar.

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