Tribuna:

Cosa rara JOAN B. CULLA I CLARÀ

Es algo sabido y averiguado que las campañas electorales no son precisamente el foro de la argumentación razonada, de la sutileza ni del matiz; son más bien la arena donde se intercambian improperios y descalificaciones, la lonja donde las promesas cotizan a la baja y el rigor resulta prohibitivo de puro exótico. Aun así, cuando el orador no es un simple telonero ni un esforzado principiante, sino el líder máximo del primer partido estatal y, a la vez, el presidente del Gobierno español, uno todavía espera que, cuando menos, el peso de la púrpura institucional imponga cierto comedimiento y alg...

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Es algo sabido y averiguado que las campañas electorales no son precisamente el foro de la argumentación razonada, de la sutileza ni del matiz; son más bien la arena donde se intercambian improperios y descalificaciones, la lonja donde las promesas cotizan a la baja y el rigor resulta prohibitivo de puro exótico. Aun así, cuando el orador no es un simple telonero ni un esforzado principiante, sino el líder máximo del primer partido estatal y, a la vez, el presidente del Gobierno español, uno todavía espera que, cuando menos, el peso de la púrpura institucional imponga cierto comedimiento y algún tacto. Pero no. El pasado sábado, apenas en la segunda jornada de la presente campaña, un José María Aznar de gira electoral en Palma de Mallorca escogió, como arma arrojadiza contra el PSOE de Baleares, denunciar la presencia de éste en la amplia coalición progresista y anticaciquil de Ibiza que incluye también a Esquerra Republicana de Catalunya; un partido, dicho sea de paso, que en los últimos comicios europeos (1994) sumó en todo el archipiélago la modesta cifra de 2.355 votos, el 0,8% del total. Y el presidente remachó la descalificación subrayando que esa alianza nefanda pretende "construir eso que llaman los Países Catalanes o no sé qué cosa rara...". Hace ahora exactamente dos años, en junio de 1997, el Quadern semanal de este diario publicaba un extenso trabajo periodístico bajo el encabezamiento Països Catalans: una marca amb poc mercat. Allí, diversos políticos, intelectuales y universitarios de los territorios aludidos coincidían -coincidíamos- en constatar que los Països Catalans como proyecto político creíble han dejado de existir, suponiendo que hubieran existido alguna vez. Si en los albores de la transición parecieron el santo y seña común e indispensable de todo el antifranquismo catalán-valenciano-balear, desde el centro hasta la extremísima izquierda, a partir de 1977 el choque con la realidad institucional, electoral y social los desarboló sin compasión. Les queda el orgullo de no haberse imaginado jamás de otro modo que como una unión libre y democrática, y de que nadie ha querido imponer nunca ese proyecto colectivo a punta de fusil. No todo el mundo puede decir lo mismo. Cuando el propio Joan Fuster reconocía, ya dos décadas atrás, que desde el punto de vista político los Països Catalans no eran otra cosa que "una pura il.lusió de l"esperit", resulta evidente que, al utilizarlos el otro día como espantajo mitinero, Aznar se limitó a practicar aquel viejo refrán castellano que reza A moro muerto, gran lanzada. Pero a la poca gallardía del gesto se unieron la ignorancia y la torpeza. Porque si hoy, para la inmensa mayoría de sus habitantes, los Països Catalans son una utopía o una quimera política -aunque tal vez una utopía necesaria-, no es menos cierto que constituyen también una evidente comunidad cultural y lingüística, y un espacio académico y científico -configurado por el Institut Universitari Joan Lluís Vives-, y un incipiente ámbito radiotelevisivo pese a las amenazas y presiones del Ministerio de Fomento, y una macrorregión económica con intensos intercambios internos, y un patrimonio histórico y simbólico común que permitió, por ejemplo, que en 1977 los tres parlamentos autónomos aprobasen una iniciativa conjunta exigiendo la revocación formal de los Decretos de Nueva Planta promulgados por Felipe V. Todo este conjunto de elementos, que involucran en grados diversos los sentimientos de identidad, los intereses morales y materiales de millones de personas, no son en modo alguno una "cosa rara". Y de la misma manera que a ningún político solvente se le ocurriría hoy hacer demagogia electoral a expensas de una confesión religiosa, de una opción sexual o de cualquier otro colectivo social, un presidente del Gobierno a la altura de su cargo debería saber que aludir a los Països Catalans como "no sé qué cosa rara" es una ofensa grosera y gratuita a una parte de los ciudadanos de ese Estado que él gobierna. Pocas semanas atrás, recién elegido octavo presidente de la República Federal de Alemania, el veterano político Johannes Rau pronunció un discurso de aceptación del cargo del que quisiera extraer alguna frases; porque, aunque su terminología política difiera de la que nos es familiar, suscribo plenamente el sentido de esas palabras, y porque colocan a José María Aznar en el lugar que le corresponde. Dijo Rau: "Yo no quiero ser nunca nacionalista, pero sí patriota. Patriota es alguien que ama su patria, y nacionalista es quien desprecia la patria de los demás". De los demás -me permito añadir- por pocos que éstos sean y por equivocados que a uno se le antojen.

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