Tribuna:

Estatuas

Poco después de la caída del muro, a la salida de una función de ópera en el propio Berlín, entre el público elegante que abandonaba el local presencié un espectáculo que puede haber marcado el inicio de una nueva era. Un joven alemán muy rubio con esmoquin blanco y una joven angelical vestida de seda esperaban en el bordillo de la acera a que el mecánico llegara a recogerles en el automóvil. Esta exquisita pareja formaba grupo con otros ángeles humanos no menos etéreos. Me encontraba a una distancia precisa que me permitió ver a un mendigo búlgaro o rumano que llegaba por la acera. Sin arredr...

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Poco después de la caída del muro, a la salida de una función de ópera en el propio Berlín, entre el público elegante que abandonaba el local presencié un espectáculo que puede haber marcado el inicio de una nueva era. Un joven alemán muy rubio con esmoquin blanco y una joven angelical vestida de seda esperaban en el bordillo de la acera a que el mecánico llegara a recogerles en el automóvil. Esta exquisita pareja formaba grupo con otros ángeles humanos no menos etéreos. Me encontraba a una distancia precisa que me permitió ver a un mendigo búlgaro o rumano que llegaba por la acera. Sin arredrarse en absoluto este ser, que era de mediana edad, pequeño y renegrido, comenzó a pisar la alfombra roja bajo la marquesina y se abrió paso entre aquella gente maravillosa. Vi como se acercaba por detrás a aquel grupo que se intercambiaba sonrientes comentarios, tal vez, de la ópera de Puccini que acababa de presenciar. El mendigo se colocó a la espalda del joven más espléndido y de pronto le tiró de la manga de su esmoquin inmaculado tendiéndole la otra mano a la altura del fajín. El joven volvió el rostro y echó el tronco hacia atrás con expresión de asco como si hubiera visto una rata. Recuperada la calma el joven quedó convertido en una estatua sin expresión ninguna mientras el mendigo le suplicaba una limosna con la ceja humillada. Todo el grupo también quedó inmóvil y en silencio adoptando una posición hierática, incomunicada, con la mirada puesta en el infinito. Apenas caído el muro un ejército de mendigos del Este había invadido las calles de Berlín y esta misma escena mágica se estaba produciendo en otros lugares de la ciudad. Pude comprobar con admiración que aquellos pordioseros tenían la virtud de convertir en estatuas a los peatones con sólo acercarse a ellos en un semáforo, en una parada de autobús o en la terraza de un café. Los mendigos abordaban a elegantes caballeros, comenzaban a mascullar una súplica, les tendían la mano y los ciudadanos si estaban hablando callaban, si caminaban o bien aceleraban el paso o quedaban inmóviles sin expresión alguna mirando a otra parte. Este espectáculo mágico que se inició en Berlín se da ahora en otras capitales. Nuevas remesas de mendigos están a punto de desprenderse de las fronteras de Yugoslavia. Pronto llegarán a nosotros. Nos tenderán la mano en la acera y todos quedaremos convertidos en estatuas.

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