Tribuna:

Nostalgia de la guerra fría JOAN B. CULLA I CLARÀ

Cuando, el 28 de junio de 1989, el hombre fuerte de Serbia, Slobodan Milosevic, arengó a más de un millón de compatriotas sobre el antiguo campo de batalla de Gazimestan, en Kosovo Polje, y les prometió que la posesión de aquella tierra sagrada sería defendida a cualquier precio, el muro de Berlín permanecía erguido y desafiante y, a su amparo, el viejo Erich Honecker se dejaba mecer por la certidumbre de una dictadura perpetua. Al mismo tiempo, los Ceausescu reinaban como sátrapas en Rumania; Bulgaria era el coto de una burocracia gris e inepta encabezada por Todor Zhivkov; los dinosaurios ch...

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Cuando, el 28 de junio de 1989, el hombre fuerte de Serbia, Slobodan Milosevic, arengó a más de un millón de compatriotas sobre el antiguo campo de batalla de Gazimestan, en Kosovo Polje, y les prometió que la posesión de aquella tierra sagrada sería defendida a cualquier precio, el muro de Berlín permanecía erguido y desafiante y, a su amparo, el viejo Erich Honecker se dejaba mecer por la certidumbre de una dictadura perpetua. Al mismo tiempo, los Ceausescu reinaban como sátrapas en Rumania; Bulgaria era el coto de una burocracia gris e inepta encabezada por Todor Zhivkov; los dinosaurios checoslovacos (los Husak, Jakes...) desdeñaban la incipiente contestación intelectual; en Polonia, gobernada aún el correoso general Jaruzelski, etcétera. Casi 10 años después, lo que queda del muro de Berlín es un reclamo turístico y todos esos personajes, sus regímenes e incluso algunos de sus Estados han sido barridos por el viento de la historia. Todos, excepto Milosevic. Éste, que una década atrás era un recién llegado, el benjamín del club de los dictadores comunistas europeos -había alcanzado el control del partido único en septiembre de 1987 y la presidencia de la República de Serbia apenas en mayo de 1989-, es hoy su único superviviente. Bien es verdad que, para conseguirlo, tuvo que proceder a algunos arreglos cosméticos. La Liga de los Comunistas se transmutó (julio de 1990) en Partido Socialista de Serbia y abrió las puertas a un pluripartidismo bajo vigilancia, mediatizado y castrado; el mismo Slobo, una vez consumido el mandato máximo como presidente de Serbia, saltó en junio de 1997 a presidir una Federación Yugoslava jibarizada por su desastrosa política. En fin, pequeños reajustes... Pero en sus estructuras, en su casta dirigente, en sus métodos, en sus aparatos policiales, militares, intelectuales o propagandísticos, el serbio es el único régimen comunista continental que ha logrado, entre 1989 y 1999, una perfecta continuidad en el poder sin transiciones, rupturas ni alternancias como las ha habido, antes o después, en el resto de Europa oriental. E incluso si ese sistema ha reemplazado el marxismo-leninismo por el nacionalismo como dogma oficial y principio legitimador, lo ha hecho sin renunciar a una retórica izquierdista y colectivista e instrumentalizando la resistencia, el miedo de buena parte de la población serbia a los efectos del capitalismo, a los estragos del "nuevo orden mundial". Si me entretengo en recordar todas estas circunstancias es con la esperanza de hallar en ellas las afinidades ideológicas, los lazos de parentesco, los vínculos familiares que ayuden a explicar la actitud de un segmento de la izquierda española -de Santiago Carrillo a Julio Anguita, para entendernos- ante el conflicto bélico en los Balcanes. Pero no resulta nada fácil porque, por ejemplo, hemos visto hace pocos días a dos políticos europeos de acrisolado historial marxista -Giorgio Napolitano, Armano Cossutta- apoyar con firmeza la actuación de la OTAN. Y a otro, que tampoco parece sospechoso de estar a sueldo de Javier Solana -me refiero a Robert Hue, secretario general del Partido Comunista Francés-, que, aun rechazando los ataques aéreos, ha descrito la política de Belgrado como "la práctica fascistoide del dictador Milosevic" y ha señalado a éste como el gran responsable de la limpieza étnica, por la cual habrá que pedirle cuentas. Bien al contrario, el coordinador general de Izquierda Unida -por cierto, que el partido-consorte de la esposa de Milosevic, Mira Markovic, se llama Izquierda Unida Yugoslava: ¿creará la coincidencia de nombres alguna especial empatía?-, Julio Anguita, sigue combatiendo la campaña de la OTAN con furia jupiterina y desmesura verbal, asimila la justificación de los bombardeos atlantistas con la defensa de los GAL, agasaja y jalea sin reparos al embajador de la dictadura serbia en Madrid y, por fin, tras 20 días de pensarlo, admite con la boca pequeña que Belgrado comete en Kosovo "matanzas y conculcaciones del derecho de gentes" sólo después de haberlo dudado con un cazurro "si no lo veo, no lo creo". ¿Sería acaso el trágico éxodo de la población albano-kosovar una mera puesta en escena, y los cientos de miles de desterrados simples figurantes, extras de una superproducción televisiva made in USA destinada a justificar los apetencias del imperialismo yanqui sobre no se sabe qué ignotas riquezas de Kosovo? A lo largo de estas últimas semanas, a la vista de determinados alegatos pacifistas, de ciertos augurios apocalípticos sobre la extensión de la guerra por los Balcanes o por el planeta entero, de algunos discursos acerca de la manipulación informativa universal, no he podido evitar la impresión de que muchos europeos echan de menos la guerra fría. Sienten nostalgia de esas cuatro décadas de empate estratégico en el terror, cuando cada superpotencia mantenía el orden en su patio delantero y las crisis (Berlín 1953, Budapest 1956, Praga 1967...) eran sofocadas en unos días, cuando no se oía hablar de nacionalismos aunque los hubiera, cuando buenos y malos eran tan fáciles de identificar, y si los derechos humanos eran pisoteados -que lo eran- no se veía por televisión... ¿Qué importa que, en esos años, cientos de millones de europeos vivieran sin libertad y que la paz continental fuera hija del miedo a la "destrucción mutua asegurada"?

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