Editorial:

Alemania y la cohesión

ESTE SEMESTRE le corresponde a Alemania presidir el Consejo de la UE, en un momento complicado. La difícil tarea recae sobre el nuevo Gobierno rojiverde, y en particular sobre el canciller Gerhard Schröder, que representa no sólo una opción diferente a la de su políticamente longevo predecesor, Helmut Kohl, sino también una nueva generación que quiere para Alemania una normalización exterior, sin la espalda doblegada por el peso de su negro pasado nazi. En este semestre se verá el alcance, hasta ahora desconocido, de la política europea del nuevo Ejecutivo. Junto con los primeros pasos del eur...

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ESTE SEMESTRE le corresponde a Alemania presidir el Consejo de la UE, en un momento complicado. La difícil tarea recae sobre el nuevo Gobierno rojiverde, y en particular sobre el canciller Gerhard Schröder, que representa no sólo una opción diferente a la de su políticamente longevo predecesor, Helmut Kohl, sino también una nueva generación que quiere para Alemania una normalización exterior, sin la espalda doblegada por el peso de su negro pasado nazi. En este semestre se verá el alcance, hasta ahora desconocido, de la política europea del nuevo Ejecutivo. Junto con los primeros pasos del euro, ésta es una presidencia que se juzgará, esencialmente, por su capacidad para llegar a un acuerdo, en el Consejo Europeo de marzo, en otro especial o en el de Colonia en junio, sobre la financiación de la Comunidad en el periodo 2000 a 2006, y sobre otras reformas paralelas que conforman la llamada Agenda 2000. Alemania recoge el testigo que le cede Austria, cuya presidencia semestral no sólo no ha favorecido un acuerdo, sino que lo ha dificultado, al poner sobre la mesa propuestas distintas y más insolidarias que las que había presentado la Comisión Europea. Austria olvidó que la regla del juego es que desde las presidencias no se ha de defender estrictos intereses nacionales. Es de esperar que Alemania recupere esta norma no escrita.

Mañana mismo, en una cena informal en Marbella, el presidente del Gobierno, José María Aznar, tendrá la oportunidad de sondear directamente las intenciones de Schröder. El canciller defiende que Alemania reduzca su contribución neta -actualmente, un 60% del total, cerca de dos billones de pesetas- a las arcas comunitarias, algo que se creía había lanzado Kohl como elemento electoral, pero que ha arraigado en la política alemana. Alemania tiene sus razones, y la primera es que el nuevo Gobierno necesita dinero para hacer frente a un alto desempleo que se resiste a bajar. Pero si Alemania reduce su contribución, otros habrán de pagar más o recibir menos. Tal objetivo no se debe lograr a costa de mermar la política de cohesión económica y social, que supone ayudar a las regiones y Estados menos favorecidos, más necesaria que nunca.

Pretender que porque España ha entrado en el euro ya no necesita tales transferencias de la UE, ya sea del fondo de cohesión o de los fondos estructurales, es absurdo. España, tras adaptarse a la Comunidad Europea y al mercado único en un plazo relativamente breve, ha hecho un enorme esfuerzo para el euro, incluso reduciendo sus inversiones públicas. Justamente por ello necesita de esas aportaciones comunitarias, equivalentes en la actualidad a algo más de 1,2% del PIB. Recibir menos ahora, cuando ya no dispone del instrumento monetario, podría afectar a su competitividad, lo que resultaría en detrimento del conjunto de la Unión.

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Más allá del debate político inmediato, a Alemania debe interesarle preservar y ampliar esta política de cohesión. No sólo porque, según algunos cálculos de la Comisión Europea, recupera, a través de contratos y ventas, una parte sustancial de esta aportación y es el país que más provecho saca del mercado único europeo; también porque, a medio y largo plazo, se demostrará que es un buen instrumento para ayudar a que ingresen en Europa los países del Este, con niveles de desarrollo económico muy inferiores a la media comunitaria. Para cuando se produzca la ampliación, primordial para Alemania en razón de la proximidad geográfica, probablemente la economía española necesitará menos estas ayudas, y quedará demostrado que la política de cohesión ha funcionado.

Sería un error enfocar esta difícil negociación como un enfrentamiento entre Alemania y los países de la cohesión, en particular España. Hay fórmulas que, en un paquete general, pueden ser racionales y servir para reducir la aportación alemana, como que los Estados acaben financiando una parte de la política agrícola común. Hay otras irracionales y engañosas, como la de congelar el gasto comunitario, lo que para España supondría una merma de más de una quinta parte de lo que, en términos reales, recibe de la UE. Pero lo que resulta más absurdo es que países ricos como Dinamarca, Bélgica o Luxemburgo reciban más de lo que aportan a la UE. Son ellos los primeros que deben ceder. Probablemente, en esta negociación, frente a la anterior en 1992, todos tengan algo que perder, pues hay que reformar políticas comunes y preparar a la UE para esa cita histórica que es su próxima ampliación, aunque se haya alejado su horizonte. Pero sería totalmente injusto que, porque España ha hecho sus deberes, se la penalice. Mermar ahora la política de cohesión iría no sólo en insoportable detrimento de España, sino también del conjunto de la Unión Europea.

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