Tribuna:

Pinochet y el progreso moral

Frecuentemente se escuchan comentarios referentes a que el enorme progreso científico y tecnológico que se ha venido produciendo en las sociedades más desarrolladas no ha ido acompañado de progresos semejantes en el terreno moral y que en este campo nos encontramos con situaciones semejantes a las que se producían hace cientos o miles de años. Pero si examinamos la vida social con detenimiento podemos observar signos muy alentadores de que están teniendo lugar progresos morales indudables que deberían inclinarnos a un mayor optimismo. Sin duda, uno de los mayores progresos en el crecimiento mo...

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Frecuentemente se escuchan comentarios referentes a que el enorme progreso científico y tecnológico que se ha venido produciendo en las sociedades más desarrolladas no ha ido acompañado de progresos semejantes en el terreno moral y que en este campo nos encontramos con situaciones semejantes a las que se producían hace cientos o miles de años. Pero si examinamos la vida social con detenimiento podemos observar signos muy alentadores de que están teniendo lugar progresos morales indudables que deberían inclinarnos a un mayor optimismo. Sin duda, uno de los mayores progresos en el crecimiento moral de la humanidad tiene que ver con la atención que se presta a los derechos humanos -es decir, a derechos que tienen todas las personas por el simple hecho de que son seres humanos (Gewirtz)- y existe una corriente cada vez más fuerte dentro de la ética y la filosofía jurídica para mostrar que esos derechos son inalienables -es decir, no se puede renunciar a ellos-, que deben ser universalmente respetados y que sus violaciones deben perseguirse en cualquier lugar y circunstancia.Actualmente es usual hablar de tres generaciones de derechos humanos, como propuso Karel Vasak. La primera generación estableció los derechos civiles y políticos a finales del siglo XVIII; la segunda, ya en este siglo, los derechos sociales, económicos y culturales, y la tercera, en la segunda mitad de este siglo, ha supuesto una generalización de los derechos a todos los seres humanos, en cualquier lugar y situación, lo que conlleva la necesidad de instituir una solidaridad transnacional entre todos los seres humanos. De este modo, los derechos se tornan realmente universales y no se ven limitados por las fronteras, los regímenes políticos, las condiciones económicas o humanas.

Estamos lejos todavía de que esos derechos de la tercera generación se apliquen realmente, pero la detención de Pinochet en Londres pone de manifiesto el crecimiento de la conciencia universal respecto a la importancia de salvaguardar los derechos y también una mayor confianza en los propios recursos de la humanidad para resistirse a los permanentes abusos del poder. Que se pueda abrir un proceso contra Pinochet en otro país y que existan posibilidades de detenerle, y tal vez de juzgarle, abre una puerta enorme a la esperanza y aumenta la confianza en que los seres humanos son capaces de defenderse de los ataques que desde el poder político se dirigen continuamente contra la propia condición humana.

Pinochet dio un golpe de Estado y destruyó el poder legítimo constituido en su país, convirtiéndose en un dictador; es decir, se arrogó poderes extraordinarios y los ejerció sin limitaciones jurídicas. Pero no es por haberse convertido en un dictador por lo que resulta necesario juzgar a Pinochet, sino por su falta de respeto hacia los derechos más básicos de la persona al proporcionar un trato cruel e inhumano a sus enemigos políticos por el solo hecho de no compartir sus posiciones. Eliminó a sus adversarios sin ningún tipo de garantía jurídica, con independencia de su nacionalidad y actuando dentro y fuera de las fronteras de su propio país. Aunque como gobernante no hubiera participado directamente en esas violaciones de los derechos humanos, tenía la obligación de impedir que las personas que dependían directamente de él realizaran actos contrarios a los derechos humanos. Pero parece que no sólo no lo impidió, sino que conoció esas violaciones y las propició, convencido de que el poder absoluto carece de restricciones, y sin tener en cuenta que todo ser humano es sujeto de esos derechos.

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Lo importante del imparable movimiento a favor de los derechos humanos es que, aunque no exista la legislación, los derechos deben ser respetados, porque son superiores a cualquier legislación positiva. Sin embargo, en este caso, la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 y el Convenio sobre la Prevención y Castigo del Delito de Genocidio, que Chile había ratificado en 1953, establecen positivamente una serie de derechos que el régimen establecido por Pinochet violó sistemáticamente. Es cierto que el delito de genocidio es amplio y está mal precisado, ya que, sorprendentemente, y en contra de lo que parece más obvio, en esos textos legales no se habla de la destrucción de un grupo político, sino que sólo se hacen referencias a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, y ésta es una laguna que debería colmarse lo antes posible, pero que no debería impedir el enjuiciamiento de Pinochet, que tiene numerosas bases jurídicas y morales.

La detención de Pinochet, incluso con independencia de cómo se desarrolle posteriormente y de que llegue a ser juzgado o condenado, supone un avance sustancial en la defensa internacional de los derechos humanos. Constituye un precedente único, ya que hasta ahora los juicios que se han celebrado estaban en relación con individuos o sistemas políticos que acababan de ser derrotados, como en el caso de la Alemania nazi, o han afectado a individuos de mucha menor relevancia y no a paradigmas de la crueldad, la arbitrariedad y la falta de respeto por los derechos de sus congéneres.

Podría argumentarse que Pinochet debería ser juzgado en Chile. Pero precisamente lo novedoso de la nueva concepción de la defensa de los derechos humanos que lentamente se va consolidando es que las violaciones graves y sistemáticas de los derechos humanos deben ser perseguidas y castigadas en cualquier lugar, porque son delitos genéricos contra toda la humanidad. Si las condiciones políticas de Chile no permiten perseguirlos allí, deben ser perseguidos en cualquier otro lugar, por un tribunal internacional o por los de cualquier país. El que unos jueces españoles hayan tenido la feliz iniciativa de empezar a instruir causas por esos delitos desde hace años es sólo una manifestación de que entre nosotros existe una especial sensibilidad hacia este tipo de abusos, que probablemente no es ajena a que hayamos experimentado en propia carne, durante largos años, esas violaciones por parte de un régimen político que Pinochet admira tanto.

Curiosamente, los que están expresando sus reservas o su desacuerdo con las actuaciones presentes, exceptuando los más allegados al propio Pinochet, son personas que han ejercido el poder y que no logran diferenciar con claridad la política de las cuestiones morales. Y tampoco resulta un argumento válido para mostrar reticencias hacia las actuaciones argumentar que debería juzgarse también a otros. Esperemos que todo llegue y que cada situación de violación sistemática de los derechos humanos sea examinada en sus peculiaridades.

En todo caso, la detención de Pinochet abre unas perspectivas insospechadas para ensanchar la conciencia moral internacional y debería contribuir a que se pusiera en funcionamiento de una forma eficaz el Tribunal Penal Internacional, iniciativa que asusta a los países más poderosos por considerar que supone una limitación para su poder, pero que puede contribuir notablemente al control de las violaciones de los derechos de los que cada unos de nosotros somos titulares.

Juan Delval es catedrático de Psicología Evolutiva de la Universidad Autónoma de Madrid.

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