Tribuna:

Nuestro aplauso

En Sevilla nos encanta aplaudir, aplaudir de verdad, con calor y entusiasmo, fuerte y largo para demostrar nuestra admiración y conseguir una propina. Y no estoy pensando en esas particularísimas palmas por bulerías, de las que mucha gente protestaba porque abusábamos de ellas y que ya sólo utilizamos en ocasiones extraordinarias, como el martes pasado en el Maestranza con la novena de Mahler y la Orquesta Sinfónica de Viena. No, me refiero a ese modo de celebrar el buen rato que hemos pasado, de manifestar la emoción que se siente, de demostrar nuestro agradecimiento a quien ha provocado esa ...

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En Sevilla nos encanta aplaudir, aplaudir de verdad, con calor y entusiasmo, fuerte y largo para demostrar nuestra admiración y conseguir una propina. Y no estoy pensando en esas particularísimas palmas por bulerías, de las que mucha gente protestaba porque abusábamos de ellas y que ya sólo utilizamos en ocasiones extraordinarias, como el martes pasado en el Maestranza con la novena de Mahler y la Orquesta Sinfónica de Viena. No, me refiero a ese modo de celebrar el buen rato que hemos pasado, de manifestar la emoción que se siente, de demostrar nuestro agradecimiento a quien ha provocado esa emoción, hablo de "ese gesto consistente en golpear las manos para ver si se atrapa en ellas el no sé qué provocador del entusiasmo", como dice Cortázar. Los sevillanos agradecemos un placer con el mismo calor con el que lo disfrutamos, sin la menor mezquindad; a veces, llevados de la impaciencia, incluso interrumpimos la actuación. Así ocurrió en las jornadas que tuvieron lugar la semana pasada en recuerdo de Vicente Aleixandre, que, por cierto, pasaron como de puntillas entre otras muchas celebraciones tan sonadas en esta ciudad. Cómodamente, en un ambiente casi familiar, un grupo de poetas, aficionados y algún que otro curioso como yo pudimos oír elogios, críticas y testimonios de autores de gran interés. Tan contentos nos tenían y tan encendido nuestro ánimo que aplaudimos con fervor a los conferenciantes y a todos los que participaban en las mesas redondas, uno por uno, alguna que otra vez tras una pausa, interrumpiendo el discurso. En un concierto no hay más que leer en el programa el número de movimientos para saber las veces que has de reprimirte, pero en una charla es más difícil distinguir una pausa del silencio final. Había pensado en ironizar sobre el exceso de nuestros aplausos, pero quizá tengan más de utilidad que de molestia. Bien pensado, y poniéndome en el lugar de los aplaudidos, en esta sociedad en la que el éxito ha adquirido dimensiones de artículo de primera necesidad, creo que es muy de agradecer. Si además nos gusta, qué más se puede pedir.

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