Tribuna:CRÓNICAS

Un año sin 'la Miró'

Ángel Fernández-Santos lo cuenta en el último número monográfico de la revista cinematográfica Nosferatu: hubo una época en que era simplemente Pilar, pero el tiempo, su actitud huraña, a veces cáustica, sin duda distante e independiente, rabiosa, la convirtió en la Miró, y así la conocimos incluso en los momentos más entrañables de su relación con la vida. La Miró. El lunes hace un año de su muerte; quienes la conocimos no podemos olvidarla; está ahí, detrás de nuestra nuca, mirando lo que hacemos, juzgando con sus ojos como preguntas lo que les sucede a otros, y también lo que le sucede a el...

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Ángel Fernández-Santos lo cuenta en el último número monográfico de la revista cinematográfica Nosferatu: hubo una época en que era simplemente Pilar, pero el tiempo, su actitud huraña, a veces cáustica, sin duda distante e independiente, rabiosa, la convirtió en la Miró, y así la conocimos incluso en los momentos más entrañables de su relación con la vida. La Miró. El lunes hace un año de su muerte; quienes la conocimos no podemos olvidarla; está ahí, detrás de nuestra nuca, mirando lo que hacemos, juzgando con sus ojos como preguntas lo que les sucede a otros, y también lo que le sucede a ella, manteniendo en silencio su boca inquisitiva, siendo testigo implacable de su historia y la ajena. En ese mismo artículo, en el que el camusiano crítico de cine de EL PAÍS traza un perfil cordial y acerado de la mujer más importante de la historia reciente del cine español, se esboza otro rasgo radical de su carácter: no le gustaban los elogios vanos, y cuando uno escribe estas líneas está viendo por detrás de la historia del carácter de Pilar Miró su voz metálica diciendo desde el otro lado de su silencio: "¿Por qué escribes tantas bobadas sobre mí?". Eso es lo que vino a decirle a Fernández-Santos una vez que éste le puso demasiado bien en un artículo. En esa misma revista se recoge una entrevista que le hizo para televisión su amigo Diego Galán; en ella, Pilar Miró cuenta su infancia, el choque con una vida gris y difícil en la que se vivieron como mazazos la represión y el silencio, y se produjo el crecimiento del miedo y la inseguridad, a los que ella se enfrentaría ya para siempre manteniendo como un emblema ese carácter hosco que luego fue con ella no sólo como una manera de ser, sino también como una leyenda. "Lo que más recuerdo de la infancia es el miedo y el silencio", dice Pilar en esta conversación que, sacada ahora de las uñas del tiempo, parece otra vez el testimonio de Pilar diciendo desde este lado del mundo su verdad sobre todo, aquella manera de hablar que recortaba en el teléfono el silencio ajeno para preguntar en medio del abismo: "¿Y?"

Tiene razón Fernando Savater cuando dice que hay gente que al morir nos deja sin puntos de referencia que sólo están en ellos mismos, gente a la que uno recurre para saber qué pensar sobre las cosas: ¿y qué pensaría de ello fulanito? Pilar Miró está en esa categoría de personas que se van y dejan el hueco visible de su marcha en la propia invalidez de los que se quedan; no se trata de decir que las generaciones no vayan creando sustitutos, testigos sucesivos cuyo criterio sirva de muleta a la opinión propia, a nuestro propio testimonio, pero es cierto que entre los de nuestra generación esa presencia ceñuda y a veces impávida, pero siempre viva, alerta, de Pilar Miró supuso en la larga época de la transición política y cultual de España una garantía de discusión, de polémica, de desacuerdo; hubo algo en su carrera profesional, como ciudadana dedicada a la gestión política de los recursos, que acaso se dibujó mal en su tiempo y se recuerda más ahora como una contribución positiva al desarrollo del país: y es que ella creía en la industrialización positiva de la cultura, y en concreto de la cultura cinematográfica; como una visionaria abrupta dibujó un panorama para el mundo del cine, y se empeñó en llevar a cabo su sueño, a trancas y barrancas, en un país demasiado propulsado por el lugar común y por el desánimo previo: para qué vamos a hacer nada.

Tenía la voluntad recia de una mujer indómita, y en esa entrevista que ahora rescata Nosferatu, Diego Galán rasguña en las razones de su empecinamiento, y también de su independencia y de su rabia: están en esa infancia de niña expectante y miedosa que se enfrenta al frío de la ventana dándole puñetazos al cristal. Salida de ese cascarón, supuso una revolución también en la mirada propia del cine, y no sólo se atrevió con la realidad social heredada de una época terrible, sino que se adentró en el todavía vedado tono de la autobiografía.

Esa estancia radical y empecinada en la vida tuvo muchos contratiempos, algunos de ellos extremadamente dolorosos, de los que se recuperó también por ese carácter de cristal roto que mantuvo hasta el final; pero cuando remansó todo el proceso de ojeriza que le cayó encima como una plaga, recibió todo género de homenajes vivos, y aún está en la retina de quienes la conocieron aquella felicidad suya, final, cuando le dieron tantos premios por su película insólita, El perro del hortelano, de la que tantos se rieron antes de asombrarse por su astucia, por su sentido global del arte como un arma, en efecto, cargada de futuro.

Se le acabó el futuro inmediatamente después. Dejó mucho desconsuelo entre los que la quisimos, y mucho desconcierto entre los que la trataron con desdén y no tuvieron tiempo de pedirle perdón. Ella no lo hubiera aceptado, "bah, son bobadas". Se echa de menos, tanto, su sonrisa, sus preguntas terribles, su más famoso interrogante: "¿Y?"

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