Tribuna:

Secuencias y consecuencias del 98

No se habla en España de 1898, sino del 98 por antonomasia. Es decir, «ya porque es la que con más frecuencia se aplica, ya porque es la más importante entre las cosas a que es aplicable». El año 1898 fue, como en la historia de desastres, cumbre y caída. Pero el año 1898 no empezó realmente en 1898, sino en 1895. Tampoco estuvo localizado en la sede del desastre. Comenzó en Santo Domingo, hoy República Dominicana, cuando un hombre pequeño vestido de negro, con pelo negro de poeta y gran bigote romántico, se hizo libertador. El hombre pequeñito era escritor y al salir de Santo Domingo escribe ...

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No se habla en España de 1898, sino del 98 por antonomasia. Es decir, «ya porque es la que con más frecuencia se aplica, ya porque es la más importante entre las cosas a que es aplicable». El año 1898 fue, como en la historia de desastres, cumbre y caída. Pero el año 1898 no empezó realmente en 1898, sino en 1895. Tampoco estuvo localizado en la sede del desastre. Comenzó en Santo Domingo, hoy República Dominicana, cuando un hombre pequeño vestido de negro, con pelo negro de poeta y gran bigote romántico, se hizo libertador. El hombre pequeñito era escritor y al salir de Santo Domingo escribe en su diario: «9 de abril. -Lola, jolongo, llorando en el balcón. Nos embarcamos». Ese escritor que se embarca es José Martí, que sale rumbo a esa tierra, como dice Shakespeare, «de cuyas orillas nunca se regresa». José Martí «va al muere». Pero va, también, a iniciar la guerra de independencia que liberará a Cuba de España. Así, Martí, al desembarcar en Cuba, se echa a tierra, a la arena, en la playa de Playitas y canta como un gallo. Es la metáfora poética por excelencia: el gallito canta en su corral que reclama.España, para ganar la guerra -no para lograr la paz-, desde la primera contienda en 1868 introdujo en Cuba «el mayor ejército que cruzó el Atlántico hasta la movilización americana para la II Guerra Mundial». Solamente en 1895 (el año que murió Martí) trasladaron a Cuba 112.000 soldados. Entre 1887 y 1898 invadieron la isla, que tiene poco más de 110.000 kilómetros cuadrados, 345.000 tropas españolas. Entre 1868 y 1898, en exactamente 30 años, España movilizó en Cuba un ejército diez veces mayor que en todas las campañas suramericanas, muchas de las cuales fueron contra tropas comandadas por genios de la guerra como Bolívar o San Martín. Los mandos militares cubanos (Maceo, Gómez y Calixto García) libraron una guerra tenaz convertida más tarde en guerra de guerrillas, pero el gobierno español, en vez de intentar vencer por medio de mediaciones en la paz, incrementó cada vez más los efectivos militares.

La infeliz frase de Cánovas, «Hasta el último hombre y hasta la última peseta», no era estúpida, era criminal y pesó no poco en su asesinato poco después. Un poeta, José Martí, que había organizado la rebelión al principio demostró que los versos pueden ser más poderosos que las balas. En todo caso, también las pesetas pesaron, y una parodia parda de la época decía: «Hasta el último hombre con 300 duros para redimirse». Se refería la frase a que el servicio militar, destinado a Cuba, era redimible mediante el pago de 300 duros. Las armas cubanas, que incluían al mosquito, diezmaron las tropas españolas, pero tuvo que intervenir Estados Unidos para que una guerra odiosa, odiada por cubanos y españoles, terminara abruptamente con la derrota del almirante Cervera en la bahía de Santiago de Cuba.

En España, la guerra había sido detestada, pero a veces por motivos racistas. Ese anarquista de derechas, Pío Baroja, cita en sus memorias una cuarteta infamante que no condena: «A Cuba se llevan / la flor de la España / y todo por culpa / de unos mulatos».

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En Cuba, el general Maceo, mulato epónimo, dijo: «Si yo soy mulato es porque mi padre español se acostó con mi madre negra». ¿Qué podría decir a esto la «flor de la España»? Aparte de que Carlos Manuel de Céspedes, culto terrateniente blanco, al declarar la primera guerra de independencia en 1868, liberó a todos los esclavos de su ingenio azucarero y pagó con su vida este gesto liberal. Blanco era Ignacio Agramonte, que también murió en el campo de batalla. Blanco era Martí, blanco era Narciso López, negro fue Guillermón Moncada, mulatos los Maceo y Flor Crombet -pero todos, todos, eran cubanos: eran la flor de Cuba y todos murieron por su libertad, pero los españoles reaccionarios, los españoles que eran dueños de vida y hacienda en Cuba, los españoles que formaron coalición con la Iglesia, culpables de la catástrofe, sólo supieron llorarla y como consuelo acuñaron una frase: «Más se perdió en Cuba». ¿Qué habrían dicho los ingleses cuando perdieron la India, que es un subcontinente? Era tan inevitable que la India se independizara del predominio inglés como que Cuba se liberara del dominio español. Nadie en Inglaterra, ante una pérdida, dice: «Más se perdió en la India».

Ése era el vox populi: los intelectuales y los filósofos locales no eran tan sabios como el inglés de andar por calles. Pero el malestar general creó un malestar creador en las élites y así surgió la llamada Generación del 98, creada prácticamente por Ortega y Gasset al nombrarla. Pero, ¿y la visión del pueblo que había sido forzado a hacer la guerra en Cuba?

Acaba de salir un libro, Memorias de mi juventud en Cuba. Un soldado del ejército español en la guerra separatista (1895-1898), que es a la vez documento y documental y una extraña mezcla de memoria y de poemario. Su autor es un catalán (curiosamente, el padre de Martí era un militar valenciano destacado en Cuba y Martí mismo llevaba un bigote grande que se parece mucho al que usa su autor) llamado Josep Conangla, poeta y escritor que encontró su destino en Cuba y, después de ser desmovilizado, volvió a la isla, donde vivió hasta su muerte en 1968. Este libro lleva un magnífico prólogo, titulado modestamente Esbozo geográfico, por Joaquín Roy, de donde he citado y cogido sin citar muchas de mis fechas y mis cifras. Citaré en seguida más del libro y esa acción se llama ex libris.

Conangla llegó a Cuba en diciembre de 1895 y, si padeció el infortunio de venir como soldado, tuvo la fortuna de llegar a Cienfuegos, una de las bahías más bellas del mundo, comparable a San Sebastián o a Río de Janeiro, pero padece la tristeza del trópico. Dice Conangla:

«Soldado por la fuerza, no en idea, / a hermoso y raro mundo me trajeron».

Para añadir: «tierra nueva» y denunciar la connivencia entre la Iglesia y el Estado español. Como Martí, Conangla mezcla las reflexiones políticas de la Cuba colonial con la descripción de las bellezas de la isla:

«La quietud sorprendente de las tranquilas aguas de aquella espaciosa bahía, la claridad intensa del azulísimo firmamento sin nubes ni leves celajes siquiera; y las gamas de verdores atractivos que a nuestros ojos ofrecía la vegetación asoleada de los contornos de tan maravillosa rada, nos dejaron absortos. Y solamente se distrajo nuestra admiración al difundirse por los aires los agudos pitazos de unos remolcadores embanderados que acudían a recibirnos...».

Hasta aquí Conangla, desde aquí José Martí:

«Llegamos al monte... Del descanso corto a la vereda espesa, en la fértil tierra de Ti Arriba. El sol brilla sobre la lluvia fresca: las naranjas cuelgan de sus árboles ligeros: yerba alta cubre el suelo húmedo: delgados troncos blancos cortan, salteados, de la raíz al cielo azul, la selva verde, se trenza a los arbustos delicados el bejuco, a espiral de aros iguales, como de mano de hombre, caen a tierra de lo alto, meciéndose al aire, los cupeyes: de un curujey, prendido a un jobo, bebo el agua clara: chirrían en pleno sol los grillos...».

Las narraciones son de un soldado que comenzaba a hacerse poeta y de un poeta que empezaba a ser soldado. El paisaje diferente es igual: es Cuba. Uno es un español que va a convertirse en cubano, el otro es un cubano universal. Uno será un poeta modernista, el otro es el modernista y héroe epónimo. Los dos, sin embargo, son románticos en el trópico.

Mientras Unamuno filosofaba sobre el sentimiento trágico de la vida, Valle-Inclán se inclinaba sobre un esperpento sombrío y Baroja escribía sobre el sentido amargo de su vida, todos componiendo la Generación del 98 sin saberlo (eso vino después, ¿recuerdan?, en forma de una etiqueta de Ortega y Gasset), Conangla añoraba en la paz a la isla que había conocido en la guerra. El número de bajas españolas en Cuba fue alarmante primero, luego horroroso y finalmente catastrófico. Pero Conangla sobrevivió de alguna manera, escapando a las anónimas balas enemigas, a los machetes personalizados de las cargas invasoras y, sobre todo, a los mosquitos que propagaban la fiebre amarilla como una forma invisible de la muerte, que parecía atacar sólo a los españoles, los insectos letales aparentes miembros del ejército mambí. En España, mientras los filósofos filosofaban, los escritores escribían y los intelectuales intelectualizaban la derrota, Conangla echaba cada vez más de menos a Cuba. En vez de lamentarse de lo que se perdió en la isla, decidió ganarla. Regresó a La Habana. Había terminado su posguerra por separado: 1898 se convirtió en una fecha y dejó de ser la efemérides odiada. Vino, según sus palabras, a buscar «tierras nuevas donde la vida y la libertad son más generosas».

Conangla solía venir por Carteles, la revista de la que yo era crítico de cine y luego jefe de redacción, con Marcelo Salinas, un anarquista olvidado, mejor persona que escritor, a quien había que oír más que leer. Ya los dos eran mayores. Nada hacía sospechar que Conangla, como Lampedusa, tenía una obra maestra escondida en la manga raída por el tiempo. Sus memorias, que ha editado con sabiduría Joaquín Roy, son a la vez sentimentales y elementales, llenas de una nostalgia por la isla que conoció de joven y a la vez viendo con claridad las injusticias en nombre de la colonia. Su primer volumen (faltan los otros, perdidos en el tiempo) lo termina el 28 de diciembre de 1958. Dos días más tarde, Batista huye de Cuba y entran en La Habana las abigarradas tropas de Camilo Cienfuegos, conquistador del campamento de Columbia, donde residía todo el poder militar de Batista.

Quiero hablar ahora de otro español que se hizo cubano.

Mi bisabuelo vino a Cuba en lugar de su hermano mayor, que, según él, había sido reclamado «por el quinto», pero, como se acababa de casar, se ofreció en su lugar. No sé si estos cambalaches de vidas humanas eran una excepción o la regla en el ejército español entonces. El «ingreso en quinta», también llamado «el quinto», era «el sorteo de los jóvenes de cada población llegados a la edad de 19 años». Esto sucedió en la Almería de mediados del siglo pasado, posiblemente después de 1868, fecha que marca con fuego insurgente la historia de Cuba.

Se llamaba Sebastián Castro, yo lo llamaba, como toda la familia, papá en vez de abuelo, y el pueblo de Gibara, donde vivió y murió, lo conocía como don Castro. Con su extraordinaria inteligencia natural, que se expresaba en arcaísmos con una lengua entre andaluza y cubana, llegó a ser teniente de artillería experto en balas y bombas al que las frecuentes explosiones dejaron «sordo de cañón», como él decía. Al acabar lo que sería para sus hijos la primera guerra de independencia, mi bisabuelo pidió y obtuvo la baja y el permiso para quedarse en Cuba fuera del ejército. Ya había conocido a mi bisabuela y formaban una extraña pareja. Él era alto, más flaco que delgado, de ojos claros. Ella era bajita y gorda y medio india. (Había nacido en Yara, el más poblado asiento indio de la isla). Casados, se instalaron en Gibara, donde él alquiló una casa que luego compró.

En 1898 vino la paz y sobrevino la invasión mambí a un pueblo que había sido partidario de España desde su fundación y era una de las pocas villas amuralladas de esa zona. No había dado Gibara un solo mambí -o había dado, sí, uno notable que llegó a ganar grados y se llamaba el general Sartorio-. El orgullo de Sartorio lo hizo pedir mandar la primera columna invasora que entraría en Gibara. Se lo concedieron y en la llamada Villa Blanca entró Sartorio montando un caballo blanco.

Mi bisabuelo, que siempre vestía de civil, vistió para la ocasión su viejo uniforme español. Junto a su mujer, ya llamada mamacita, se puso de pie a la puerta de su casa, a esperar al general Sartorio. Cuando lo vio pasar, se cuadró militarmente y saludó al general mambí. Sartorio vio a mi bisabuelo de uniforme, le devolvió el saludo y consiguió que su caballo hiciera una cabriola cubana.

Mi bisabuelo, conmovido, apenas logró entrar a su casa, donde se despojó de su uniforme para siempre: había decidido ser cubano, y cubano fue. Como fueron sus hijos y sus nietos y sus biznietos. Al adoptar la ciudadanía cubana, también adoptó la política local y se hizo menocalista. Es decir, partidario del partido fundado por el general Menocal. Este general había sido un enemigo encarnado en la zona en que mi bisabuelo hacía tronar sus diez cañones. Ahora, en la paz, lo habían hecho el experto en fuegos artificiales del pueblo. El alcalde cubano consideró que un artillero en la guerra era el mejor cohetero en la paz. Todas las fechas patrióticas, mi abuelo se ponía su mejor terno, que se hacía eterno, y bajaba hasta el parque Calixto.

García, llamado así por el general con la estrella en la frente, cicatriz que era la señal de su intento de suicidio al caer prisionero, y festejaba mi bisabuelo la efemérides de turno, como el 20 de mayo, fecha en que Cuba se hizo libre. Todo eso y más, mucho más, se ganó en Cuba.

Guillermo Cabrera Infante es escritor cubano. Premio Cervantes 1997. G. Cabrera Infante, 1998.

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