Crítica:CINE

Un derroche de vida

Se entra en el porqué de la viveza que estalla dentro de esta película por un acceso que nos abre a su trastienda la perfecta mezcla de elaboración y de soltura que deja ver la pantalla desde que se enciende hasta que se apaga. La minuciosidad de las composiciones de personajes y de las situaciones que nos permiten irlos conociendo es tan nítida que deja ver finuras de trazos cercanas, por delicadeza y precisión, al miniaturismo.Esta minuciosidad no sobrecarga el relato con un exceso de matices que lo harían pesado de seguir, sino que se devora a medida que ocurre. Absorbemos a chorros una gra...

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Se entra en el porqué de la viveza que estalla dentro de esta película por un acceso que nos abre a su trastienda la perfecta mezcla de elaboración y de soltura que deja ver la pantalla desde que se enciende hasta que se apaga. La minuciosidad de las composiciones de personajes y de las situaciones que nos permiten irlos conociendo es tan nítida que deja ver finuras de trazos cercanas, por delicadeza y precisión, al miniaturismo.Esta minuciosidad no sobrecarga el relato con un exceso de matices que lo harían pesado de seguir, sino que se devora a medida que ocurre. Absorbemos a chorros una gran cantidad de información, incontables cosas no evidentes incrustadas en las evidencias. Esto da apariencia de improvisada -de documento cogido al vuelo en la calle- a una secuencia elaboradísima. Y si existe en Cosas que dejé en La Habana tan afinado equilibrio entre calidades no fáciles de compatibilizar es porque la mirada del director las armoniza, lo que es indicio de mirada propia, lo que llaman estilo.

Cosas que dejé en La Habana Dirección: Manuel Gutierrez Aragón

Guión: Senel Paz y M. G. A. Fotografía: Teo Escamilla. Música: José María Vitier. España, 1997. Intérpretes: Violeta Rodríguez, Jorge Perugorría, Kiti Manver, Daisy Granados, Isabel Santos, Broselianda Hernáridez, Pepón Nieto, Charo Soriano. Madrid: cines Acteón, Benlliure, Canciller, Cartago, Palacio de la Música, Princesa, Renoir Cuatro Caminos, Roxy, UGC Cine Cité.

La carga de información (carácter documental convincente además de evidente) de la película da idea de que en ella hay mucho trabajo de averiguación subterránea en las esquinas e interiores del Madrid habanero y sus pobladores emigrantes. Y que un relato tan denso discurra con tanta facilidad deja ver la fuerza sintética que hay bajo las imágenes, desde la escritura y su filmación a la formidable interpretación coral, en la que una decena de personajes maravillosamente compuestos nos secuestran por su gracia y por la precisión de sus contornos, que están dibujados con derroches de maestría y encanto.

Gutiérrez Aragón recupera aquí la elegante secuencia, aquel exquisito sentido de lo indirecto y de la gradualidad, aquel penetrante aunque casi imperceptible humor que logró dar a Maravillas, Demonios en el jardín y La mitad del cielo, películas complejas, incluso enrevesadas, pero que se ven con la facilidad que les dan los aires de obra maestra que llevan dentro, maestría a la que ahora se acerca de nuevo en Cosas que dejé en La Habana, donde hay gran cine, de ese que parece respirado y no obstante encubre una paciente elaboración y esa inimitable condición de iceberg que caracteriza a toda película solvente, que logra que la pantalla deje entrever que detrás de ella han quedado muchas más cosas a medio decir, susurradas o sugeridas, lo que llena a la película del vigor referencial que requiere la representación, a través de uno de sus rincones, de todo un mundo.

Cine por lo dicho vivo y vivificador, pero no obstante cargado de gravedad, en el que director e intérpretes alcanzan giros de estilo tocados de gracia, como el habilísimo relevo en el protagonismo de las tres hermanas cubanas, Violeta Rodríguez, Isabel Santos y Broselianda Hernández que desemboca en tres antológicos retratos de mujeres, de las que son al mismo tiempo modelos y contratipos las que encaman con no menos talento Daisy Granados, Kiti Manver y Charo Soriano.

Las cuidadosas pinceladas femeninas se mueven en contrapunto no chirriante con algunos magníficos brochazos masculinos, entre los que saltan de la pantalla, por irresistibles, el muchacho homosexual madrileño, el candoroso mulato habanero y el golfo vividor que permite a Jorge Perugorría recuperar lo que, despues de trabajos a veces poco convincentes en Europa, fue en Fresa y chocolate. Y todo funciona, porque todo es verdad, en las imágenes -últimas que creó el gran Teo Escamilla- de este emocionante, por igual gracioso y doloroso, fresco de gente habanera que ha venido a sobrevivir en Madrid y se dejó la vida en La Habana.

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