Tribuna:

Un paraje del cine

Cruzamos después de medianoche por un paisaje en el que parece imposible no perderse. Dejamos hace un rato atrás las avenidas ordenadas del centro, las barriadas en las que la ciudad se va degradando hacia un desorden inhumano de especulación y abandono, una sucesión rápida y brutal de colmenas superpobladas y girones de desierto. Ahora el coche avanza por una desolación de autopistas vacías, de túneles, de pasos elevados, más allá de los cuales, del espacio alumbrado por la fosforescencia de las farolas, no hay mas que terraplenes y montañas de escombros tan propicios a la vida como los cráte...

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Cruzamos después de medianoche por un paisaje en el que parece imposible no perderse. Dejamos hace un rato atrás las avenidas ordenadas del centro, las barriadas en las que la ciudad se va degradando hacia un desorden inhumano de especulación y abandono, una sucesión rápida y brutal de colmenas superpobladas y girones de desierto. Ahora el coche avanza por una desolación de autopistas vacías, de túneles, de pasos elevados, más allá de los cuales, del espacio alumbrado por la fosforescencia de las farolas, no hay mas que terraplenes y montañas de escombros tan propicios a la vida como los cráteres lunares. Lejos, cuando comprobamos que nos hemos perdido y el coche da la vuelta en alguna rotonda, se ven tenuemente. las luces de Madrid, aún más remotas por la fina niebla de humedad que se está levantando, y por la extrañeza del paisaje en el que no sabemos encontrar nuestro camino.Pero no sé si lo que: estamos viendo merece el nombre de paisaje: no hay nada en él que tenga una escala humana, que recuerde o sugiera la naturaleza, todo lo que ven nuestros, ojos y lo que iluminan las farolas altísimas es un laberinto de asfalto, de hormigón y cemento, de tierra estéril, no un paisaje, sino un paraje arrasado, un mundo hecho en exclusiva para los coches. Aturdido de tantas vueltas y revueltas con ganas de cerrar los, ojos, de irme de allí, me acuerdo de las historias cándidas de ciencia-ficción que me gustaban tanto hace mucho tiempo. Cuando en cualquiera de ellas aparecía una fecha de los años ochenta o noventa, o cuando transcurrían en, el año 2000, me daba una impresión de futuro inconcebiblemente lejano, en el que resultaban verosímiles aquellas alucinaciones entre científicas y apocalípticas de las novelas. Yendo por la autopista, por los tramos más "recientes de la M-40, el año en que vivo ahora y las cosas que estaba viendo se correspondían de pronto con mis lecturas de hace casi 30 años: 1997 era una fecha y casi un título de utopía futurista, y como los héroes de la ciencia-ficción yo había viajado a ese porvenir en una máquina del tiempo y me encontraba igual de perdido y de asustado que ellos.

Me doy cuenta ahora de que había una correspondencia entre los viajes en el tiempo con los que tanto me calentaba la cabeza a los 13 años y, mi viaje en coche de la madrugada del lunes. Lo que estábamos buscando era un tramo de autopista ya concluido, pero todavía cerrado en el qué se empezaba a rodar una película que transcurre en la última noche del siglo y del milenio. Los lugares de la búsqueda, se repetían como escenarios de sueños: los muros larguísimos del cementerio, la claridad ártica de las farolas, una gasolinera que brillaba de lejos en la oscuridad como un fanal rojizo, como una isla de neón, en medio de la nada.

Cuando llegamos por fin al lugar del rodaje teníamos la sensación de haber emergido de uno de los episodios de la película que ya estaba escrita, pero que aún no existía. Justo en esos momentos empezaba confusamente a existir. Los aficionados al cine, que lo conocemos poco o nada por dentro, tendemos a poseer a idea romántica los rodajes, hereada sobre todo de las fotografías de nuestros directores preferidos en ación, que seguramente eran siempre, casi, fotos publicitarias: el director mirando por el visor de la cámara, la escena delimitada por el escenario y los focos, la orden magnética de "acción", el grito con frecuencia irritado o desalentado de "corten", etcétera. Sin duda lo que nos pasa a los aficionados al cine es que hemos visto demasiadas películas. En realidad, en un rodaje, lo que parece es que no ocurre nada, que las cosas se prolongan sin motivo durante un tiempo muy largo. Hay mucha gente, camiones con generadores, cables y rayas de tiza en el suelo, una mezcla de actividad y de inercia que lo deja a uno tan desorientado como la batalla de Waterloo al iluso adolescente Fabricé del Dongo. Cuesta incluso, entre tanta gente y tantos artefactos, saber dónde está la cámara, distinguir al director. Todo es más raro y más lento en un lugar tan desolado y a esa hora de la noche: un vehículo que parece una grúa avanza muy lentamente desde el fondo de la autopista, arrastrando o cargando a un coche enganchado detrás de una plataforma sobre la que se apiñan aparatos y operarios. Por fin, cuando el coche pasa muy despacio a mi lado, reconozco la cara del director y distingo la cámara. Todo da la sensación, un poco absurda, de una carroza en una cabalgata, una carroza que repite muy despacio, una y otra vez, el mismo itinerario, mientras yo intento imaginar las escenas que se están rodando, y que he leído vairas veces: dos rateros muy jóvenes huyendo en un coche robado por una autopista de las afueras de Madrid, en la nochevieja de 1999.

Pero lo que yo recuerdo es literatura, palabras escritas sobre papel o ni siquiera eso, en la pantalla del ordenador, palabras intangibles que tenían el poder de invocar desde la pura nada, todo lo que estoy viendo ahora mismo, los descampados y las extensiones de asfalto, la noche helada y sin destino, los diálogos de esos personajes que ahora gesticulan en el interior del coche, fingiendo que viajan en él. Miro al director, atareado, nervioso, abstraído: no es precisamente un novato en el cine, pero está rodando la primera escena de su primera película, y yo comparo instintivamente ese momento que él vive con las horas o los días del arranque de un libro. Probablemente habrá pocas cosas sobre las que se digan charlatanescamente tantas tonterías en las feraces universidades de verano como la relación entre el cine y la literatura. En realidad, aunque las películas y las novelas nos gusten por motivos parecidos, el oficio de hacer películas no se parece en nada al de.hacer novelas. En la intemperie futurista de las autovías, entre la gente que empieza a rodar una película, yo me acuerdo del cuarto bien protegido en que trabajo, tan confortablemente y en silencio, y de la potestad misteriosa que tienen las palabras de erigir mundos posibles e imposibles en la imaginación. No estoy denostando el cine en favor de la literatura, porque los dos me gustan igual: tan sólo sospecho que la gran ventaja de las novelas sobre las películas es que se pueden hacer a solas y sin salir de casa, sin madrugar ni trasnochar, como si el trabajo y la pereza fueran perfectamente compatibles.

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