El viaje surrealista y rural de Joan Miró

El museo Thyssen expone cuatro óleos y 26 dibujos de la serie 'Campesino catalán'

Son sólo cuatro lienzos y 26 dibujos, pero en ellos están las claves de la evolución fundamental de Joan Miró (Barcelona, 1893). Palma de Mallorca, 1983). Según el conservador del museo Thyssen, Tomás Llorens, y el crítico estadounidense Christopher Green, esas obras marcan el viaje hacia el mundo surrealista, rural, primitivista y mágico que envolvería al pintor hasta su muerte". Se trata del óleo Campesino catalán con guitarra (1924) -de la colección Thyssen- y de tres Cabezas de la misma serie -prestadas por museos de Washington, Estocolmo y Edimburgo-. Miró las realizó en París y Montroig ...

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Son sólo cuatro lienzos y 26 dibujos, pero en ellos están las claves de la evolución fundamental de Joan Miró (Barcelona, 1893). Palma de Mallorca, 1983). Según el conservador del museo Thyssen, Tomás Llorens, y el crítico estadounidense Christopher Green, esas obras marcan el viaje hacia el mundo surrealista, rural, primitivista y mágico que envolvería al pintor hasta su muerte". Se trata del óleo Campesino catalán con guitarra (1924) -de la colección Thyssen- y de tres Cabezas de la misma serie -prestadas por museos de Washington, Estocolmo y Edimburgo-. Miró las realizó en París y Montroig entre 1924 y 1925, y ahora se pueden ver en Madrid: desde hoy y hasta el próximo 11 de enero.

Campesino catalán con guitarra forma parte de un grupo de obras en las que Miró representa la figura del campesino cazador que aparece en Paisaje catalán (El cazador), de 1924. Esta obra, tesoro del MOMA de Nueva York, todavía contiene, según Tomás Llorens, "los dos mundos de Miró: el real y el surreal". Las que expone ahora el museo Thuyssen, en cambio, aparecen como la última vuelta de tuerca del gran viaje mironiano: cambia los objetos reales por la metafísica, deja el pálido y precario mundo de la figuración por el infinito y coloreado terreno hipotético de las sugerencias, la poesía, la mística, la austeridad de líneas, los símbolos telúricos, la aparente sencillez, las preguntas...Sobre todo, las preguntas. ¿Es este Campesino catalán de barretina roja una reivindicación política del entonces -gobernaba Primo de Rivera- muy perseguido nacionalismo catalán? ¿O es, al revés, una crítica irónica de ese "nacionalismo urbano de botigué pequeño burgués, cobarde y suave", que, según recuerda Llorens, tanto odiaba Miró? ¿Se trata quizás de un autorretrato en clave? ¿O es ese campesino bruto y macho un personaje con connotaciones esotéricas, sacado de esa cábala que el pintor solía utilizar como fecundo campo de metáforas poéticas?

Todas esas lecturas y muchas más parece admitir este Campesino con guitarra que hoy resuena como mítico pero que hace sólo 30 años era una pieza desconocida. En aquella época el cuadro pertenecía a una galería de Zúrich, pero permanecía semioculto para la mayoría de los críticos, y era sistemáticamente despreciado por las grandes exposiciones antológicas del genio catalán. A finales de los sesenta lo adquirió una galería de Milán, y lo convirtió en lo que Christopher Green llama, riéndose, una pista de patinaje: "Alguien le puso una capa de barniz, probablemente para hacerlo parecer más moderno y venderlo mejor". El resultado fue que se lo cargaron. "El barniz cristalizó borrando el fondo, convirtió el lienzo en un espejo: el espacio azul que Miró había creado para dejar imaginar y soñar al espectador no reflejaba más que la imagen del que se asomaba a verlo".

Fue entonces cuando lo compró el barón Thyssen. Lo tuvo en Villa Favorita hasta que el cuadro viajó a España, en 1992, y Tomás Llorens lo mandó de vuelta a Lugano para restaurarlo. "El trabajo de Emil Bosshard fue maravilloso, de repente era una nueva y muy importante pintura de Miró", dice Greene. Su grandeza, añade el especialista, radica en "la gran cantidad de interpretaciones y puntos de vista que permite elaborar".

En opinión de Llorens, Miró "habla con nostalgia de esa Cataluña rural, primitiva, y lo hace como toma de postura contra el mundo industrial, que simboliza el orden social, la cultura burguesa". Es indudable que tiene intenciones políticas, afirma Green. "Por ejemplo, la barretina roja es un símbolo al que Miró vuelve después, en un momento muy preciso: para exponerlo en el Pabellón Republicano de la Exposición Universal de París, en 1937".

Nietzsche y Picasso

Pero en todos estos campesinos catalanes hay muchos mirós: ese rebelde antifascista, radicalmente moderno, contradictorio -cuando Breton le anima a gritar contra lo que sea, chilla "¡Abajo el Mediterráneo!"- asoma junto a ese otro Miró maduro, que acabará de eremita en Mallorca, apartado del mundo, la política, la modernidad... Llorens lo define como un "Miró místico, inspirado en el André Gide de Los alimentos terrenales, herido por el vacío del mundo moderno, que cree en la parte primitiva del hombre y en la verdad de la naturaleza y lo rural. Le influye Nietzsche y crece a partir de su simbiosis con Picasso, del que admira el cubismo, su poder expresivo, sus naturalezas muertas, aunque en ese momento se sienta artísticamente en la orilla contraria".

Lo que se hace patente, vista la cantidad -y la belleza- de las teorías que suscita su obra, es que esa aparente simplicidad mironiana es definitivamente un cuento chino. O francés: según sugiere en el catálogo Rosa María Malet, este campesino catalán con guitarra es, simplemente, la réplica pintada del protagonista de un relato de su admirado Apollinaire.

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