El montaje de La Fura sobre san Sebastián decepciona en Roma

Miguel Bosé interviene en la obra de Debussy y D'Annunzio

Convertir un ritual de sublimación en una lección de patología, con autopsia incluida, es una osadía que pone en juego la credibilidad de quien lo intenta. La han tenido Manuel Huerga y La Fura dels Baus al enfocar El martirio de san Sebastián, originariamente de Gabriele d'Annunzio y Claude Debussy, como una historia de rebelión cotidiana, de "un hombre normal que se desespera frente a la insensatez de la vida normal". Una parte del público- en buena medida empleado de la entidad patrocinadora- que asistió al estreno en Roma aplaudió con generosidad. Otra salió consternada.

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Convertir un ritual de sublimación en una lección de patología, con autopsia incluida, es una osadía que pone en juego la credibilidad de quien lo intenta. La han tenido Manuel Huerga y La Fura dels Baus al enfocar El martirio de san Sebastián, originariamente de Gabriele d'Annunzio y Claude Debussy, como una historia de rebelión cotidiana, de "un hombre normal que se desespera frente a la insensatez de la vida normal". Una parte del público- en buena medida empleado de la entidad patrocinadora- que asistió al estreno en Roma aplaudió con generosidad. Otra salió consternada.

Hay que suponer que gracias, al menos en parte, a la magia residual de los Juegos Olímpicos de Barcelona, inaugurados triunfalmente bajo el signo de Huerga y La Fura, los productores han logrado interesar en este estreno no sólo a Miguel Bosé, protagonista de la autopsia escénica explicativa de que el dolor de san Sebastián es el resultado "normal" de su rebelión contra el sistema, sino a un director de orquesta de prestigio, como Georges Pretre, que acepta incluso comenzar la obra por la apoteosis final, aunque luego tenga que repetirla como un vulgar estribillo porque hay que terminar de todas maneras.Estas y otras invenciones presentadas el lunes en la ópera de Roma, financiadas por instituciones tan sólidas como Telecom -la telefónica italiana-, el teatro lírico Pierluigi de Palestrina de Cagliari, el Arriaga de Bilbao, el Palau de la Música de Valencia y el Festival de Perelada, se justifican, según sus autores, por la necesidad de "actualizar y hacer comprensibles" los textos en francés escritos hacia 1911 por D'Annunzio, con una estética "tardomodernista" que, según Huerga y La Fura, merece ser "depurada".

Para realizar esa "depuración", han intercalado textos de cosecha propia sólo en las partes del oratorio no conectadas directamente a la música, ya que la Ley de Propiedad Intelectual impide tocar las otras. El resultado es un guirigay, del que el espectador entiende hasta la saciedad la "normalidad" de san Sebastián y la proximidad de su rebeldía, es decir, las morcillas, pero absolutamente nada del cruce entre la muerte de Cristo, la del santo asaeteado y la resurección de Adonis que D'Annunzio y Debussy cuentan paralelamente, cuando se les deja. Esa mezcla fue en su día motivo de gran escándalo, como lo fue también que el mártir viniera encamado por una sensual bailarina. La versión de hoy no es escandalosa, sino didáctica.

En ella, conviven forzadamente el italiano deficiente de dos actores españoles -los textos añadidos se interpretarán en castellano cuando la obra se represente en España-, con el correcto de Bosé, quien, en cambio, no tiene por qué estar a la altura cuando pasa a la difícil recitación francesa de los textos originales, y con el francés abierto y escasamente comprensible del Coro de Valencia, sometido, por otra parte, a tales pruebas escénicas -en un momento tiene que cantar sosteniendo el peso de un actor- que, cuando le toca dar el fortissimo del final del primer cuadro -"tout le ciel chante"- llega sin fuerzas.Cortes de ritmo y sentido

Conviven, pues, dos lenguajes, y no sólo dos idiomas, lo que añade cortes del ritmo, y no sólo de sentido, a un espectáculo que ya va cargado de cambios de escena poco ágiles -sobre todo, teniendo en cuenta que la escena apenas cambia-, de una breve pausa intermedia incomprensible, de la reiteración de movimientos, del abuso de los trapecios de La Fura y de las proyecciones de Huerga, recursos fundamentales del montaje.

Por otra parte, basta comprar la única grabación de esta obra que hoy se encuentra en el mercado (Sony SK-48240) para entender que El martirio de san Sebastián fue un hijo directo de la admiración que el Parsifal de Ricardo Wagner provocó en toda Europa. Se puede, pues, suponer que uno de sus objetivos es lograr la unión esencial entre la música y la palabra. Debussy compuso, de hecho, su música por encargo y sobre la base del texto de D'Annunzio. Toda la partitura tiene como eje un juego de tres notas, que, en distintos tonos y a veces invertidas, reproducen el nombre de Sebastián según la acentuación francesa. El caos lingüístico del montaje de Huerga y La Fura cae en ese contexto como un pulpo en una cacharrería.

Si luego se oyen los discos, se comprueba que lo que sobrevive de la obra original es, precisamente, la fuerza con la que Debussy sublima el masoquismo y la sensualidad de los textos de D'Annunzio, en clave de redención wagneriana. Pero el montaje de La Fura es refractario a esas sutilezas y a los elementos orientales que componen la partitura. Cuando el mártir pide, por boca de Bosé, más flechas a sus verdugos -"Encore, encore"- como si avanzara hacia su propio apogeo, el Coro de Valencia, en vez de acompañale en el éxtasis, parece que le insulta. Es de temer que la música de Debussy sucumba a tanta prueba.

Cierto que, como dicen los responsables de este montaje, la estética decadente y mussoliniana de D'Anunzio se queda vieja, y que habría que inventar otra. Pero una cosa es que a Picasso se le ocurra pintar Las meninas, y otra es coger el cuadro de Velázquez para pintarle encima cuatro monas.

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