Tribuna:

Tres en una

Hay un cuarto de siglo detrás del comienzo de la saga de El padrino y esto arranca de ella una paradoja: por un lado, parece mucho más el tiempo pasado -porque esta obra está ya instalada entre los monumentos no erosionables del clasicismo, que casi siempre resuenan desde más atrás- y, por otro, sus 25 años se parecen al transcurso de un suspiro para una obra de tan vasta riqueza que cada nueva vez que vuelve a verse sigue viéndose por primera vez.Este cuarto de siglo ha modificado no obstante cosas en la manera de verla, sobre todo una creo que importante: no hay tres Padrinos d...

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Hay un cuarto de siglo detrás del comienzo de la saga de El padrino y esto arranca de ella una paradoja: por un lado, parece mucho más el tiempo pasado -porque esta obra está ya instalada entre los monumentos no erosionables del clasicismo, que casi siempre resuenan desde más atrás- y, por otro, sus 25 años se parecen al transcurso de un suspiro para una obra de tan vasta riqueza que cada nueva vez que vuelve a verse sigue viéndose por primera vez.Este cuarto de siglo ha modificado no obstante cosas en la manera de verla, sobre todo una creo que importante: no hay tres Padrinos de casi tres horas cada uno, sino uno solo de aproximadamente nueve horas de duración. El tiempo ha roto lo que las tres unidades tenían de cerradas cuando surgían y hoy esas tres etapas no se pueden (su visión por partes se hace visión incompleta) disociar, lo que es indicio de que hay por encima de los tres saltos una línea sostenida de creación no simplemente argumental, sino de calado formal. Asistimos durante nueve horas a algo más que el complejísimo desarrollo de una vida familiar y a algo más que las graves mutaciones de una ciudad. Somos atrapados, de ojos adentro, por la propia evolución de la mirada, el estilo y el entendimiento del mundo de uno de los más grandes (o el que más) creadores del cine de ahora.

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Esto viene a cuento de que hay quienes arguyen reservas (e incluso rechazos) a que la unidad -evidente, pues varios entramados biográficos se entrecruzan y complementan en ambas- entre la primera y la segunda parte se prolongue en la tercera, siendo ésta a su parecer otra cosa, disociada de las anteriores por una ruptura intermedia. En cambio, para otros (entre los que me cuento) no sólo no existe tal ruptura, sino que el ostensible continuo de las dos primeras se ahonda al hacerse subterráneo en la tercera. No es un simple desenlace de vidas y de sucesos, sino un broche formal condicionador, que reordena todo lo ocurrido en las dos partes precedentes y que respecto a ellas se erige en un rotundo y concluyente -pues propone en clave de tragedia romántica abierta lo que las anteriores mantenían en la misma clave, pero oculta- fin de un itinerario que pedía, para poder cerrarse sobre sí mismo, un vuelo explícito en las alturas de la poesía trágica.

Es por consiguiente de este último tramo de El padrino de donde procede, por irradiación hacia atrás, la unidad formal de la genial trilogía y lo que la introduce en el ramillete que agrupa a las obras superiores de la historia del cine y por ello de la imaginación contemporánea en conjunto. Las nueve horas del filme se rebobinan hoy en su totalidad desde el grito del último Corleone en las escalinatas del Teatro de la Opera de Palermo. Un grito inacabable y, de tan hondo, inaudible. ¿Qué hay más allá de él? Un fundido en negro absoluto. ¿Qué hilo de vida o de muerte conduce a él? Todos.

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