Tribuna:

Una voz de quena

En la mañana del día de Navidad, camino de una casa a otra casa -y las dos por barrer-, hubo quien tuvo a bien o a mal, pues todo rima o se embarulla por estas fechas, desganarse algo más de lo acostumbrado en recorrer un tramo muy anodino de esa calle madrileña llamada Clara del Rey, nombre que, la verdad sea dicha, no suena a personaje notable, aunque llegara a serlo en alto grado, sino a nutricio cacareo de la misma estirpe conventual que el tocino de cielo, el cabello de ángel o los pedos de monja. Sobre las aceras mojadas, solemnes vomitonas y maltrechos billetes de lotería. (Ya lo dice J...

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En la mañana del día de Navidad, camino de una casa a otra casa -y las dos por barrer-, hubo quien tuvo a bien o a mal, pues todo rima o se embarulla por estas fechas, desganarse algo más de lo acostumbrado en recorrer un tramo muy anodino de esa calle madrileña llamada Clara del Rey, nombre que, la verdad sea dicha, no suena a personaje notable, aunque llegara a serlo en alto grado, sino a nutricio cacareo de la misma estirpe conventual que el tocino de cielo, el cabello de ángel o los pedos de monja. Sobre las aceras mojadas, solemnes vomitonas y maltrechos billetes de lotería. (Ya lo dice José Luis Castillejo en La escritura no escrita: "En la escritura no escrita el texto está fuera. En la escritura escrita el contexto está fuera"). Y, como si tal cosa, se dan conversaciones confidenciales a cada paso. Ella: "O sea, que el maridito de tu hermana se presentó ayer noche a cenar con todos vosotros, después de casi un año de largarse con esa guarrindonga de la tintorería...". El, secándose las gafas con un moquero de papel: "Bueno, sí, estuvo como dos o tres horas...". Lo suficiente, claro, para que ya la otra consiga concluir: "¡Ah!, entonces eso no es volver". Y se regodeaba: "No, eso no es volver".Un chino regordete abraza, de improviso, a un camarero escuálido que ha salido a airear unos manteles: "¡Coño, Pepe, fiesta féliz!". Un poco más adelante, cierta dama comprensiva le dice al que la lleva del bracete: "Si yo entiendo que vayas a ver a tus padres, pero a mí esta tarde me dejas que me la pase viendo escaparates". En un portal, la anónima pintada del expresarse a tiempo: "Te quiero, chiquitina". Y, a la puerta de una sala de máquinas tragaperras, un adolescente berrea desde la tradición cristalina: "Y beben y beben / y vuelven a beber / los tíos de la Prospe / para pasarlo bien". (Menos mal que mafiana, 28 de diciembre, volverá a cantarse en los montes de Málaga, siempre que la tumbada lo sea porque quiere, esta copla que Miguel Romero Esteo recoge en Historia y musicología de los verdiales: "Has comío caracoles, / has bebío vino blanco, / has tumbao a la Dolores/ a la vera de un barranco").

Lo restante, entre una tienda de productos esotéricos y un supermercadillo con rebajas, se va en saludos veniales, tropezones, toses y filosóficas preguntas: "¿Qué, qué tal anoche?". Noche de cólicos, melodramas e hipocresías, dispuesta a amanecer en esa playa donde lo cacofónico se asemeja a "muy bien, muy bien, muy bien". Cuando el caminante deja Clara del Rey y se dispone a torcer por una calle que nunca sabe nadie cómo se llama -eso sí, bastante empinada-, aparece un hombre cuarentón, bien vestido y sin platillo a los pies, que está tocando la quena. Se explica un panadero: "Se ha pasado toda la noche así. Creo que es peruano". El que asciende con menor dificultad. que de costumbre gracias a la indebida desgana, se acuerda en ese instante de monsieur Supervielle, el hijo del poeta, que estuvo al frente, durante muchos años, de las emisiones en lengua española de la ORTF, radio oficial francesa. Sobre su extravagante forma de ser y hacer, puede empezarse y no acabar jamás. Aquí lo rememora el caminante en la hora tensa de darle un día por recibir, en su despacho redaccional, a un hombre que iba en busca de trabajo.

El interrogaio fue un suplicio. No, no había estudiado periodismo. No, no había publicado ni un mal artículo. No, no tenía experiencia radiofónica. Excitado, y a punto de levitar de indignación, Supervielle terminó por gritar: "Pero, entonces, ¿qué sabe usted hacer?". Y aquel hombre, que había permanecido aferrado al no más verdadero, dejó de responder, metió muy lentamente la mano en el bolsillo de su abrigo, sacó una quena y la acercó a los labios para, de buenas a primeras, ponerse allí a tocar con gran dulzura. Pasado el estupor inicial, Supervielle pronunció estas palabras que aún le honran: "Queda usted contratado". El solicitante, sobrepasado por el milagro, sólo acertó a murmurar: "¿Para qué?". Y caía el telón cuando la contundencia resonaba: "Para lo que sea".

Acaso para preguntarse, como Westphalen recuerda que se preguntaba Eguren, si en las sombras lunares, en los acentos siempre dulces y siempre doloridos de la poesía, "¿no hay una voz de quena, una voz prolongada que en todos los lugares hemos oído desde la niñez y cuyas vibraciones nos acompañan siempre en los remotos parajes de la tierra?"

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