Tribuna:CRÓNICAS: JUAN CRUZ

Una pirueta en la playa

De entre otrasmuchas, tengo una imagen inolvidable de la felicidad. Un hombre se acaba de reencontrar con su hermano entrañable de la guerra; han pasado los años y celebran la coincidencia como si fueran otra vez aquellos jóvenes que habían sido. Comen, beben, ríen, lloran y se identifican de nuevo con una memoria que ya parece sustituir la evidencia de sus cuerpos. Una hermosa pareja que recorre caminos del. pasado y que conserva en sus ojos el brillo adolescente de la primera vez que se vieron. Fueron guapos, se supone, y tratan de - recordarlo; en medio de esa multiplicación azarosa de anti...

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De entre otrasmuchas, tengo una imagen inolvidable de la felicidad. Un hombre se acaba de reencontrar con su hermano entrañable de la guerra; han pasado los años y celebran la coincidencia como si fueran otra vez aquellos jóvenes que habían sido. Comen, beben, ríen, lloran y se identifican de nuevo con una memoria que ya parece sustituir la evidencia de sus cuerpos. Una hermosa pareja que recorre caminos del. pasado y que conserva en sus ojos el brillo adolescente de la primera vez que se vieron. Fueron guapos, se supone, y tratan de - recordarlo; en medio de esa multiplicación azarosa de antiguos gestos con los que quieren rememorar épocas felices, uno de ellos ensaya sobre la playa la pirueta que más les conmovía: hacían una pequeña carrerilla y de pronto se paraban, saltaban y juntaban los talones en el aire. El otro le imitaba y a lo largo de esas escenas en las que repetían lo -que fueron, esa pirueta nostálgica siempre los hacía regresar al tiempo de la mayor felicidad; el dolor también tiene en el recuerdo escenas memorables; dura más el dolor, tan lento como el olvido; se hace más esencial, menos caótico, y tiene colores grisáceos. En esta ocasión un hombre demacrado, torturado por el asma o por cualquier otro defecto pulmonar, se sienta en la cama de su casa oscura; tose, abrigado con una manta cuartelera, y mira al vacío con los ojos que parecen una prolongación negra de su cansancio eterno, el del cuerpo y el del alma. Dentro de aquella habitación sin ventanas, en la posguerra de todos nosotros, no parece haber esperanza, y el dolor lo domina todo, sordo, como un paraguas nuclear, perfecto y terrible.El rostro de ambas imágenes es Marcello Mastroianni. La imagen de la felicidad corresponde a la película Macarroni, en la que el gran actor fallecido trabaja con otro extraordinario maestro del gesto, Jack Lemmon, constituyendo ambos una de esas parejas memorables que ya se quedan para siempre en el recuerdo como el espectáculo de un sueño que sólo el cine puede encarnar. La imagen del dolor es de la película Crónica familiar, basada en la célebre novela de Vasco Prattolini, que nosotros leíamos en la oscuridad de las universidades de los años sesenta, en ediciones suramericanas, y que cuando llegó al cine veíamos en aquellos cineclubs humeantes cuya atmósfera favorecía los primeros síntomas de la clandestinidad.

Somos la memoria de otros gestos, cuando Gary Cooper caminaba melancólico por las calles polvorientas, bajo el sol de arena que siempre fue el Oeste en las películas en blanco y negro, nosotros seguíamos su paso, y salíamos del cine, nostálgicos ante el hecho de que la realidad resultara para siempre el muro posterior, la evidencia de que estábamos en un poblado diferente y que ninguno de nosotros había estado en la película. Mastroianni formó parte indisoluble de esa memoria de celuloide que de pronto se alternó en nuestras conciencias con las imágenes leídas de El Extranjero o de La náusea; nuestros héroes eran estos personajes de rostro múltiple, capaces de representar en la pantalla la felicidad y el dolor, el entusiasmo y el hastío; éramos de literatura y éramos de cine, y poco a poco fuimos envejeciendo con ellos, sabiendo que, en efecto, esos héroes perdedores alguna vez tendrían, como nosotros, el mismo destino fatal que depara la vida a todos los que, de verdad o de ficción, alguna vez nos hicieron felices.

La poeta Ana Merino le preguntó el otro día a una congregación de escritores que habían narrado su- experiencia con el cine: "¿Y qué dolor dura más? ¿El que se lee o el que se ve?". Fue una discusión larga. Los libros nos dejan en la memoria imágenes inolvidables, que son duraderas porque ya son nuestra propia experiencia; la calidad de esos recuerdos depende de nuestra propia capacidad de asimilar la escritura de los otros; hemos vivido gracias a los libros como hemos vivido gracias a la amistad o la esperanza que da la amistad.

La vida no es lo que nos ocurre cada día; es lo que vemos que le ocurre a los otros. Nunca podré imaginar mi propia felicidad sin recordar aquella pirueta de Mastroianni en la playa; jamás pensaré en mi propio dolor, ni en el dolor que he visto en los otros, sin tener en la mente aquella escena terrible, los sesenta segundos interminables de la agonía de un asmático de ojos vidriosos que parece estrujar con sus manos frías el aire inasible de la casa oscura. Mastroianni.

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