53ª MOSTRA DE VENECIA

Neil Jordan, Ken Loach y Abel Ferrara grandes favoritos para los premios finales

Notable experimento frustrado de Otar losseliani y enésimo autoplagio de Godard

A falta de una película iraní que es dudoso trastorne los propósitos, éstos son, en las horas finales de esta lamentable Mostra, unánimes en reconocer que lo único parecido al cine que se ha visto aquí lo han traído Neil Jordan en Michael Collins, Ken Loach en La canción de Carla, Abel Ferrara en El funeral y (con ecos menos unánimes) Manoel de Oliveira en Party y Jacques Doillon en Ponette. Y mientras tanto agoniza este (casi imposible peor) festival con un nuevo calvario del autoplagiarlo Jean-Luc Godard en For Ever Mozart y el más respirable retorno de Otar losseliani a su Georgia natal con...

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A falta de una película iraní que es dudoso trastorne los propósitos, éstos son, en las horas finales de esta lamentable Mostra, unánimes en reconocer que lo único parecido al cine que se ha visto aquí lo han traído Neil Jordan en Michael Collins, Ken Loach en La canción de Carla, Abel Ferrara en El funeral y (con ecos menos unánimes) Manoel de Oliveira en Party y Jacques Doillon en Ponette. Y mientras tanto agoniza este (casi imposible peor) festival con un nuevo calvario del autoplagiarlo Jean-Luc Godard en For Ever Mozart y el más respirable retorno de Otar losseliani a su Georgia natal con la irregular Brigands. Y los bostezos se alargan en rebuznos.

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Pese a sus imperfecciones, Michael Collins es el filme mejor logrado de cuantos hemos soportado en los largos y soporíferos días pasados. A Neil Jordan le daña el peaje de producción que le impuso a Julia Roberts y su glamour en un relato sobrio y duro, donde la estrella no tiene mejor destino que el de una aspirina en un cementerio. Por su parte, Ken Loach logra en La canción de Carla una primera hora de cine excelente, que se trunca en la hora y cuarto final, pero que en medio de este despliegue de ridiculeces organizadas por Gillo Pontecorvo sabe a manjar cinematográfico.Es lo que ocurre también con la paradoja de la exquisitez de Manoel de Oliveira y su Party, en un saldo de basurero y con la energía suicida de Abel Ferrara en los altibajos de El funeral, que sin serlo adquiere regusto a cumbre del cine entre tanto espectaculillo pretencioso e impotente. Y para animar el cotarro, mañana llega esa eminencia llamada Bruce Willis, mientras hoy, en un insólito encuentro con la prensa "antes de que ésta vea la película", Bigas Luna y su Bambola ofrecen a dúo un monólogo de autobombo publicitario, inconcebible en un festival con un mínimo rigor y sentido de la autoestima.

Y para colmo, los últimos y agónicos capítulos del concurso ofrecen un concierto de desconcierto, un alarde de cosa "ya vista", que nos remite de nuevo a la ceguera de quienes los han seleccionado. El estupendo cineasta georgiano Otar losseliani se salva en parte de la quema gracias a su gran estilo, una mezcla de cine fundacional y de ingenuismo a lo (para entendernos) Jacques Tati, que esta vez incurre en excesivo agolpamiento argumental, en demasiadas cosas que contar, comprensible en un cineasta que lleva muchos años afincado en el cine francés y en el retorno a su Georgia natal quiere desquitarse del largo tiempo de exilio. Algunos destellos del filme son deliciosos en su amargura de fondo, pero el conjunto padece arritmias graves.

En la poltrona

Y, como broche, el For Ever Mozart, de Jean-Luc Godard, en la que el celebérrimo suizo sigue atrapado en su espejo privado y no logra transmitir de su autocontemplación más que ecos de una fórmula antinarrativa que ya ha usado decenas de veces y que, debido a ello, suena a conversión de la ruptura sistematizada de convenciones narrativas en pura convención y de la estética del malestar en poltrona academicista.Un colega que se vio forzado a salir de la sala a mitad de proyección me esperaba ayer a la salida de ésta para que le informase , de cómo termina la película, y no supe responder a su pregunta más que con otra:

¿Cómo quieres que termine lo que no empieza?". El collage o mejunje godardiano es idéntico a sí mismo desde hace casi dos décadas, y, en esta ocasión, su machacona hipercapacidad de reiteración adquiere proporciones abrumadoras.

Sirve de indicio el recuento de citas teóricas que Godard hace en los primeros quince minutos de su juego. Ahí van: Sarajevo, Manuel Azaña, El Quijote, Madrid, Hemingway, Palestina, otra vez Sarajevo, Albert Camus, Tipasa, otra vez Sarajevo, Racine, Goya, otra vez Sarajevo, Alfred de Musset, Víctor Hugo, Che Guevara, Lenin, otra, vez Sarajevo, L'homme revolté, Juan Goytisolo, Marx, otra vez Madrid, otra vez Sarajevo, Praga y su primavera, el muro de Berlín, otra vez Sarajevo, las Brigadas Internacionales, Pirandello, Mozart, el cine de autor, el cine de actor, Marivaux, el paro, el racismo, los años treinta, otra vez Sarajevo. Y creo que en la penumbra de la Sala Perla mi bolígrafo no fue lo bastante rápido para anotar todas las alusiones (por supuesto, verbales, jamás de imagen) que nos arrojó a los oídos el cólico culturalista de este cineasta caníbal de sí mismo, cuyas últimas películas están destinadas exclusivamente a un par de millares de especialistas y lingüistas en todo el mundo. Pero lo que consigue el que en una pantalla común esas alusiones suenen como agresiones a la paciencia del hombre común, que ante juegos de academia de esta índole no le queda otra opción que odiar al cine, a un cine pretendidamente humanista que ignora al hombre.

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