Crítica:DANZA

Los efectos de un destino abismal

La compañía caribeña vuelve al teatro de la calle de la Paz para una larga sesión de verano sin el brío de aquellas primeras temporadas hace algo más de un lustro. El conjunto es en sí mismo otro, y si de encontrar culpables se trata, cualquiera valdría para justificar la pobreza formal a la hora de ofertar un gran clásico. No se trata de ostentación ni de grandes medios, sino de gusto moderno. De las antiguas y bellas producciones del Lago cubano sólo quedan algunos trajes aislados en el tercer acto: es una pena.El Ballet de Cuba respetó siempre los clásicos hasta donde lo permitió el ...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

La compañía caribeña vuelve al teatro de la calle de la Paz para una larga sesión de verano sin el brío de aquellas primeras temporadas hace algo más de un lustro. El conjunto es en sí mismo otro, y si de encontrar culpables se trata, cualquiera valdría para justificar la pobreza formal a la hora de ofertar un gran clásico. No se trata de ostentación ni de grandes medios, sino de gusto moderno. De las antiguas y bellas producciones del Lago cubano sólo quedan algunos trajes aislados en el tercer acto: es una pena.El Ballet de Cuba respetó siempre los clásicos hasta donde lo permitió el fuero Alonso, que se impuso sobre la razón y la historiografía balletística (la propia crítica científica del ballet se ha dado cuenta de esto muy tarde). De hecho, el gran error actual de ese repertorio, que aún tiene valores patrimoniales y lecturas valiosas, es vivir en una escuela de la mueca, de la exageración del carácter, del descuido técnico en los pasos y en la terminación. El sueño cubano del ballet ha terminado por fagocitarse a sí mismo, y es, repito con dolor, una pena.

Ballet Nacional de Cuba

El lago de los cisnes: Coreografía: Alicia Alonso (sobre Petipa e Ivanov); música: Piort Ilich Chaicovski; escenografía: Néstor González; vestuario: Julio Castaño y Salvador Fernández. Odette-Odille: Alihaydée Carreño; Sigfrido: Jorge Vega. Teatro Albéniz, Madrid. 22 de agosto.

Uno puede ir al Albéniz y hasta disfrutar por momentos, por destellos aislados, pero no con la globalidad que pide el ballet mismo en su esencia clásica.

Alonso, cuando existía como gran ballerina tenía un gesto intenso en su rostro, su sonrisa expandida y perenne (hábil truco para respirar por la boca bailando sin que lo note el venerable, tomen nota los jóvenes), sus acentos característicos. Pero ella fue única. Seguirla literalmente es caricatura. El ballet cubano ha dado ejemplos de grandes artistas que se acercaron todo lo que pudieron al esquema aloncístico (Josefina Méndez, Ofelia González) y de otras estrellas que atomizaron con furia y talento ese canon (la mayor, la mejor, Rosario Suárez). Alihaydée Carreño imita a Suárez a veces hasta con pocas sutilezas. Ella no tuvo una buena noche, dejó chispazos, como la variación del segundo acto, que conservó un cierto empaque; pero la ansiedad la llevó a una desastrosa coda en el cisne negro; la chica de la saga Carreño se sobrepone con valentía a sus limitaciones y a sus pies, pero apenas puede sacar su cabecita del naufragio estilístico y el apresurado, abismal viaje al eclecticismo más oscuro que hace la danza clásica cubana.

Jorge Vega conserva aún sus maneras de solícito partenaire, pero hay un cierto descontrol del estilo académico. Lo mismo se aplica a los jóvenes del pas de trois del primer acto, y a la mediocre aparición de dos solistas becarios españoles, Laura Hormigón y Oscar Torrado, en el pas espagnol.

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Archivado En