Tribuna:LA NUEVA DIRECCIÓN DEL PRADO

Apuesta original pero arriesgada

El articulista comenta el nuevo funcionamiento del Museo del Prado, en el que el patronato adquiere un especial relieve

Un marciano que llegara de improviso a España podría tener la impresión de que las noticias sobre materias culturales ocupan un papel muy relevante en nuestros medios de comunicación. A poco que observara con cuidado la situación, descubriría, sin embargo, que muy a menudo ese apartado de la información está sometido a un régimen de ducha escocesa. Lo habitual es una placidez plúmbea que, de vez en cuando, es sustituida por una histeria convulsiva. Esta realidad, válida a título general, lo es de manera especial en cuanto atañe al Museo del Prado.La noticia del nombramiento de Fernando Checa c...

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Un marciano que llegara de improviso a España podría tener la impresión de que las noticias sobre materias culturales ocupan un papel muy relevante en nuestros medios de comunicación. A poco que observara con cuidado la situación, descubriría, sin embargo, que muy a menudo ese apartado de la información está sometido a un régimen de ducha escocesa. Lo habitual es una placidez plúmbea que, de vez en cuando, es sustituida por una histeria convulsiva. Esta realidad, válida a título general, lo es de manera especial en cuanto atañe al Museo del Prado.La noticia del nombramiento de Fernando Checa como director del Museo del Prado ha hecho desvanecerse otra que, en realidad, tiene mayor trascendencia. El nuevo director es persona prestigiosa en su materia, y en él despunta una nueva y brillante generación de la historiografía del arte español. Hay que desearle el mejor éxito en su tarea. Los apoyos sociales y políticos (¡del propio presidente del Gobierno!) no le han faltado ni le van a ser escatimados en los meses venideros.

Pero el nombramiento se ve acompañado de otra noticia, en cierto modo aún más importante, que justifica la presente reflexión. Se trata del real decreto por el que se modifica el funcionamiento del museo (le un modo que puede calificarse de revolucionario. Hasta ahora los museos españoles han sido regidos por sus directores, mientras que los patronatos han tenido tan sólo una función asesora, complementaria, de representación o apoyo social sin que haya llegado a convertirse en una realidad ese género de board of trustees de latitudes que proporcionan medios económicos a las grandes instituciones museísticas.

A partir de este decreto no hay un director del Museo del Prado, sino nueve, los miembros de la comisión permanente de su patronato. A ella le corresponden los poderes decisivos, desde la superior inspección de los servicios del museo hasta la redacción de los planes generales de actuación, pasando por las propuestas para la convocatoria de los puestos de trabajo, la contratación e incluso la representación en las relaciones oficiales, ejercida por su presidente, que hoy ocupa -dato significativo- el despacho del antiguo director de la entidad. En principio una dirección colegiada de una institución como el Prado puede parecer oportuna. La pregunta que cabe hacerse, a partir de esta concepción original y novedosa, es hasta qué punto resultará funcional. La composición del patronato -y, en consecuencia, de la comisión permanente- responde a criterios de representación social, y sólo en menor proporción de conocimientos museísticos o de historia del arte. Además, los patronos, personas ocupadas en menesteres a veces muy lejanos al Prado, pueden tener problemas para cumplir esas funciones que se les atribuyen, por más que el decreto prevea dos reuniones mensuales de la citada comisión. De cualquier modo, tal como va a funcionar en el futuro el Prado, esa comisión permanente será la que merecerá alabanzas o reproches. Ojalá sólo lo primero.

La novedad del nuevo funcionamiento del Prado previsto en el decreto no debe hacer olvidar que existían otras posibilidades para dirigir nuestro primer museo. En principio sería imaginable -incluso quizá deseable- que los patronatos fueran exclusiva o principalmente técnicos, y nombraran a los directores previa presentación de un programa de actuación durante un periodo tasado, quedando para las sociedades de amigos de cada museo una tarea de colaboración material en que la sociedad española ha sido insuficientemente activa. Esta sugerencia es una más de las que podrían haberse hecho, en caso de haber existido el amplio debate que la nueva ordenación del Museo del Prado debería haber merecido (y que, entre otras cosas, podría haber evitado alguna rectificación posterior del decreto).

Lo que importa es que, en una materia como el Museo del Prado, se haga un especialísimo esfuerzo de consenso entre todos. El nuevo decreto tiene padre conocido, pero, para que toda esa novedad no pase por excesivos riesgos, sería necesario que se integraran en un propósito común quienes trabajan en el Prado, principales sujetos pacientes de recientes y no muy alegres avatares. El esfuerzo debiera extenderse también a otros campos, incluyendo a todos los grupos políticos en el Parlamento y a no, pocos especialistas, algunos de ellos muy eminentes, que pueden sentirse descolgados de la vida del museo en un futuro con el nuevo modo de gestión. La novedad -el órdago que se ha jugado a la situación precedente- no debiera hacer olvidar que, cuando se practica, se corren peligros. Ojalá que la vida del museo en los próximos meses los demuestre infundados.

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