Entrevista:

"El poeta puede ser o hijo del vecino o hijo de los dioses"

Mientras los demás le premian, el poeta Angel González observa cómo su poesía se va haciendo "más y más desolada". Eso ocurre "sin que yo lo quiera, y además no me gusta", dice con una ligera sorpresa, como si pretendiera, aunque vanamente, corregir la mano desgarrada que le está escribiendo poemas elegiacos sobre el tema quizá más viejo de todos, por ineludible: el paso del tiempo. Académico a comienzos de año, reciente premio Reina Sofía de Poesía, Ángel González, de 71 años, se siente cada vez menos triste cuando regresa de España a Nuevo México. Sabe que su exilio ya no lo es. En ese inter...

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Mientras los demás le premian, el poeta Angel González observa cómo su poesía se va haciendo "más y más desolada". Eso ocurre "sin que yo lo quiera, y además no me gusta", dice con una ligera sorpresa, como si pretendiera, aunque vanamente, corregir la mano desgarrada que le está escribiendo poemas elegiacos sobre el tema quizá más viejo de todos, por ineludible: el paso del tiempo. Académico a comienzos de año, reciente premio Reina Sofía de Poesía, Ángel González, de 71 años, se siente cada vez menos triste cuando regresa de España a Nuevo México. Sabe que su exilio ya no lo es. En ese interés que suscita se inscribe la nueva edición de La poesía de Ángel González, el libro (Ediciones Nobel) en el que analiza su obra el académico Emilio Alarcos. A diferencia de la que dejó en 1973, la España que encuentra en cada uno de sus frecuentes viajes le gusta, pese a lo que no le gusta y "al circo en que se está convirtiendo la vida cultural: desde los cursos de verano a las presentaciones de libros, que se multiplican"; y se corrige: "Ahora hay exceso. Antes no había".

Ángel González vive ahora en Madrid y Asturias tres o cuatro meses al año, y el resto del tiempo., en Alburquerque, Nuevo México, "que es una forma especial de vivir Estados Unidos", dice, y de cuya universidad está jubilado; su actual mujer todavía enseña allí "literatura peninsular". Porque en las universidades de EE UU también se produce, al igual que en el hispanismo mundial, esa exótica división entre latinoamericanistas e hispanistas (allí peninsulares), como si los filólogos pretendieran degustar un gazpacho distinguiendo el pimiento del tomate.

Esa distancia que se puede apreciar en España no sólo hacia la literatura en el mismo idioma, sino hacia otras, traducidas, vendría, entre otras cosas, del hecho de que la literatura requiere no sólo el conocimiento del idioma en que está escrita, sino también una especie de oído suplementario. No basta con entender lo que se lee, sino lo que está bajo el texto. Y a eso sólo se puede acceder con la lengua materna y poco más. Para sortear el peligro del aislamiento, Angel González tuvo un par de golpes de suerte: el primero, como otros escritores, sufrir de tuberculosis cuando era chico; eso le obligó a pasar tres años de convalecencia en una aldea de León donde su hermana era maestra, de modo que no le quedó más remedio que leer, y que leer, además, "los libros que no se gastaban, que eran los de poesía: una vez terminados, podías volver a empezar".

El segundo golpe de suerte fue que en 1973, cuando parecía que Franco aún podía vivir mucho, le invitaran a dar un curso de tres meses en una universidad de Estados Unidos. A una invitación siguió otra, hasta media docena de universidades durante el último cuarto de siglo, lo que le permitió liberarse de un trabajo de funcionario que no le gustaba, y de la endogamia de la universidad española, incapaz de aceptar que un licenciado en Derecho pudiera enseñar literatura. La enseñanza no le ha distanciado de la creación, sino que le ha enriquecido, al obligarle a leer textos que sólo leen (algunos) profesores y sin los cuales no se puede explicar mucho. González dice no poder opinar de la universidad española, pues no la conoce, pero piensa que en EE UU la situación es límite: muchos universitarios tienen que someterse al comienzo a cursos para aprender a leer y escribir de una forma real.

Aunque Ángel González tiene los ojos encapotados y una barba de, anciano guerrero, misteriosamente la impresión resultante no es fiera, sino amable. En versos famosos (Para que yo me llame Ángel González, en Áspero mundo, 1956), él se define así:

"... Un escombro tenaz, que se resiste/ a su ruina, que lucha contra el viento, / que avanza por caminos que no llevan/ a ningún sitio. El éxito / de todos los fracasos. La enloquecida / fuerza del desaliento..."

Si es cierto que, como él dice, "el poeta puede ser o hijo del vecino o hijo de los dioses", en alusión a la actitud esencial del poeta, él ha llegado a un compromiso. Es posible que sus últimos versos hayan abandonado las alusiones a la realidad más reconocible, pero es cierto que en su primera poesía tenía unos colores -realismo, escenario urbano, compromiso político, deseo de ser comprendido por los más- que sí permiten agruparle con el llamado grupo del 50 (también llamada generación alcohólica, o de los abajo firmantes, o del me dio siglo).

Consagrado y estudiado ya hasta la extenuación por una industria filológica hambrienta de generaciones y siglos de oro, plata y hasta bronce, del grupo de los 50 se ha dicho ya casi todo; (véanse, entre otros, los conocidos libros de Juan García Hortelano, Shirley Mangini y Carme Riera). Y sin embargo, concede González, aún existen sorprendentes omisiones, como los poetas del exilio español, que corresponden más o menos a la misma generación, y que han sido estudiados por la esposa de Ángel González, Susana Rivera, en Última voz del exilio (Hiperión). Ese aparente olvido -en España, pues alguno, como Tomás Segovia, goza de reputación internacional- resulta realmente enigmático. ¿Una especie de complejo de culpa colectivo? "¿De los socialistas?", pregunta González; "¿por qué habrían de tenerlo?". Y añade: "El consenso supuso dejar muchas cosas tácitamente en el olvido".

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