Tribuna:DEBATESLa economía española y el euro

Más vale tarde

Hubo una época, no muy lejana, en la que el euroentusiasmo español hacía saltar todos los sensores sociológicos con los que Bruselas evalúa el grado de respaldo a sus proyectos. Siempre existieron algunos nacionalistas que negaban la conveniencia para España de compromisos integradores adicionales a la mera adhesión, y euroescépticos, más o menos britanizados y desigualmente equipados argumentalmente, que desconfiaban de los ritmos y condiciones impuestos a esa pretensión por hacer de Europa algo más que un mercado común. Unos y otros se prodigaban menos que sus homólogos en el resto de Europa...

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Hubo una época, no muy lejana, en la que el euroentusiasmo español hacía saltar todos los sensores sociológicos con los que Bruselas evalúa el grado de respaldo a sus proyectos. Siempre existieron algunos nacionalistas que negaban la conveniencia para España de compromisos integradores adicionales a la mera adhesión, y euroescépticos, más o menos britanizados y desigualmente equipados argumentalmente, que desconfiaban de los ritmos y condiciones impuestos a esa pretensión por hacer de Europa algo más que un mercado común. Unos y otros se prodigaban menos que sus homólogos en el resto de Europa y, en todo caso, su predicamento era reducido. La amplia mayoría de los políticos, empresarios, sindicalistas, banqueros y académicos aceptaron sin rechistar, y en algunos casos con evidente alborozo, cuantas decisiones adoptó el Gobierno en esa dirección de integración progresiva: de cesión formal de soberanía a las instancias comunitarias. En apenas cinco años pasamos de ser simples postulantes, a la adhesión inquebrantable al mecanismo disciplinario del Sistema Monetario Europeo (SME), al Acta Única alumbradora del mercado interior, y al Tratado de Maastricht, en el que se dibujó el horizonte de la Unión Económica y Monetaria (UEM). Antes de que éste fuera suscrito dispusimos del privilegio de situar en el Comité Delors, constituido en 1988, a dos representantes, el entonces gobernador del Banco de España, Mariano Rubio, y el ex ministro de Economía, Hacienda y Comercio, en aquellos años presidente del Banco Exterior, Miguel Boyer.Pocas sombras de las dudas ya emergentes en algunos países europeos se proyectaban en España, a excepción del rechazo tan radical como pobremente fundamentado de algunos dirigentes de Izquierda Unida que, a fuer de ser justos, fueron los únicos en reclamar un referéndum específico. El Parlamento español tuvo ocasión de debatir el alcance del compromiso adquirido en Maastricht y hacer lo propio con ocasión de la presentación, en marzo de 1992, del primer Programa de Convergencia, aquél en el que se cuantificaba alguno de los objetivos de convergencia nominal en un nivel mucho más exigente que el establecido en el tratado.

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La realidad denunció, a partir de la convulsión que registró el SME, en el otoño de 1992, algunas de las inconsistencias de esa ciega fe europeísta, históricamente comprensible, pero portadora de una pedagogía simplista: la homologación como fin en sí misma, sin propiciar discusión alguna en la que se pusieran de manifiesto las verdaderas ventajas y costes, y su distribución en el tiempo, que para una economía como la española, tenía la participación en el más ambicioso de los proyectos comunitarios. Inconsistencias que también quedaron reflejadas en una política presupuestaria manifiestamente divergente hasta hace tres años. Con todo, el balance de esa acelerada e incontrovertida integración en Europa ha sido claramente favorable y quizás uno de sus exponentes más significativos sean precisamente estas tardías dudas que hoy nos asisten sobre la conveniencia o no de seguir asumiendo un horizonte de homologación final que, independientemente de las probabilidades que cada uno le asignemos, se considera alcanzable.

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La controversia surge ahora, y tan importante como saludarla es advertir de su tardanza y, si es posible, identificar las causas del marcado, y en algunos casos sorprendente, euroescepticismo que ha emergido en las últimas semanas en quienes hasta hace poco tiempo se suponía habían asumido ese proyecto de transición a la disposición de una moneda única en Europa con todas las consecuencias. Es en cierta medida tardío, porque la UEM se encuentra desde hace más de dos años en su segunda fase sin que en lo esencial se hayan modificado sus objetivos y condiciones y, en la medida en que algunas de las posiciones en liza constituyen una enmienda a la totalidad del proyecto, su virtualidad es, cuando menos, limitada. Hace años que en la mayoría de los países europeos, y aunque en escasa medida también en el nuestro, la discusión estrictamente económica sobre la viabilidad del proyecto quedó supeditada a la explícita voluntad política de proseguir en su aplicación, tal como fue enunciado en el Informe Delors. A decir verdad, las referencias teóricas en que se fundamentaba el análisis coste-beneficio del proyecto adolecían de limitaciones propias de la distancia existente entre las condiciones vigentes en las economías europeas cuando esas proposiciones se formularon, hace más de treinta años, y la situación actual, caracterizada por una muy elevada integración e interdependencia en el conjunto de la economía mundial.Junto a las posiciones inequívocamente antiunionistas, en las que convergen planteamientos ideológicos bien distintos, son más las que asumiendo el objetivo final como deseable disienten de que sean los criterios de convergencia y el calendario establecidos en Maastricht los apropiados para garantizar la viabilidad de la unión monetaria. También los hay que sin menoscabo de las objeciones anteriores, y de las posibilidades efectivas de convergencia de la economía española, consideran que no merece la pena participar: que la cesión de soberanía que supone renunciar a una política monetaria autónoma y a la manipulación del tipo de cambio no dispone de contrapartidas suficientes para una economía como la española. En estas últimas posiciones parece subyacer el convencimiento, en primer lugar, de la existencia de una discrecionalidad en la conducción de la política monetaria y cambiaría que difícilmente se concilia con el elevado grado de integración efectiva que existe hoy en Europa y con el permanente escrutinio que ejercen los mercados financieros sobre la orientación de las políticas económicas, tomando como referencia en el contraste las de los países más estables. Suponen además los que defienden la preservación de la soberanía monetaria y las bondades terapéuticas de las devaluaciones del tipo de cambio que su libre ejercicio será tolerado por aquellos otros países que hayan formado parte de la unión monetaria en primera instancia. Elementos de juicio existen para no confiar en un escenario tal; próximas las amenazas de aquellos gobiernos que se consideran agraviados tras las devaluaciones de algunas monedas europeas, mostrándose dispuestos a exigir contrapartidas concretas a esas circunstanciales modificaciones de la competitividad de sus economías. El ministro de Economía francés acaba de hacer pública su intención de proponer la vinculación de las ayudas comunitarias -su cuantía y la denominación de la moneda en que se materialicen- al grado de manipulación del tipo de cambio que lleven a cabo sus potenciales perceptores.

Es difícil, en suma, confiar en que fuera de la UEM las condiciones de gobierno de la economía española, y en última instancia el bienestar de sus ciudadanos, sean más favorables que en el seno de aquélla. Es un exceso de ingenuidad considerar que la dinámica de integración europea es un menú de libre elección o que habrán de ser consideraciones exclusivamente de racionalidad económica a corto plazo las que lleguen a imponerse en la configuración de un proyecto cuya inspiración es desde su origen esencialmente política. Eso lo conocíamos desde el momento en el que el Comité Delors asumió el objetivo definido en el Consejo de Hannover, en junio de 1988, y se aprestó a diseñar las fases por las que habría de discurrir la satisfacción de ese objetivo.

Asumir las reducidas probabilidades de que 1997 concluya con un balance favorable al inicio de la tercera fase de la UEM, en los términos y plazos hasta ahora previstos, no es sinónimo de abandono del proyecto de unión monetaria de Europa. Tampoco lo es de modificación de los criterios con los que los agentes económicos nacionales y extranjeros y, en particular, los mercados financieros -con más rigor que los órganos comunitarios- evaluarán la proclividad con que el Gobierno que salga de las urnas el próximo 3 de marzo cede ante las tentaciones divergentes más o menos explícitas en un debate que el próximo Parlamento debería hacer suyo.Emilio Ontiveros es catedrático de Economía de la Empresa de la Universidad Autónoma de Madrid.

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