Crítica:CINE

La obra del maestro

Enfilada ya la recta de su próximo 90º aniversario, el portugués Manoel de Oliveira es no sólo el decano de los realizadores de todo el mundo, sino también uno de los más jóvenes, arriesgados e irónicos en el ejercicio de su oficio. Nunca le ha tenido miedo a la tradición, de ahí que firmase, en los setenta, una extraordinaria y rigurosa versión de uno de los clásicos de la literatura lusa del XIX, Amor de perdiçao, de Castelo Branco; o que literalmente masacrase, con un humor enloquecido, todas las convenciones operísticas con sus Os canibais, o que se acercara nada menos...

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Enfilada ya la recta de su próximo 90º aniversario, el portugués Manoel de Oliveira es no sólo el decano de los realizadores de todo el mundo, sino también uno de los más jóvenes, arriesgados e irónicos en el ejercicio de su oficio. Nunca le ha tenido miedo a la tradición, de ahí que firmase, en los setenta, una extraordinaria y rigurosa versión de uno de los clásicos de la literatura lusa del XIX, Amor de perdiçao, de Castelo Branco; o que literalmente masacrase, con un humor enloquecido, todas las convenciones operísticas con sus Os canibais, o que se acercara nada menos que a Madame Bovary, pero por la puerta falsa, en El valle Abraham, sin duda alguna una película que tiene todo lo que requiere una obra de creación para convertirse en un clásico.Y no contento con todo esto, ahora se asoma a un verdadero arsenal de referencias de la cultura europea para bordar sencillamente una obra maestra.

El convento

Dirección: Manoel de Oliveira. Guión: M. de Oliveira, según un argumento original de Agustina Bessa Luis. Fotografía: Mario Barroso. Producción: Paulo Branco para Madragoa Filmes, Gemini Films y La Sept-Cinéma, Portugal-Francia, 1995. Intérpretes: John Malkovich, Catherine Deneuve, Luis Miguel Cintra, Leonor Silveira, Duarte d'Almeida, Heloísa Miranda. Estreno en Madrid: cine Rosales.

Un especialista en Shakespeare (Malkovich), acompañado por su conflictiva esposa (Deneuve), visita un convento portugués en busca de los documentos que necesita para probar su tesis: que el dramaturgo era en realidad un judío español de nombre Jacques Pères. En el curioso convento encontrarán a un turbador sirviente -que pronto podemos identificar con el mismo Lucifer- y a una bibliotecaria (SiIveira, la espléndida protagonista de El valle Abraham) que encarna la pureza... además de ser un tentador cebo para el investigador. Entre estos personajes, que son observados por una pareja de servidores, se establecen, relaciones de atracción y rechazo, de seducción y codicia, con continuas invocaciones a Goethe y Werther, a Homero. y La Ilíada, a Shakespeare, a Nietzsche, al ocultismo y la cábala.

Tradición, pues, y de la mayor. Pero no crea el lector que Oliveira se conforma con evocar sus ecos. Muy al contrario, la emplea funcionalmente para provocar la acción de sus personajes, y para dar de ella una visión a medio camino entre la reivindicación jocosa y la desmitficación. Que todos los que la invocan se enreden en inútiles ceremonias, mientras que los dos servidores, que ocupan en cierta forma el lugar del espectador en la ficción puesto que son los observadores de los hechos, son los únicos capaces de vivir una relación desdramatizada y vital que pasa por la cama, es sólo una de las muchas ironías que se permite Oliveira a costa de sus torturados, personajes.

Estos, por su parte, son personajes, pero también símbolos: Deneuve, Helena de Troya rediviva, es la encarnación del alma femenina tal como la tradición la ha acuñado, es decir, coqueta y provocadora. Malkovich, por su parte, encarna la codicia de quien aspira a la trascendencia por un revolucionario trabajo intelectual, mientras que Silveira, nueva Margarita, es a la vez sujeto y objeto de seducción. En cuanto al diablo, su papel en la ficción está lejos de ser lucido: en un mundo como el que vivimos, sugiere Oliveira, hasta el diablo tiene serios problemas de identidad...

Sin trabas

Con todos estos elementos Oliveira construye una película libre de cualquier traba, un ejercicio de alto riesgo como suele ser norma en él, que deja fuera a quien no participe de su peculiar sentido del humor. Como tantos maestros antes que él, el portugués ha llegado en su arte a un nivel de pureza, a prescindir de todo elemento estéril; a la supresión radical de cualquier atisbo de manierismo que su cine, limpio, despojado, de una claridad aterradora, puede dejar literalmente sin aliento: lo que se permite hacer con las elipsis, sin ir más lejos; lo que decide suprimir de su narración para provocar en el espectador un arriesgado ejercicio de reconstrucción es de tal calibre que bien le puede hacer caer en la incomprensión: en estos tiempos que corren, es difícil encontrar a un cineasta que trate a su espectador como a él mismo le gusta ser tratado, de tú a tú, apelando a su inteligencia, suscitando antes su adhesión intelectual que requiriendo su apasionada e irreflexiva admiración.

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