Tribuna:

¿Democracia o buen gobierno?

Si algo resulta hoy indiscutible e! la confusión y consiguiente este rilídad, cuando no inseguridad, de nuestra vida política. Las res ponsabilidades de semejante si tuación pueden repartirse entre diversos personajes, fuerzas e instituciones, pero cualesquiera que dichas responsabilidades fueran -y no voy a tratar hoy de ello-, lo que me importa es constatar la creciente desconfianza que los modos y maneras de nuestro ha cer político inspiran a la ciudadanía. En semejante páramo, sin embargo, destacan como oasis algunas parcelas de la vida pública, a cuya gestión, tenga o no pleno éxito, nadi...

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Si algo resulta hoy indiscutible e! la confusión y consiguiente este rilídad, cuando no inseguridad, de nuestra vida política. Las res ponsabilidades de semejante si tuación pueden repartirse entre diversos personajes, fuerzas e instituciones, pero cualesquiera que dichas responsabilidades fueran -y no voy a tratar hoy de ello-, lo que me importa es constatar la creciente desconfianza que los modos y maneras de nuestro ha cer político inspiran a la ciudadanía. En semejante páramo, sin embargo, destacan como oasis algunas parcelas de la vida pública, a cuya gestión, tenga o no pleno éxito, nadie discute, y con razón, el buen sentido. No sabe mos si los políticos permitirán que el Estado cuente con unos Presupuestos Generales. para el próximo año, pero todos confiamos en que el Banco de España va a.administrar razonablemente la moneda de ese mismo Estado. Los políticos puede demostrar su dudoso gusto a la hora de injunarse en vez de debatir opciones concretas a las necesidades hidráulicas españolas, pero no dudamos de la razonable eficacia del Consejo de Seguridad Nuclear. Y podrían darse otros tan tos ejemplos allí donde exista lo que ha venido en denominarse una "Administración independiente". . Se trata de organismos o entidades que administran una parcela especialmente sensible e importante de la cosa pública, y cuya dirección y gestión se encarga a técnicos designados con la mayor objetividad posible, que actúan, con un alto grado de independencia respecto de las autoridades públicas, tanto gubernamentales como parlamentarias. Los juristas han hecho correr ríos de tinta sobre la naturaleza de este fenómeno, pese a su relativa novedad, y no se trata ahora ni de resumir la polémica ni de terciar en ella, sino, simple. mente, de subrayar su profundo y, a mi juicio, grave significado político. Nos fiamos de las administraciones independientes porque son ajenas y distantes a los políticos a quienes elegimos. Las administraciones independientes surgen a mediados de siglo en Estados Unidos, dónde han proliferado como instrumentos polémicos en manos ya del Congreso, ya del presidente; se difunden en el Reino Unido en la década de los sesenta (Quangos), y proliferan en Europa continental para garantizar la objetividad y eficacia de una gestión considerada especialmente importante frente a su politización por parte de los partidos políticos. Cuando, para seguir con los ejemplos citados, se quiere tener una autoridad monetaria o una: seguridad nuclear serias y ajenas a la presión demagógica y al amiguismo, se sustrae a la gestión política y se encarga de ella a unos técnicos competentes. A unos burócratas, en el sentido riguroso que al término diera Weber: quienes dominan gracias a su saber.Sin duda, estas ciudadelas del buen sentido no están exentas de riesgos y problemas. Desde su colonización por parte de los intereses sectoriales, tanto más fácil cuanto los especialistas privados y públicos tienen frecuentemente la misma raíz, hasta el casi inconsciente pero indiscutible desarrollo del espíritu de cuerpo, inherente a toda administración burocrática. Estados Unidos, con larga tradición en administraciones independientes, no idénticas, pero análogas a las europeas, ha desarrollado amplia doctrina y jurisprudencia al respecto. A ello hay que añadir la dificultad casi insuperable para compaginar la independencia de tales instituciones con su transparencia y responsabilidad ante la -autoridad política y, en último término, ante la ciudadanía. Una vez más, burocracia y democracia no son fácilmente compatibilizadas. Pero el caso es que la ciudadanía, cuando de cosas serias se trata, prefiere el buen Gobierno a la actual versión del Gobierno popular. Incluso los más fervientes partidarios de la democracia sentiríamos escalofríos si, por poner un ejemplo, nuestra política monetaria se gestionase con habilidad pareja a la que el Gobierno desarrolló a la hora de manipular los papeles de Laos, o si alguien pretendiese aplicar a la seguridad nuclear o al mercado de valores los sofisticados criterios que el secretario general del Partido Popular ha propugnado sobre la recta administración de la justicia.

El fenómeno no es sólo español, y así, cuando en la Unión Europe a se ha querido garantizar una buena política monetaria, se ha hecho a través de la independencia de los bancos centrales y de la configuración de un Banco Central europeo no me nos independiente. A partir de Maastricht, los más solventes economistas defienden la necesidad de contar con una Comisión Nacional de la Deuda, tan independiente como el Banco Central, que garantice sin interferencia del Gobierno y del Parlamento el volumen de ésta, y no falta quien, como el presidente del Comité Nobel, Lindbeck, propugne que la reestructuración del sistema de pensiones y, en último término, la reforma del Estado de bienestar se encomiende nada menos que a una administración independiente, porque estima que los partidos políticos son incapaces de hacerla, sometidos como están a sus clientelas y necesidades electorales.

En resumen, que nos fiamos tanto del sistema. democrático que hemos de sustraer del mismo cuantas parcelas exigen un hacer medianamente razonable. ¿Por qué? Porque, desde la segunda posguerra para acá, el sistema democrático, que tiene en los partidos políticos órganos indispensables e insustituibles, ha permitido que dichos partidos crezcan desmesuradamente hasta convertirse en protagonistas exclusivos y excluyentes de la vida democrática. Se trata de máquinas electorales, proclives al gobierno oligárquico y al sistema de clientela. El resultado, frecuentemente, es el cultivo sistemático de la demagogia cuando se está en la oposición y el amiguismo cuando se llega al poder. El que el nuevo presidente madrileño, Ruiz-Gallardón, tenga que justificar su buen hacer y dar permanentes explicaciones, internas y externas, de por qué respeta la objetividad de la Administración es buen ejemplo de lo que en los partidos políticos parece estimarse como normal. El Estado de partidos reviste formas patológicas cuando tales partidos conquistan el Estado. Al fin y al cabo, el cáncer no e! otra cosa que el crecimiento desmesurado de células plenamente útiles a tamaño normal. Y mal servicio han, prestado a la democracia y al propio concepto de partido quienes se han empeñado en justificar como inevitables, cuando no deseables, tales formas patológicas. Nadie discute que la hipertrofia de los partidos ha privado de contenido a la institución parlamentaria y desnaturalizado las elecciones. Después hemos visto cómo su proyección en otros órganos daña el principio de autogobierno judicial o vacía de independencia a otros órganos de control. Pero las administraciones independientes ponen de manifiesto algo más hondo: ni los políticos más responsables ni el ciudadano medio se fian del funcionamiento del Estado democrático, convertido en Estado de partidos, a la hora de jugar con las cosas importantes. ¿Decir esto es políticamente incorrecto? No, lo que es políticamente desastroso es que ocurra.

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